El suspiro del ángel - Gloria Losada


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Hace tiempo que las navidades dejaron de tener un significado especial para mi. Hace tiempo que dejé de creer en los Reyes Magos, en Papá Noel y en las buenas intenciones efímeras de la gente, que se esfuman como el humo cuando los días de jolgorio y fiesta van quedando atrás. Sin embargo hoy siento que algo ha cambiado en mi interior, y mientras contemplo el fuego del hogar y escucho el crepitante sonido del fuego al quemar los pequeños trozos de madera, pienso que nunca debí permitir que eso ocurriera, aunque nunca sea tarde para recuperar el tiempo perdido.
De repente una corriente de aire parece bajar por la chimenea, amenazando con apagar el fuego sin conseguirlo.
-Es el suspiro del ángel – dice mi madre, sentada a mi lado en el mullido y viejo sofá marrón.
Yo la miro con cariño, le acaricio el pelo y me parece mentira que hayan pasado tantos años y que vaya a recuperarla ahora, cuando está perdiendo la cabeza.
-¿El suspiro del ángel? ¿de qué hablas mamá? - le pregunto sin esperanza de que me de una respuesta coherente. Sin embargo mamá me responde con lucidez, como si el demonio de la demencia no hubiera aparecido aún.
-Cuando el fuego amenazaba con apagarse, tu abuelo siempre decía que era un ángel suspirando y que la fuerza de su respiración era el aire que peleaba con el fuego. Y el ángel suspiraba aliviado porque los problemas estaban a punto de desaparecer o ya lo habían hecho. Es curioso, parece una tontería, pero casi siempre tenía razón. Hacía tiempo que el ángel no suspiraba, Natalia, y lo ha hecho hoy, porque tú estás de nuevo con nosotros.
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La historia se desató el día de Navidad del año 84. Hacía apenas unos meses que había cumplido 18 años y pensada que mi recién estrenada mayoría de edad era la puerta abierta para tomarme ciertas atribuciones, entre ellas la de hacer lo que me diera la gana sin escuchar lo que los demás pudieran aconsejarme, particularmente mis padres, que hacía ya tiempo no entendían mi modo de vida. Este modo de vida no era más que echar a perder todos los logros conseguidos hasta el momento. Yo había sido una buena chica, me gustaba estudiar y jamás había dado guerra a mis padres, a los que siempre había adorado. Era la pequeña de seis hermanos. Había llegado cuando ya nadie me esperaba y además era una niña. Huelga decir que me trataron casi como a una nieta más que como a una hija, pero a pesar de ello, nunca fui ni caprichosa ni rebelde, más bien al contrario.
Todo cambió cuando conocí a Mané, un muchacho algo mayor que yo que me encandiló con su labia y su aparente seguridad. Mané tenía veinticinco años y estaba de vuelta de todo. Las drogas, el alcohol y el sexo formaban parte de su vida y se enorgullecía de ello. Aquello, a las estúpidas chicas que andábamos en su pos, nos parecía todo un símbolo de madurez. Lo veíamos como una especie de dios y muchas de nosotras nos enamoramos de él como idiotas. Yo tuve la “suerte” de ser su elegida, y la locura de su vida me fue envolviendo poco a poco.
Mané me decía que tenía que dejar de ser tan burguesa, que eso de estudiar tanto y ser tan buena chica no valía para mucho.
-El mundo es de los malos, nena, fíjate en mi; me fui de casa con quince años, jamás estudié y nunca me faltó dinero. Vivo como quiero y me tiene sin cuidado lo que los demás piensen o dejen de pensar. Soy feliz.
Y yo también quise ser feliz, a su manera, porque me parecía la mejor manera de ser feliz. Desde que comenzamos a salir juntos empecé a descuidar aspectos importantes de mi vida que jamás había dejado de lado. Mi recién comenzada carrera de enfermería perdía interés para mi a pasos agigantados, era mucho mejor la juerga diaria a estar todos los días como una posesa encima de los libros. Descuidé mi pulcro aspecto y comencé a vestir de forma descuidada y desaseada, como le gustaba a Mané. Evidentemente mi familia notó mi cambio, no podía ser de otra manera, y cuando averiguaron la causa de mi dejadez, intentaron por activa y por pasiva alejarme de mi conquista; pero cuanto más insistían, más terca me ponía yo. Cerré los oídos a las palabras de mis padres y mis hermanos y continué con mi locura.
Un día Mané me dijo que quería que me fuera a vivir con él. Al principio me pareció una chifladura, pero el logró convencerme con sus sutiles y peregrinos argumentos. Así fue que tomé la decisión más equivocada de mi vida: abandonar mis estudios y mi familia y unirme a aquel descerebrado en su caminar por el mundo.
No encontraba, sin embargo, el momento de anunciarlo en casa. Sabía el revuelo que se iba a armar, el disgusto que les iba a dar a mis padres y los sermones que tendría que aguantar de mis hermanos mayores, y todo eso frenaba mi decisión. Pero me lo pusieron en bandeja nada menos que el día de Navidad. Reunidos todos en torno a la mesa, no sé cómo ni por qué salió a colación mi noviazgo con aquel muchacho descarriado y en medio de una fuerte discusión les dije que me iba con él y que si tanto lo odiaban no debían preocuparse, no lo verían jamás, y a mi tampoco. Así, aquella misma tarde, me fui de casa.
