Hace tiempo que las navidades
dejaron de tener un significado especial para mi. Hace tiempo que
dejé de creer en los Reyes Magos, en Papá Noel y en las buenas
intenciones efímeras de la gente, que se esfuman como el humo cuando
los días de jolgorio y fiesta van quedando atrás. Sin embargo hoy
siento que algo ha cambiado en mi interior, y mientras contemplo el
fuego del hogar y escucho el crepitante sonido del fuego al quemar
los pequeños trozos de madera, pienso que nunca debí permitir que
eso ocurriera, aunque nunca sea tarde para recuperar el tiempo
perdido.
De repente una corriente de
aire parece bajar por la chimenea, amenazando con apagar el fuego sin
conseguirlo.
-Es el suspiro del ángel –
dice mi madre, sentada a mi lado en el mullido y viejo sofá marrón.
Yo la miro con cariño, le
acaricio el pelo y me parece mentira que hayan pasado tantos años y
que vaya a recuperarla ahora, cuando está perdiendo la cabeza.
-¿El suspiro del ángel? ¿de
qué hablas mamá? - le pregunto sin esperanza de que me de una
respuesta coherente. Sin embargo mamá me responde con lucidez, como
si el demonio de la demencia no hubiera aparecido aún.
-Cuando el fuego
amenazaba con apagarse, tu abuelo siempre decía que era un ángel
suspirando y que la fuerza de su respiración era el aire que peleaba
con el fuego. Y el ángel suspiraba aliviado porque los problemas
estaban a punto de desaparecer o ya lo habían hecho. Es curioso,
parece una tontería, pero casi siempre tenía razón. Hacía tiempo
que el ángel no suspiraba, Natalia, y lo ha hecho hoy, porque tú
estás de nuevo con nosotros.
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La historia se desató el
día de Navidad del año 84. Hacía apenas unos meses que había
cumplido 18 años y pensada que mi recién estrenada mayoría de edad
era la puerta abierta para tomarme ciertas atribuciones, entre ellas
la de hacer lo que me diera la gana sin escuchar lo que los demás
pudieran aconsejarme, particularmente mis padres, que hacía ya
tiempo no entendían mi modo de vida. Este modo de vida no era más
que echar a perder todos los logros conseguidos hasta el momento. Yo
había sido una buena chica, me gustaba estudiar y jamás había dado
guerra a mis padres, a los que siempre había adorado. Era la pequeña
de seis hermanos. Había llegado cuando ya nadie me esperaba y además
era una niña. Huelga decir que me trataron casi como a una nieta más
que como a una hija, pero a pesar de ello, nunca fui ni caprichosa ni
rebelde, más bien al contrario.
Todo cambió cuando conocí a
Mané, un muchacho algo mayor que yo que me encandiló con su labia y
su aparente seguridad. Mané tenía veinticinco años y estaba de
vuelta de todo. Las drogas, el alcohol y el sexo formaban parte de su
vida y se enorgullecía de ello. Aquello, a las estúpidas chicas que
andábamos en su pos, nos parecía todo un símbolo de madurez. Lo
veíamos como una especie de dios y muchas de nosotras nos enamoramos
de él como idiotas. Yo tuve la “suerte” de ser su elegida, y la
locura de su vida me fue envolviendo poco a poco.
Mané me decía que tenía que
dejar de ser tan burguesa, que eso de estudiar tanto y ser tan buena
chica no valía para mucho.
-El mundo es de los malos,
nena, fíjate en mi; me fui de casa con quince años, jamás estudié
y nunca me faltó dinero. Vivo como quiero y me tiene sin cuidado lo
que los demás piensen o dejen de pensar. Soy feliz.
Y yo también quise ser feliz,
a su manera, porque me parecía la mejor manera de ser feliz. Desde
que comenzamos a salir juntos empecé a descuidar aspectos
importantes de mi vida que jamás había dejado de lado. Mi recién
comenzada carrera de enfermería perdía interés para mi a pasos
agigantados, era mucho mejor la juerga diaria a estar todos los días
como una posesa encima de los libros. Descuidé mi pulcro aspecto y
comencé a vestir de forma descuidada y desaseada, como le gustaba a
Mané. Evidentemente mi familia notó mi cambio, no podía ser de
otra manera, y cuando averiguaron la causa de mi dejadez, intentaron
por activa y por pasiva alejarme de mi conquista; pero cuanto más
insistían, más terca me ponía yo. Cerré los oídos a las palabras
de mis padres y mis hermanos y continué con mi locura.
Un día Mané me dijo que
quería que me fuera a vivir con él. Al principio me pareció una
chifladura, pero el logró convencerme con sus sutiles y peregrinos
argumentos. Así fue que tomé la decisión más equivocada de mi
vida: abandonar mis estudios y mi familia y unirme a aquel
descerebrado en su caminar por el mundo.
No encontraba, sin embargo, el
momento de anunciarlo en casa. Sabía el revuelo que se iba a armar,
el disgusto que les iba a dar a mis padres y los sermones que tendría
que aguantar de mis hermanos mayores, y todo eso frenaba mi decisión.
Pero me lo pusieron en bandeja nada menos que el día de Navidad.
Reunidos todos en torno a la mesa, no sé cómo ni por qué salió a
colación mi noviazgo con aquel muchacho descarriado y en medio de
una fuerte discusión les dije que me iba con él y que si tanto lo
odiaban no debían preocuparse, no lo verían jamás, y a mi tampoco.
Así, aquella misma tarde, me fui de casa.
