El tatarabuelo - Cristina Muñiz Martín


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Sujetaba el sable con la elegancia propia de quien está acostumbrado a ello. Al fondo, una cortina adamascada en tonos verdes. Marcos, satisfecho, miró por última vez la fotografía, la colocó en una caja y la envolvió en un papel dorado y brillante. Después, utilizó la impresora para sacar los billetes del viaje y los introdujo en un bonito sobre de regalo que había comprado en la papelería. Nuria lo esperaba en el salón. Estaba ocupada colocando en perfecto orden los platos, los vasos, las copas, los cubiertos, las servilletas... Sus padres y la madre de Marcos estaban al caer y quería que todo estuviera perfecto. Era el día de reyes y esperaba ansiosa por “ese algo especial que desarmará a tu padre para siempre”. Y ese algo especial no podía ser otra cosa que el anillo de pedida. Su padre no podía estar dos minutos seguidos con Marcos sin preguntarle cuándo pensaba casarse con su hija, cuándo pensaba cambiar a un trabajo mejor y cuándo dejaría de hacer deporte de riesgo. A Marcos le encantaba su trabajo, al igual que los deportes de riesgo que siempre decía que dejaría de practicar si le cortaban las dos piernas. Así que estaba claro.
Marcos colocó sus dos regalos sobre la mesa baja del salón. Nuria ya había puesto los suyos y los que habían comprado para los padres. Marcos se acercó a la ventana y vio aparcar el coche. Venían los tres juntos, se habían hecho buenos amigos. Qué ganas tenía de que terminara el día y se marcharan.
La mesa baja del salón se llenó con más paquetes de regalos, esperando a que una mano ávida de sorpresas los abriera. Pero antes iba la comida. Los regalos se los darían mientras brindaban con el champán que había comprado Nuria para la ocasión. Se sentaron a la mesa y degustaron unos apetitosos aperitivos salados traídos por los padres. Después, el besugo a la sal y el cabrito guisado que tan bien le salían a Nuria. Ella iba y venía a la cocina sin dejar que nadie la ayudara. Estaba tan nerviosa, esperando el ansiado momento, que prefería estar moviéndose de un lado a otro para que nadie lo notara. Apenas pudo probar bocado, mientras que los demás daban buena cuenta de la sabrosa comida mientras hablaban del tema de actualidad con el accidente que había desatado la radiación en una amplia zona de Japón y cómo no, el padre de Nuria preguntó a Mario una vez más para cuándo era la boda, cuándo iba a dejar ese trabajo tan inadecuado para su categoría social y cuándo pensaba dejar los deportes de riesgo. En el roscón de reyes, le salió el premio a Nuria y eso le pareció un buen augurio. Fue por última vez a la cocina y apareció con el champán. Su padre abrió la botella y sirvió las copas. Brindaron y se desearon felicidad.
–Bueno, ha llegado la hora de los regalos –dijo Nuria sin poder disimular su excitación.
–Nena, qué te pasa –dijo su madre--, pareces una niña pequeña que no sabe aún quién son los reyes.
–Toma –Nuria le acercó su regalo para que no siguiera hablando.
Los obsequios se fueron abriendo poco a poco. Nuria insistió en ser la última. Los padres los recibieron con agradecimiento y aparente satisfacción. Al parecer habían acertado en sus gustos.
–Estos son para ti –dijo Nuria, acercándole a Marcos un par de paquetes.
Él los abrió. Uno era un juego de dados. El otro, un juego de dardos.
–Para entretenerte cuando estés solo y aburrido –dijo ella. ¿No te han gustado? –preguntó notando su indiferencia.
–Sí, sí, claro –mintió. Ahora te toca a ti.
En primer lugar Marcos le dio el sobre. Nuria lo abrió y cuando vio que era un viaje, empezó a dar pequeños saltos y gritos, llena de emoción, sabiendo ya que después llegaría el anillo.
–Ya veo que te gustó –dijo Marcos. A ver qué te parece éste –prosiguió mirando a su suegro de reojo.
Nuria rasgó el papel con impaciencia, abrió la caja y cuando vio la fotografía sintió que su mundo se derrumbaba. Atónita, dirigió la mirada a su novio sin entender nada.
–¿Sorprendida verdad? –preguntó Marcos con una sonrisa de satisfacción.
–Sí –fue la respuesta que salió de cuatro bocas.
–Mira por atrás.
Nuria dio la vuelta a la fotografía y vio que había un nombre y una fecha. Al parecer el hombre del sable era un alto cargo del gobierno con apellidos ostentosos y uno de ellos coincidía con el de Marcos. Lo volvió a mirar buscando una explicación. Sus padres hicieron lo mismo, mientras la madre de Marcos permanecía muda.
–Es mi tatarabuelo –dijo Marcos orgulloso.
–¿Tu tatarabuelo? –preguntó su suegro incrédulo.
–Sí, eso he dicho –respondió Marcos con un deje de soberbia. ¿Verdad mamá? –preguntó dirigiéndose a su progenitora.
–Sí, sí, es mi bisabuelo, y esa es una vieja foto de familia –respondió ella aparentando aplomo. Bueno, y ahora ha llegado la hora de marcharnos ¿no?--dijo dirigiéndose a sus consuegros. Nos esperan en el bingo.
–Sí, es la hora –dijo el padre de Nuria. Pero, Pili, cómo no nos habías hablado nunca de ese ascendiente. No es algo como para tenerlo tan callado.
–Bah, tampoco tiene tanta importancia –dijo ella viendo que a su consuegro le interesaba el tema, siempre tan pendiente de las apariencias y de presentar a las personas por su titulación o sus cargos, antes que por su nombre. Lo que nunca llegaría a saber, ni su hijo tampoco, es que el hombre del sable no tenía nada que ver con ellos. Solo fue una pequeña broma que su marido y ella le habían gastado a su hijo siendo adolescente: decirle que el hombre de la fotografía que habían encontrado en el rastro era un ilustre ascendiente. Al fin y al cabo, con esa mentirijilla no hacían daño a nadie y a ver quién se atrevía a demostrar lo contrario. Desde ese día seguro que Manuel dejaba de martirizar a su hijo con la fecha de la boda, y sobre todo con lo del trabajo. Lo que más le extrañaba era que a Nuria la había visto rara, como si se hubiera disgustado por saber que su novio tenía un ascendiente de postín y eso que ella era un poco como su padre. En fin, cosa de jóvenes, a saber qué tendría en la cabeza




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