Al principio intentaron convencerme de mi error, pero como yo seguía en mis trece no les quedó más remedio que desistir y dejarme en paz.
Durante unos años fui “feliz”. Estaba tan enamorada que no veía ni los defectos de mi novio, que eran muchos, ni las dificultades que pasábamos para sobrevivir. Como él no tenía trabajo ni ganas de encontrarlo, fui yo la que me tuve que buscar la manera de aportar dinero a casa, fregando portales, no encontré otra cosa, pero lo hacía con gusto porque el amor me había vuelto estúpida.
No volví a saber de mi familia, no me interesaba lo más mínimo. Fueron las primera navidades pasadas lejos de casa, cuando recibí una carta de mi madre en la que me pedía que volviera, que estaban dispuestos a olvidarlo todo y a comenzar de nuevo, incluso a aceptar a mi chico. Me pedía perdón por haber sido tan dura conmigo, tanto ella como mi padre, y terminaba diciéndome que nada le gustaría más que mi vuelta a casa en aquellas fechas tan entrañables. Nada más terminar de leerla la rompí en mil pedazos y la tiré a la basura, sin el menor remordimiento.
Como tenía que ocurrir, pasados los primeros tiempos el enamoramiento se fue enfriando y fue dando paso a la cruda realidad. Poco a poco Mané se fue destapando ante mis ojos como el hombre que realmente era, un impresentable, un vago, un mentiroso....Mi segundo error (el primero había sido irme a vivir con él y abandonar mi vida de antes) fue querer cambiarle. La primera vez que ose protestar porque cargaba sobre mi todo el trabajo de la casa, y el de fuera también, me respondió con una bofetada. Afortunadamente aquel golpe terminó de abrirme los ojos y me largué de su lado. Me di cuenta de que había sido una estúpida y a pesar de reconocer que mi familia había tenido razón, mi orgullo pudo más que mis ganas de volver a su lado y continué ignorándolos.
Intenté resurgir de mis cenizas. Trabajé duramente y conseguí sacarme la carrera que un día había abandonado. Hice muchos amigos que me ayudaron a sobrevivir en mi soledad. Conseguí un buen trabajo de enfermera en un hospital y vivía bien económicamente hablando. De mis padres y hermanos sólo me quedaban..... las cartas que Navidad tras Navidad, mi madre me enviaba puntual, para recordarme que ellos seguían allí, esperándome. Al principio las tiraba a las basura sin ni siquiera abrirlas, pero la primera navidad que pasé sola no pude resistir la tentación. Siempre terminaban de la misma manera: “Vuelve, esperamos ansiosos tu regreso”. “Si claro, como el turrón”, pensé yo. Y puede que como el preciado dulce hubiera tenido que regresar a la calidez de los brazos de quien realmente me quería. No lo hice por orgullo, por mi estúpido orgullo.
Los años pasaron mucho más rápido de lo que debieran y una Navidad la esperada carta de mi madre no llegó. Aquellas letras que recibía todas las Navidades eran mi único vínculo con mi pasado, con un pasado que, a pesar de todo lo ocurrido, no podía ni quería olvidar. De repente me di cuenta de lo mucho que los necesitaba, de todo lo que los había echado de menos cuando en la mesa, por Nochebuena, no había más que un cubierto, y fue entonces, en el instante en que mi madre se cansó de pedírmelo, cuando yo quise volver.
Pulsé el timbre con mano temblorosa. Habían pasado más de veinte años. Puede que no los reconociera o que ellos no me reconocieran a mi, incluso era posible que alguno de ellos hubiese muerto. Además en mi cerebro daban vueltas las palabras mientras intentaban encontrar las precisas para expresarles lo que sentía, cosa harto difícil, pues ni yo misma lo sabía.
Mi padre abrió la puerta. A pesar de los años y de que ya era una anciano, se conservaba bien; algunas arrugas más en su rostro y el pelo cano eran los únicos vestigios del paso del tiempo. Nos miramos y durante unos segundos ninguno de los dos dijo nada. Luego yo pronuncié la única palabra que logró salir de mis labios: “Perdón”
Me acogieron con los brazos abiertos y aquellas Navidades fueron una fiesta en mi honor que yo no me merecía. El único velo que enturbiaba mi regreso era la demencia de mi madre. Por eso, aquel año, no había recordado escribirme su carta. Me maldije a mi misma una y otra vez por haber sido tan idiota, por haberme permitido el lujo de echar al traste todos aquellos años que hubiera podido disfrutar a su lado, pero el ser humano, en ocasiones, es tan arrogante que tira por la borda las cosas sencillas pensando que jamás las echará de menos y sólo cuando le faltan se da cuenta de su error. Aún así, me juré a mi misma disfrutar cada minuto, cada segundo de la vida que nos quedara como si fuera el último, sólo así sería capaz de recuperar un poco el tiempo perdido.
Esta noche, al regresar a mi casa después de pasar la Nochebuena con mi familia, encendí la chimenea, me preparé una infusión y me senté al lado de la lumbre. Necesitaba estar sola y pensar. De pronto una corriente de aire apagó el fuego que pugnaba por sobrevivir y recordé las palabras de mi madre: el suspiro del ángel. Sonreí. Puede que tuviera razón. Aquel ángel había suspirado profundamente aliviado. Yo le había dado demasiado trabajo.






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