Hambre - Marian Muñoz


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Se levantó a oscuras para no despertar a nadie. A través de la gran cristalera del salón observó las luces nocturnas de la ciudad, su ciudad, aunque se sentía intrusa en ella. Había dejado atrás la miseria de una choza compartida con sus siete hermanos, su madre drogadicta y su abuela dictadora, la que decía siempre a cada uno lo que había que hacer. Habían transcurrido quince años, pero en el fondo echaba de menos la suciedad, el hambre, los golpes y el frío pasado, en su añoranza echaba de menos a su verdadera familia.
Sin escolarizar, sin registrar, sólo era una mendiga más en una gran ciudad, donde todos los días con el amanecer debía dirigirse a su esquina y pedir limosna. Unas monjas habían improvisado una escuela en un barracón cercano y los más pequeños acudían para aprender las letras y los números más básicos. Así fue como la enseñaron a escribir su nombre, a contar con los dedos y a que más allá del poblado de chabolas existía un mundo mejor, donde se comía tres o más veces al día, no una como hacían ellos y a base de agua con patatas y algo más que daba sustancia a aquella sopa de la abuela. En cuanto su hermano mayor la vio lo suficientemente espabilada, la sacó de la improvisada escuela, la llevó a una esquina cercana a una iglesia y allí la dejó.
  • ¿Te has fijado bien en el camino? Le dijo a ella.
  • Sí, le respondió.
  • Pues no vuelvas a casa hasta que anochezca, esta limosnera es para que guardes en ella las monedas que te de la gente, tú sólo extiende la mano y pon cara de hambre.
  • ¡Pero si es lo que tengo! Gritó ella extrañada.
  • Hasta que no llenes la bolsita no te muevas y en casa me la das a mí, no a mamá, ya sabes que se lo gasta en porquerías.
Y así fueron sus comienzos de pedigüeña. Si regresaba con poco dinero la pegaban, si lo hacía con mucho se lo quitaban, daba igual si se encontraba enferma o no, debía ir todos los días a su esquina y pasar allí el día. Sus tripas se retorcían y sus piernas flaqueaban siempre, pero debía cumplir con su tarea. Se sentía sola, miraba a la gente pasar con bonita ropa y buen calzado, fijándose en sus zapatos de tela con agujeros por donde sus dedos querían escapar, su sucio y estropeado vestido que antaño fue crecedero ya le quedaba corto y estrecho. Esa era su vida en aquel entonces, con tantas horas allí parada desde la mañana hasta el atardecer, disponía de mucho tiempo para reflexionar y darse cuenta que sus hermanos mayores no vestían como ella, no estaban tan flacos como ella y que la abuela, aún con su inmenso cariño hacia sus nietos pequeños, no comía de aquel puchero, nunca lo hacía y siempre estaba un poco gordita. Decidió que a pesar de los palos que llevase, se guardaría un par de monedas cada día, ocultas bajo las piedras de un solar camino de casa.
Su apariencia frágil, escuálida y decaída inició un ligero cambio, una firme convicción interna le decía que debía ser ella quien tomara las riendas de su vida, no estaba bien el comportamiento de los mayores con ellos, era explotación, aunque desconocía como afrontarla sin ser molida a palos. En una ocasión una mujer le dio una manzana, al comerla le pareció algo tan fantástico que en ese instante inició su andadura como ladrona, robaba en los puestos de la plaza, manzanas, peras, plátanos, todo tipo de fruta que se le antojaba. Su físico inició un cambio, e hizo que su hermano mayor sospechara y la siguiera. La pilló in fraganti cogiendo al descuido un melocotón en un puesto callejero. Dos semanas estuvo encerrada de los golpes que recibió, por no llevar esa fruta al saco común de casa y apropiársela ella.
Tras aquel incidente fue más cuidadosa, más observadora, no iba a dejarse pillar nuevamente. Su mente no descansaba nunca planeando como escapar. En casa su madre siempre estaba durmiendo o vagando quien sabe por dónde, pues parte del dinero que llevaban era para comprarse su dosis y poder sobrellevar aquella dramática situación. Su abuela paterna aleccionaba a los mayores para conseguir más y procuraba que el hambre debilitara a los pequeños para ser marionetas dóciles y sumisas. Hasta que un día el azar cambió su vida.
Como se aburría en su esquina, algunas veces escapaba hasta el parque cercano para jugar sola al cascayo o en los columpios. Una tarde aburrida un hombre se acercó y de manera educada le hizo algunas preguntas. Quería saber su nombre, la edad que tenía y si vivía cerca. Reticente y extrañada inició un alejamiento de él, pero la siguió con amabilidad intentando convencerla que era buena persona, tenía una agencia de modelos y si la interesaba él y su hermana podrían enseñarla para ganarse la vida en las pasarelas. Ignoraba lo que era una modelo, que era una pasarela y mucho menos que alguien amablemente le ofreciera un porvenir, así que desconfiando, escapó. Pero antes de hacerlo, el hombre le dio una tarjeta con el consejo de llamarle si estuviera interesada. Guardó aquel trozo de papel bajo las piedras junto con un par de monedas y como cada atardecer, regresó a la chabola, donde su hermano golpeó a todos los pequeños, incluida ella, porque la jornada no había sido fructífera.