Al principio intentaron
convencerme de mi error, pero como yo seguía en mis trece no les
quedó más remedio que desistir y dejarme en paz.
Durante unos años fui
“feliz”. Estaba tan enamorada que no veía ni los defectos de mi
novio, que eran muchos, ni las dificultades que pasábamos para
sobrevivir. Como él no tenía trabajo ni ganas de encontrarlo, fui
yo la que me tuve que buscar la manera de aportar dinero a casa,
fregando portales, no encontré otra cosa, pero lo hacía con gusto
porque el amor me había vuelto estúpida.
No volví a saber de mi
familia, no me interesaba lo más mínimo. Fueron las primera
navidades pasadas lejos de casa, cuando recibí una carta de mi madre
en la que me pedía que volviera, que estaban dispuestos a olvidarlo
todo y a comenzar de nuevo, incluso a aceptar a mi chico. Me pedía
perdón por haber sido tan dura conmigo, tanto ella como mi padre, y
terminaba diciéndome que nada le gustaría más que mi vuelta a casa
en aquellas fechas tan entrañables. Nada más terminar de leerla la
rompí en mil pedazos y la tiré a la basura, sin el menor
remordimiento.
Como tenía que ocurrir,
pasados los primeros tiempos el enamoramiento se fue enfriando y fue
dando paso a la cruda realidad. Poco a poco Mané se fue destapando
ante mis ojos como el hombre que realmente era, un impresentable, un
vago, un mentiroso....Mi segundo error (el primero había sido irme a
vivir con él y abandonar mi vida de antes) fue querer cambiarle. La
primera vez que ose protestar porque cargaba sobre mi todo el trabajo
de la casa, y el de fuera también, me respondió con una bofetada.
Afortunadamente aquel golpe terminó de abrirme los ojos y me largué
de su lado. Me di cuenta de que había sido una estúpida y a pesar
de reconocer que mi familia había tenido razón, mi orgullo pudo más
que mis ganas de volver a su lado y continué ignorándolos.
Intenté resurgir de mis
cenizas. Trabajé duramente y conseguí sacarme la carrera que un día
había abandonado. Hice muchos amigos que me ayudaron a sobrevivir en
mi soledad. Conseguí un buen trabajo de enfermera en un hospital y
vivía bien económicamente hablando. De mis padres y hermanos sólo
me quedaban..... las cartas que Navidad tras Navidad, mi madre me
enviaba puntual, para recordarme que ellos seguían allí,
esperándome. Al principio las tiraba a las basura sin ni siquiera
abrirlas, pero la primera navidad que pasé sola no pude resistir la
tentación. Siempre terminaban de la misma manera: “Vuelve,
esperamos ansiosos tu regreso”. “Si claro, como el turrón”,
pensé yo. Y puede que como el preciado dulce hubiera tenido que
regresar a la calidez de los brazos de quien realmente me quería. No
lo hice por orgullo, por mi estúpido orgullo.
Los años pasaron mucho más
rápido de lo que debieran y una Navidad la esperada carta de mi
madre no llegó. Aquellas letras que recibía todas las Navidades
eran mi único vínculo con mi pasado, con un pasado que, a pesar de
todo lo ocurrido, no podía ni quería olvidar. De repente me di
cuenta de lo mucho que los necesitaba, de todo lo que los había
echado de menos cuando en la mesa, por Nochebuena, no había más que
un cubierto, y fue entonces, en el instante en que mi madre se cansó
de pedírmelo, cuando yo quise volver.
Pulsé el timbre con mano
temblorosa. Habían pasado más de veinte años. Puede que no los
reconociera o que ellos no me reconocieran a mi, incluso era posible
que alguno de ellos hubiese muerto. Además en mi cerebro daban
vueltas las palabras mientras intentaban encontrar las precisas para
expresarles lo que sentía, cosa harto difícil, pues ni yo misma lo
sabía.
Mi padre abrió la puerta. A
pesar de los años y de que ya era una anciano, se conservaba bien;
algunas arrugas más en su rostro y el pelo cano eran los únicos
vestigios del paso del tiempo. Nos miramos y durante unos segundos
ninguno de los dos dijo nada. Luego yo pronuncié la única palabra
que logró salir de mis labios: “Perdón”
Me acogieron con los brazos
abiertos y aquellas Navidades fueron una fiesta en mi honor que yo no
me merecía. El único velo que enturbiaba mi regreso era la demencia
de mi madre. Por eso, aquel año, no había recordado escribirme su
carta. Me maldije a mi misma una y otra vez por haber sido tan
idiota, por haberme permitido el lujo de echar al traste todos
aquellos años que hubiera podido disfrutar a su lado, pero el ser
humano, en ocasiones, es tan arrogante que tira por la borda las
cosas sencillas pensando que jamás las echará de menos y sólo
cuando le faltan se da cuenta de su error. Aún así, me juré a mi
misma disfrutar cada minuto, cada segundo de la vida que nos quedara
como si fuera el último, sólo así sería capaz de recuperar un
poco el tiempo perdido.
Esta noche, al regresar a mi
casa después de pasar la Nochebuena con mi familia, encendí la
chimenea, me preparé una infusión y me senté al lado de la lumbre.
Necesitaba estar sola y pensar. De pronto una corriente de aire apagó
el fuego que pugnaba por sobrevivir y recordé las palabras de mi
madre: el suspiro del ángel. Sonreí. Puede que tuviera razón.
Aquel ángel había suspirado profundamente aliviado. Yo le había
dado demasiado trabajo.
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