El sombrero de Dylan - Esperanza Tirado


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Era Carnaval, un febrero de esos fríos, en los que se te queda la mano pegada a tu vaso de bebida con demasiados hielos dentro. Yo quería disfrazarme de Bob Dylan, pero finalmente acabé vestido de no sé bien qué: mafioso, chulo elegante o guaperas sesentero de película. Lo que sí recuerdo era que el traje me quedaba demasiado grande. Pero el sobrero me daba una extraña seguridad en mí mismo que jamás había tenido. O quizás fueron los cubatas y el ambiente festivo. La respuesta estaría en aquel vientecillo frío que soplaba según abrías la puerta del bar.
Y allí apareciste tú. Entre payasos, marcianos, caperucitas rojas, osos amorosos, obreros de la vieja ENSIDESA con sus eternos monos azules y sus cascos blancos. Vestida, poco vestida diría, disfrazada de hombre artista o bailarín. O algo de eso intuí por las mallas blancas y el bigotillo fino pintado con negro rimmel.
¿No sabes quién es Freddie Mercury?- sonrió burlona moviendo su bigotillo. -¿De qué vas tú, de payaso venido a menos?
Y me cogió el sombrero y se lo puso y se lo quitó varias veces mientras yo sostenía mi cubata aguado y la miraba atontado, como si en el bar no hubiera nadie más.
Me devolvió el sobrero y, por fin, reaccioné.
Este es el sombrero de Bob Dylan. Voy disfrazado de él. ¿No sabes quién es Bob Dylan? – la intenté imitar haciendo la misma burla.
Pero no funcionó. Ella adoptó una pose peculiar, como las del cantante que ella representaba, sujetando un micro imaginario.
Los tiempos están cambiando, chaval. No me mires así, que el Carnaval está para eso. Para ser feliz, para ser quien nunca fuiste y siempre quisiste al menos por unas horas. ¿Siempre quisiste ser Bob Dylan? Es un poco triste todo lo que canta, ¿no?
No sé si fue su energía o su disfraz, o a quien intentaba homenajear, pero me sentí arrollado por una personalidad tan brutal que casi me escondí debajo de mi sombrero sin saber que responderle. Hacíamos una pareja cuando menos peculiar. Yo con mi cubata y mi sombrero y ella con su bigotillo pintado y su micro invisible.
Una ráfaga de aire me dio en la cara al abrirse la puerta del bar y entrar más gente disfrazada. Y con el fresco de la noche recuperé mi compostura.
Está bien, Señorita Solitaria. Te crees una Princesa en su torre porque vas vestida de tipo duro. Y que todos caeremos a tus pies esta noche. Eres un huracán, un ángel precioso, una gran chica. Pero, cuidado, nena, vas a caer en cualquier momento…
No pude continuar. Ella me volvió a quitar el sombrero, se lo puso, carcajeándose de mi absurda palabrería y me besó. Dejándome la nariz y la boca manchada con el rimmel de su bigotillo.
Sí, ya ves, soy una piedra rodante. ¿Qué quieres? La vida es así. Y ahora soy la Reina asesina. Y te elijo a ti, el amor de mi vida, o al menos el de esta noche. ¿Quieres quedarte conmigo para siempre?
Le respondí con un amago de beso que ella rechazó.
Sácame de aquí y cántame algo de Dylan. Convénceme de que esto no es un simple giro del destino. Que, de verdad, yo soy tu reina, más allá de este Carnaval y de estas luces que pronto se apagarán.
Pero por más que lo intenté, en ese Carnaval y en las veces que estuvimos juntos escuchando música, viviendo la vida como se vive cuando tienes dieciocho o diecinueve años, a ti realmente nunca te gustó Bob Dylan. Ya me dijiste que te parecía ridículo con ese pelo crespo asomando por debajo de su sombrero.
A pesar de todo, aún lo conservo, por esa nostalgia tonta que tanto se lleva ahora. Quizás con la vana ilusión de componerte una canción con su estilo.
Y que a lo mejor algún día nos juntáramos y nos disfrazáramos como entonces. Yo de Freddie, tú de Dylan. La extraña pareja. Y que de verdad consiguiéramos el dúo que entonces no llegamos a ser.







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