Desoladora historia - Marian Muñoz


                                              Resultado de imagen de la piramide de los italianos


Una ajetreada tarde, de esas que el tiempo parece tan escaso que no da para nada, conocí a un guapo italiano que cursaba un máster en mi facultad de Historia. Andaba yo en reprografía esperando impaciente que saliera por la impresora mi trabajo sobre el prerrománico asturiano, cuando tropecé con él, mejor dicho, con su vaso de café y el líquido elemento que allí guardaba. Menos mal que al ser un día lluvioso mi gabardina hizo resbalar todo el producto y no quedó mancha alguna. Se disculpó en un perfecto español y tras gastar un paquete entero de pañuelitos de papel para limpiar el suelo, me ofreció tomar algo en la cafetería de la universidad para olvidar el bochornoso suceso. Por mi parte no había supuesto contratiempo alguno, pero sí lo sería si me quedaba más rato en aquel sitio y no llegaba a tiempo a mi clase. Como el muchacho parecía empeñado en el ofrecimiento, decidí aceptarlo al día siguiente, escapándome a la carrera para no ganarme un negativo al pasar lista el señor catedrático, tipo antipático y poco cordial, amigo de regañinas a la primera ocasión.
La cita resultó muy agradable, ambos éramos de fácil conversación y teniendo un gusto común por la historia, charlamos de multitud de acontecimientos históricos, tanto de su país como del mío. En un momento dado, el sol de la tarde nos daba de lleno, e hizo refulgir su pelo rubio, además acentuaba en su rostro un sol y sombra separado por su nariz aguileña, perfecta para una cabeza de corte romano como las que tantas veces había visto en los libros. Decidió bajar la cortina de la ventana para no tener que guiñar los ojos al hablar, al hacerlo se le cayó del bolsillo derecho un dado, más grande que los de jugar al parchís, el cual rebotó en nuestra mesa y acabó en la taza de café que el camarero llevaba en ese instante en una bandeja. El italiano, cuyo nombre era Pío, no se cortó ni un pelo, metió la mano en el café y rescató el dado. Pidió disculpas al atónito camarero y tras limpiarse le posó dos euros en la bandeja para los gastos del café asaltado. No sabía qué hacer, si reírme o escabullirme a toda prisa por la vergüenza, pero decidí quedarme y continuar con nuestra cita.
Fue la primera de muchas a lo largo del curso, no demasiadas porque la historia requiere de estudio e investigación y sólo se logra con tiempo, pero los fines de semana que teníamos libres recorrimos diferentes parajes de la geografía española buscando vestigios de un glorioso pasado. Su coche tenía matrícula italiana pero era un Fiat normalito, ni un Lamborghini ni un Testarossa, eso sólo sucede en películas románticas del sábado por la tarde en la tele.
En cierta ocasión le pedí que nos acercáramos a Cantabria, a la zona de las Merindades ya que por allí existían diferentes templos del románico, capillas con auténtico valor histórico y de paso visitaríamos Santander, en aquella época el buen tiempo acompañaba y la playa del Sardinero con el cercano edificio de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo era un lugar para relajarse. Al principio le pareció buena idea, pero cuando empezamos a planificar la ruta, su rostro empezó a ensombrecer. Ponía excusas, sugería otras poblaciones, hasta que finalmente decidimos tirar un dardo a ciegas para decidir, surgiendo del azar mi viaje programado.
Hasta llegar a Burgos el trayecto se hizo corto, pero en cuanto enfilamos la carretera nacional en dirección a Santander, el ambiente dentro del coche cambió, sólo hablaba yo y parecía no escucharme al no responder a mis bromas o comentarios sobre los impresionantes parajes que atravesábamos. Empecé a mosquearme y finalmente en un tramo más amplio de carretera, le sugerí parar el coche para hablar. Le animé a contarme que le estaba sucediendo, cuál era el problema, si es que ya no estaba a gusto conmigo o es que se encontraba mal de salud. Muy despacio, se giró y posó en mí unos ojos empañados, estaba mostrándome un sufrimiento el cual no entendía. Al cabo de un rato, algo más sosegado, me contó la historia de su familia.
Los Cavalli son una saga de militares, su bisabuelo, su abuelo, su padre, hermanos, tíos y primos formaron o forman parte de alguna rama del ejército, él es el único que eligió ser civil, en contra de todos, y precisamente el itinerario que había escogido hasta llegar a Santander, tenía un gran halo de tristeza para él. Su bisabuelo había participado en la Guerra Civil española. Sorprendentemente, en lo más alto del puerto del Escudo, que teníamos que bajar, en mitad de un prado y colgada sobre el embalse de Corconte, se levanta la “Pirámide de los italianos”, durante algunos años fue un cementerio que albergaba en su interior los cuerpos de 360 soldados italianos del Corpo Troppe Volontaire que cayeron entre el 15 y el 17 de agosto de 1937 mientras participaban en la toma de Santander, iban dirigidos por 12 oficiales, y uno de ellos era su bisabuelo Bruno Cavalli. Pero al parecer la pirámide del Puerto del Escudo ha estado rodeada de tintes trágicos, en aquel lugar se libró una de las batallas más sangrientas de la Guerra, pero además en 1971 tuvo lugar un fatal accidente, un autobús repleto de ex militares italianos que habían luchado allí y algunos familiares de los fallecidos, pretendían visitar el panteón, pero a escasos metros del monumento el autobús se despeñó por un barranco, matando a 12 excombatientes e hiriendo de gravedad a otros, entre ellos su abuelo que iba a visitar la tumba de su padre, y aunque no falleció, quedó inválido el resto de sus días. Por eso poco tiempo después el gobierno decidió trasladar los restos a otro cementerio en Zaragoza.
Cientos de veces oyó de niño contar en casa lo dura de la batalla y como la valentía de todos los soldados ayudó a ganar la guerra. Su abuelo estaba obsesionado con aquel episodio y sin embargo Pío nunca tuvo la capacidad de ver algo honorable en ganar una guerra, más bien es algo que nunca debería ocurrir, sea donde sea y por el motivo que sea. Porque el ser humano difícilmente escarmienta en cabeza ajena y los errores vuelven a repetirse era tras era.
Una vez más calmado y sabiendo cual era su problema, seguimos camino, y ciertamente en aquellos bonitos parajes entre Burgos y Santander, había cantidad de vestigios de la guerra civil, tras pasar la indicación del pueblo de Campino, antes del puerto de Carrales, en un páramo de Bricia, había un monumento al General Sagardía, como si hubieran querido representar un águila. Más adelante y al comenzar a bajar el puerto, vimos la pirámide de los italianos. En un pequeño mirador estacionamos el coche y caminamos hacia ella. Al acercarnos sentíamos una radiación de infinita tristeza, y en el exterior de sus paredes, porque no fuimos capaces de entrar, apreciamos el dibujo de un sable cerca de una bandera. Su estado era ruinoso y los trazos pintarrajeados en aquel cemento no conseguían quitar ni un ápice del horror que tuvieron que vivir los dos bandos. Apenas unos minutos duró nuestra visita, montamos en el vehículo y con muchísimo cuidado bajamos el puerto del Escudo camino de un soleado Santander, donde la playa, el Casino y las focas del acuario nos permitieron aligerar la tristeza y pesadumbre que nos había enganchado en las montañas.
En el regreso, nos tocó subir el puerto detrás de un camión, el cual intentamos adelantar varias veces, y con la preocupación de la carretera, apenas nos dio tiempo a echar una última mirada a la solitaria y sombría pirámide, recuerdo de una historia ya pasada que algunos se empecinan en actualizar, a su manera, constantemente.








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