Se
levantó a oscuras para no despertar a nadie. A través de la gran
cristalera del salón observó las luces nocturnas de la ciudad, su
ciudad, aunque se sentía intrusa en ella. Había dejado atrás la
miseria de una choza compartida con sus siete hermanos, su madre
drogadicta y su abuela dictadora, la que decía siempre a cada uno lo
que había que hacer. Habían transcurrido quince años, pero en el
fondo echaba de menos la suciedad, el hambre, los golpes y el frío
pasado, en su añoranza echaba de menos a su verdadera familia.
Sin
escolarizar, sin registrar, sólo era una mendiga más en una gran
ciudad, donde todos los días con el amanecer debía dirigirse a su
esquina y pedir limosna. Unas monjas habían improvisado una escuela
en un barracón cercano y los más pequeños acudían para aprender
las letras y los números más básicos. Así fue como la enseñaron
a escribir su nombre, a contar con los dedos y a que más allá del
poblado de chabolas existía un mundo mejor, donde se comía tres o
más veces al día, no una como hacían ellos y a base de agua con
patatas y algo más que daba sustancia a aquella sopa de la abuela.
En cuanto su hermano mayor la vio lo suficientemente espabilada, la
sacó de la improvisada escuela, la llevó a una esquina cercana a
una iglesia y allí la dejó.
-
¿Te has fijado bien en el camino? Le dijo a ella.
-
Sí, le respondió.
-
Pues no vuelvas a casa hasta que anochezca, esta limosnera es para que guardes en ella las monedas que te de la gente, tú sólo extiende la mano y pon cara de hambre.
-
¡Pero si es lo que tengo! Gritó ella extrañada.
-
Hasta que no llenes la bolsita no te muevas y en casa me la das a mí, no a mamá, ya sabes que se lo gasta en porquerías.
Y
así fueron sus comienzos de pedigüeña. Si regresaba con poco
dinero la pegaban, si lo hacía con mucho se lo quitaban, daba igual
si se encontraba enferma o no, debía ir todos los días a su esquina
y pasar allí el día. Sus tripas se retorcían y sus piernas
flaqueaban siempre, pero debía cumplir con su tarea. Se sentía
sola, miraba a la gente pasar con bonita ropa y buen calzado,
fijándose en sus zapatos de tela con agujeros por donde sus dedos
querían escapar, su sucio y estropeado vestido que antaño fue
crecedero ya le quedaba corto y estrecho. Esa era su vida en aquel
entonces, con tantas horas allí parada desde la mañana hasta el
atardecer, disponía de mucho tiempo para reflexionar y darse cuenta
que sus hermanos mayores no vestían como ella, no estaban tan flacos
como ella y que la abuela, aún con su inmenso cariño hacia sus
nietos pequeños, no comía de aquel puchero, nunca lo hacía y
siempre estaba un poco gordita. Decidió que a pesar de los palos
que llevase, se guardaría un par de monedas cada día, ocultas bajo
las piedras de un solar camino de casa.
Su
apariencia frágil, escuálida y decaída inició un ligero cambio,
una firme convicción interna le decía que debía ser ella quien
tomara las riendas de su vida, no estaba bien el comportamiento de
los mayores con ellos, era explotación, aunque desconocía como
afrontarla sin ser molida a palos. En una ocasión una mujer le dio
una manzana, al comerla le pareció algo tan fantástico que en ese
instante inició su andadura como ladrona, robaba en los puestos de
la plaza, manzanas, peras, plátanos, todo tipo de fruta que se le
antojaba. Su físico inició un cambio, e hizo que su hermano mayor
sospechara y la siguiera. La pilló in fraganti cogiendo al descuido
un melocotón en un puesto callejero. Dos semanas estuvo encerrada
de los golpes que recibió, por no llevar esa fruta al saco común de
casa y apropiársela ella.
Tras
aquel incidente fue más cuidadosa, más observadora, no iba a
dejarse pillar nuevamente. Su mente no descansaba nunca planeando
como escapar. En casa su madre siempre estaba durmiendo o vagando
quien sabe por dónde, pues parte del dinero que llevaban era para
comprarse su dosis y poder sobrellevar aquella dramática situación.
Su abuela paterna aleccionaba a los mayores para conseguir más y
procuraba que el hambre debilitara a los pequeños para ser
marionetas dóciles y sumisas. Hasta que un día el azar cambió su
vida.
Como
se aburría en su esquina, algunas veces escapaba hasta el parque
cercano para jugar sola al cascayo o en los columpios. Una tarde
aburrida un hombre se acercó y de manera educada le hizo algunas
preguntas. Quería saber su nombre, la edad que tenía y si vivía
cerca. Reticente y extrañada inició un alejamiento de él, pero la
siguió con amabilidad intentando convencerla que era buena persona,
tenía una agencia de modelos y si la interesaba él y su hermana
podrían enseñarla para ganarse la vida en las pasarelas. Ignoraba
lo que era una modelo, que era una pasarela y mucho menos que alguien
amablemente le ofreciera un porvenir, así que desconfiando, escapó.
