No
eres guapa ni fea, ni alta ni baja, ni lista ni tonta, así es como
solía decirme mi madre, como si fuera un ser por definir aún, no
importándome realmente, porque me sentía un hada en ciernes, como
un patito feo que sólo espera una oportunidad para aflorar en toda
su belleza y esplendor.
Con
esos calificativos crecí y salí al mundo en busca de un porvenir.
En mi corazón sentía que al doblar una esquina o al abrir la puerta
de un ascensor encontraría lo que tanto buscaba, lo que tanto
ansiaba, esa felicidad de la que nos hablan los cuentos y los libros
románticos. Y ¡hete ahí que apareció!
Aquel
28 de diciembre como si de una inocentada se tratara, le vi, sentado
en un banco del centro comercial. Llamó mi atención su barriga,
bueno, su barrigón, abultaba más de lo debido. Su traje rojo y sus
zapatos grandes eran como si escondieran maravillosas intenciones.
Me acerqué a él, sin poder dejar de observar sus sorprendentes ojos
azules, era como si el cielo de una mañana de verano se hubiera
quedado atrapado en aquella mirada, y repentinamente sentí una
llamada interior a la vez que un recuerdo vivísimo a mis años de
infancia, ayudando al abuelo en la quesería y bajando a la cueva
para voltear, uno tras otro, el producto de su trabajo, los quesos
más ricos y sabrosos que nunca podré olvidar y aquel aroma tan
especial.
Me
percaté que el citado olor venía de abajo, de sus zapatos o tal vez
de sus calcetines, ambos deslucidos por jornadas de trabajo y que aún
no habían sido mudados. Mi atracción fue total, era la llamada que
tanto ansiaba encontrar, y aquel hombre, un poco desorientado, pues
la Navidad ya había pasado y su disfraz de Santa Claus estaba un
poco obsoleto, parecía necesitar de la atención de alguien, alguna
persona que le ayudara a recomponer esa travesía interior desbocada
que no encontraba salida hacia la cordura.
Le
cogí de la mano, grande e inesperadamente suave, que contrastaba con
su aparente dejadez y le pedí que me acompañara hasta la cafetería
más cercana a tomarnos un refrigerio y así poder centrarnos en
donde estábamos. El hombre me devolvió la mirada, me sonrió y
levantándose con torpeza, me siguió. Era más bajo de lo que
aparentaba sentado, me vino bien para poder agarrarle por un hombro y
no se cayera al dar un traspiés con sus enormes zapatos. Ya
sentados a una mesa, la camarera hizo un gesto burlón al percatarse
de sus nuevos clientes. No me importó, tengo bien asumido mi
aspecto de indefinición y acompañada por Santa Claus, pareceríamos
sacados de un vodevil barato. Nos sirvió dos cafés grandes bien
cargados y un par de trozos de bizcocho para poder despejarnos,
ambos, porque yo también había pasado mala noche y adormilada como
estaba, no acababa de creerme que pudiera estar con aquel hombre allí
sentada.
Se
quitó el gorro rojo con pompón, su barba y pelambrera blancas de
imitación, dejando al descubierto en toda su extensión una calva
generosa, era fantástica, de esas calvas que sirven de pista de
aterrizaje para los besitos, suspiré emocionada, aquel hombre me
había cautivado por completo y no tenía ni idea si reaccionaría
con sensatez a la ingesta del refrigerio o saldría por pies en
cuanto espabilara por el café. Diez minutos tardó en terminarlo
todo, y cuando por fin pareció despertar de su desorientado letargo,
me sonrió, me miró dulcemente y me dio la gracias. Aquella sonrisa
no sólo iluminó su cara, sino que ocultó por un instante el
entorno del centro comercial y estábamos solos él y yo, mirándonos
y disfrutando de aquel encuentro casual.
Poco
a poco comenzó a hablar, primero con palabras inconexas, torpes,
luego con más fluidez, al tiempo que intentaba recordar quién era,
qué hacía allí y porque estaba así vestido. No pude aclararle
sus dudas porque lo desconocía, pero le informé que estaba con él
para ayudarle en lo que hiciera falta. Al sentirse más tranquilo y
despejado, comenzó a recordar.
Había
sido objeto de un secuestro, unos hombres le habían sacado a
empujones de su vehículo y no recordaba más, no entendía el
significado de aquel disfraz ni tampoco su presencia en el centro
comercial, me pidió el teléfono móvil para llamar primero a su
abogado y luego a la policía, y poder denunciar su situación. Le
acompañé hasta que unos agentes llegaron e inició el relato de su
captura. Poco después se acercó un hombre elegantemente vestido
que le trataba con amistosa cordialidad, suponiendo que era el
abogado, me escabullí, y regresé a mi anodina vida, guardando en mi
corazón aquel momento tan románticamente extraño, pero que entendí
tristemente que no podía tener futuro para mí.
Seguí
con mis rutinas y mi búsqueda de la felicidad, ya era carnaval y en
las calles se veían niños y mayores disfrazados expandiendo su
alegría y su locura por la fiesta. Caminaba en dirección al centro
comercial, como tantas veces, pasando por delante del banco donde el
día de los inocentes había encontrado a aquel hombre, me gustaba
rememorar el episodio sin amargura, mi destino aún estaba por
definir y no creía que pudiera encontrarlo en aquel banco. Aunque
en esa ocasión le vi, me aproximé a él, no estaba disfrazado y su
aspecto además de arreglado era despierto. En cuanto me divisó se
levantó y caminando hacia mí, me saludo con dos besos, me llamó su
salvadora y me pidió que le acompañara a tomar un café con un
trozo de bizcocho, quería repetir el instante en que nos conocimos y
aquel refrigerio le supo a gloria bendita sólo por estar conmigo,
por tener al lado a su hada madrina y quería resarcirme por haberlo
ayudado en aquel momento tan aciago. Había dado muchas vueltas para
encontrarme, nadie conocía mi nombre y llevaba meses intentando
localizarme para agradecerme mi gesto salvador.
Hombre
calvo, bajo, barrigón, con pies grandes y olorosos sólo cuando no
se los lava, es el amor de mi vida, mi destino y mi definición. De
café con bizcocho hemos pasado a chocolate con churros, además de
paellas de marisco o canapés de caviar. Es un gran chef y cuando no
está en la cocina trabajando, recorremos mundo catando cosas nuevas,
resulta que mi paladar y mi olfato son de primera, y me he convertido
en una excelente Sumiller que ensalza las comidas de nuestros
restaurantes.
Tenía
razón mi madre, aún estaba por definir y el tiempo y Santa Claus me
han ayudado a hacerlo.
Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional.
No hay comentarios:
Publicar un comentario