No podía haber peor vida que la llevada, así que a la mañana siguiente desenterró la tarjeta y preguntando a los transeúntes localizó la oficina del hombre. Su poca formación le ayudó a leer el letrero y dirigirse correctamente a la puerta de entrada al negocio. Una mujer abrió y a punto estuvo de rechazarla sin darle limosna, cuando Tina le mostró en su mano la tarjeta. Rápidamente comprendiendo la situación le franqueó el paso y la llevó a un salón luminoso, lleno de espejos, barras y una tarima como la que usaban las monjas en la escuela. En aquellos espejos no paraba de ver un reflejo que no reconocía, sucia, vestido roto, mal peinada y fea, muy fea. Tan mal se vio, que asustada salió corriendo del lugar y apresuradamente, mirando atrás por si la seguían, se dirigió a su esquina habitual. La jornada era poco productiva y volvió a entretenerse en el parque cercano, donde el hombre de la tarjeta la localizó. Hablaba con amabilidad, voz suave y palabras sencillas. Le contó que su trabajo era encontrar chicas jóvenes bonitas, con buen tipo y altas como ella, para lucir ropa elegante de modistas que creaban vestidos y otras prendas para quien las podía pagar. Si tenía dieciocho años podría pertenecer a su escuela que la formaría y seguro que muchas agencias de modelaje se la rifarían.
Si escuchando aquellas palabras su ánimo comenzó a visualizar una salida para su amarga vida, al oír la edad necesaria la tristeza le empañó el semblante, tenía quince años aunque aparentaba más y ni su madre ni sus hermanos o abuela le permitirían entrar en aquel mundo. Aún así, mostró su cara más amable y le dio como respuesta un “Me lo pensaré”.
Dos largos días estuvo imaginando su liberación, aquella oficina estaba llena de luz, de color y se respiraba un ambiente tranquilo y amable, pero no iba a crecer tres años en dos días, imposible. Las palizas continuaron, el hambre hacía rugir sus tripas y la debilidad hacía mella cada tarde antes del regreso al entorno familiar. En la chabola el ambiente cargado de olores agresivos, malos humores por parte de todos y el frío que comenzaba a sentirse ese otoño, la inclinaron por tomar la decisión de huir. No tenía ningún tipo de documento que avalara su nombre, su domicilio o siquiera que existía, pero conocía donde guardaba su hermana el DNI, esa tarjeta que le permitía acceder a todo tipo de ayudas. Ella sí tenía dieciocho años. Había un foto en él, pero al ser tan parecidas, podría hacerse pasar por ella.
Por la mañana antes de salir y al descuido, cogió el documento a nombre de su hermana, vigilando que nadie la siguiera, rescató las monedas debajo de las piedras en el solar cercano. Era día de mercadillo, merodeando por los puestos se compró ropa nueva, zapatos, ropa interior, colonia barata, champú, una toalla y un bolso. Se lavó en la fuente al final del mercado, a esas horas apenas había clientes que fisgaran sus movimientos, salvo algún feriante lascivo que observaba, pero ocupado con la colocación de su puesto ni se acercó. El agua fría le sirvió para despertar todos sus sentidos y casi volando apareció en la escuela de modelos. Esta vez la mujer al abrir le sonrió. Mucho rato estuvieron hablando pues no paraba de preguntar e interesarse en cómo iba a ser su aprendizaje, cuanto le costaría y el tiempo que le llevaría.
De eso hacía ya quince años, su nombre dejó de ser Tina para ser Mariska, primero fue Madrid y Barcelona, luego París, Roma, Milán, hasta dieron el salto a New York, los grandes modistos se la rifaban y su mentora en el mundo de la moda nunca la dejó, le tomó tal afecto que la llevó de la mano por medio mundo y ambas se enriquecieron del mutuo trabajo. Finalmente habían regresado a la ciudad de donde partieron, Mariska estaba harta de pasar hambre, los creadores de moda sólo piden chicas escuálidas y larguiruchas, para ella eso no fue un gran cambio, pero la fruta y verduras le gustaban tanto que cuando no tenía desfile no paraba de comerlas. Estaban decididas a retomar la escuela y una agencia de moda, eran expertas en el mundo de las pasarelas, y conocía de sobra donde encontrar chicas escuálidas por el hambre, hambre que seguirían pasando aunque fuesen ricas.









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