Pero antes de hacerlo, el hombre le dio una tarjeta con el consejo
de llamarle si estuviera interesada. Guardó aquel trozo de papel
bajo las piedras junto con un par de monedas y como cada atardecer,
regresó a la chabola, donde su hermano golpeó a todos los pequeños,
incluida ella, porque la jornada no había sido fructífera.
No
podía haber peor vida que la llevada, así que a la mañana
siguiente desenterró la tarjeta y preguntando a los transeúntes
localizó la oficina del hombre. Su poca formación le ayudó a leer
el letrero y dirigirse correctamente a la puerta de entrada al
negocio. Una mujer abrió y a punto estuvo de rechazarla sin darle
limosna, cuando Tina le mostró en su mano la tarjeta. Rápidamente
comprendiendo la situación le franqueó el paso y la llevó a un
salón luminoso, lleno de espejos, barras y una tarima como la que
usaban las monjas en la escuela. En aquellos espejos no paraba de ver
un reflejo que no reconocía, sucia, vestido roto, mal peinada y fea,
muy fea. Tan mal se vio, que asustada salió corriendo del lugar y
apresuradamente, mirando atrás por si la seguían, se dirigió a su
esquina habitual. La jornada era poco productiva y volvió a
entretenerse en el parque cercano, donde el hombre de la tarjeta la
localizó. Hablaba con amabilidad, voz suave y palabras sencillas.
Le contó que su trabajo era encontrar chicas jóvenes bonitas, con
buen tipo y altas como ella, para lucir ropa elegante de modistas que
creaban vestidos y otras prendas para quien las podía pagar. Si
tenía dieciocho años podría pertenecer a su escuela que la
formaría y seguro que muchas agencias de modelaje se la rifarían.
Si
escuchando aquellas palabras su ánimo comenzó a visualizar una
salida para su amarga vida, al oír la edad necesaria la tristeza le
empañó el semblante, tenía quince años aunque aparentaba más y
ni su madre ni sus hermanos o abuela le permitirían entrar en aquel
mundo. Aún así, mostró su cara más amable y le dio como
respuesta un “Me lo pensaré”.
Dos
largos días estuvo imaginando su liberación, aquella oficina estaba
llena de luz, de color y se respiraba un ambiente tranquilo y amable,
pero no iba a crecer tres años en dos días, imposible. Las palizas
continuaron, el hambre hacía rugir sus tripas y la debilidad hacía
mella cada tarde antes del regreso al entorno familiar. En la
chabola el ambiente cargado de olores agresivos, malos humores por
parte de todos y el frío que comenzaba a sentirse ese otoño, la
inclinaron por tomar la decisión de huir. No tenía ningún tipo de
documento que avalara su nombre, su domicilio o siquiera que existía,
pero conocía donde guardaba su hermana el DNI, esa tarjeta que le
permitía acceder a todo tipo de ayudas. Ella sí tenía dieciocho
años. Había un foto en él, pero al ser tan parecidas, podría
hacerse pasar por ella.
Por
la mañana antes de salir y al descuido, cogió el documento a nombre
de su hermana, vigilando que nadie la siguiera, rescató las monedas
debajo de las piedras en el solar cercano. Era día de mercadillo,
merodeando por los puestos se compró ropa nueva, zapatos, ropa
interior, colonia barata, champú, una toalla y un bolso. Se lavó
en la fuente al final del mercado, a esas horas apenas había
clientes que fisgaran sus movimientos, salvo algún feriante lascivo
que observaba, pero ocupado con la colocación de su puesto ni se
acercó. El agua fría le sirvió para despertar todos sus sentidos y
casi volando apareció en la escuela de modelos. Esta vez la mujer
al abrir le sonrió. Mucho rato estuvieron hablando pues no paraba
de preguntar e interesarse en cómo iba a ser su aprendizaje, cuanto
le costaría y el tiempo que le llevaría.
De
eso hacía ya quince años, su nombre dejó de ser Tina para ser
Mariska, primero fue Madrid y Barcelona, luego París, Roma, Milán,
hasta dieron el salto a New York, los grandes modistos se la rifaban
y su mentora en el mundo de la moda nunca la dejó, le tomó tal
afecto que la llevó de la mano por medio mundo y ambas se
enriquecieron del mutuo trabajo. Finalmente habían regresado a la
ciudad de donde partieron, Mariska estaba harta de pasar hambre, los
creadores de moda sólo piden chicas escuálidas y larguiruchas, para
ella eso no fue un gran cambio, pero la fruta y verduras le gustaban
tanto que cuando no tenía desfile no paraba de comerlas. Estaban
decididas a retomar la escuela y una agencia de moda, eran expertas
en el mundo de las pasarelas, y conocía de sobra donde encontrar
chicas escuálidas por el hambre, hambre que seguirían pasando
aunque fuesen ricas.
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