El otro - Mariam Muñoz



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Un infarto fulminante se lo llevó al otro barrio, a pesar de estar en excelente forma física. Era el socio más antiguo del gimnasio, a pesar de su avanzada edad seguía utilizando los aparatos y la piscina, y el veinticinco de cada mes reservaba la pista de pádel donde entrenaba o jugaba partido con otro socio, siendo en ella donde lo encontraron muerto. No tenía familia ni amigos conocidos, cuando el encargado del gimnasio abrió su taquilla para limpiarla, encontró una urna con cenizas de un fallecido. Llamada urgente a la policía y tras nulas averiguaciones decidió el Ayuntamiento enterrarle con la urna, supusieron sería de algún ser querido.

Amigos inseparables de correrías infantiles, luego compañeros en la escuela y el instituto, decidieron estudiar en la misma facultad, al alcanzar el mundo laboral tomaron diferentes caminos. A pesar de trabajar en la misma ciudad nunca coincidían y perdieron el contacto. Él se apuntó al gimnasio más cercano para no perder la forma física y ocupar su tiempo en algo más ya que las relaciones humanas no eran su fuerte y la soledad una inseparable compañera en su vida privada. Un buen día haciendo ejercicio en la piscina lo encontró, saludos y abrazos levantaron su ánimo, coincidiendo que los dos acudían allí desde hacía tiempo en diferente horario. Disfrutaban plenamente de practicar el pádel, decidiendo quedar un día al mes para enfrentarse en un partido y de paso verse como en los viejos tiempos.

De esa forma retomaron su vieja amistad. Cada veinticinco de mes se enfrentaban con verdadero afán de ganar la partida, su espíritu deportivo les instaba a respetar al contrario y a perder con dignidad ante su querido adversario. No siempre ganaba el mismo, unas veces él y otras el otro, estaban muy igualados en forma física y habilidades con la raqueta. Él anhelaba aquellos partidos, su amigo era como su hermano, no tenía familia y ninguno a quien llamar amigo salvo al otro. Poco a poco empezó un sentimiento extraño de atracción hacia el otro, quien era un mujeriego empedernido pero con el paso del tiempo se había casado y formado una familia. No la conocía y tampoco el otro le ofrecía hacerlo, más parecía que su amistad formaba parte de una zona privada de ambos, y a ninguno de los dos importaba. A pesar de las inclinaciones de él, nunca las hizo notar, se nutría del abrazo de encuentro y despedida, de roces ocasionales en el juego o del apretón o choque de manos que múltiples veces hacían. No quería enturbiar aquella entrañable amistad y tampoco arriesgarse a perderla pues intuía que el otro no sentía lo mismo.

Pasó el tiempo y el otro enviudó, aunque siguió jugando el partido mensual. Un domingo veinticinco de agosto jugaron, el encargado les dejó las llaves del gimnasio porque confiaba en ellos plenamente. El otro ganó y corrieron a las duchas para sofocar el calor agobiante no sólo del partido sino del ambiente veraniego. Él estaba bajo el chorro de la ducha refrescante de cara a la pared, y el otro se acercó suavemente por la espalda, con ternura le acarició los hombros, la nuca, las nalgas, le besó y lo que él había tanto añorado estaba sucediendo. Los dos cuerpos se juntaron como si después de muchos años se encontraran, la felicidad dio de pleno en ambos y salieron sonrientes del gimnasio.

No volvieron a verse hasta el siguiente partido, él lo estaba deseando pero al ser un día por semana aquella complicidad no podrían tenerla en el mismo lugar, optó por invitarle a su apartamento, esperando retomar de nuevo su relación. Mes a mes aquellos partidos eran deseados por los dos si bien el resto del tiempo no tenían el menor contacto de sus diferentes mundos. Los años transcurrían y mientras el otro vivía en familia con hijos y nietos, la soledad era la única compañera de él, aunque fingía no importarle con tal de tener aquel momento de sexo.

Una mañana leyendo el periódico en el trabajo tropezó con la noticia de un grave accidente, por curiosidad leyó los datos de los implicados y asustado comprobó que coincidían con su amigo, tanto el tipo de vehículo como las iniciales del nombre. Acudió rápidamente al hospital para intentar averiguar cuánto pudiera sobre su estado, no conocía a nadie de su familia ni ellos a él, pero haciéndose pasar por su hermano averiguó que se hallaba en coma. Aquel coma duró dos años, dos largos años en que le visitaba a última hora de la tarde, le acompañaba leyendo en voz alta, contando noticias del mundo o cosas del trabajo. Algunas veces se acercaban los médicos y se interesaba sobre su estado y su mejoría. Mantenía relación cordial con las enfermeras que le atendían pues ya era por todos conocido. A pesar de su tristeza no dejó de acudir al gimnasio y de reservar cada veinticinco de mes la pista de pádel.

En una de esas visitas le informaron que al día siguiente iban a desconectar a su amigo del respirador automático, la familia no deseaba que siguiera sufriendo y era mejor darle una muerte digna. Esa noche no durmió nada, su cabeza sólo pensaba en el otro, en sus juegos eróticos, en sus partidos y en sus tardes locas de cada veinticinco de mes. Como pudo se aseó y vistió para no parecer un zombi en el hospital. Se mantuvo alejado de la escena pero lo suficiente cerca para poder verla y acompañar al otro en su paso al más allá. En cuanto vio como le liberaban del respirador sufrió un impulso irrefrenable de correr hacia su cama, se acercó a su cara y en ese instante cuando el otro abría los ojos, le besó en la boca, notando como aquel cuerpo enfermo se relajaba suavemente, dejando de respirar. Sabía que había muerto feliz y en paz, era incapaz de oir el griterío de los familiares ni siquiera sentir los empujones que le expulsaban de la habitación, el otro había muerto sabiéndose querido por él.

Poco tardaron los familiares en conocer de mano de los médicos que él había acudido todos los días al lado de su cama, que le había atendido como a un hermano y que nadie sospechaba que pudiera ser un loco. No presentaron denuncia por no sufrir el bochorno de la duda, y después del funeral mandaron incinerar su cuerpo. Él echó mano de todos sus ahorros sobornando al encargado de la funeraria para que le diera las cenizas de su amigo y a la familia las de un desconocido, pues eso es lo que había sido para ellos toda su vida.

Finalmente reposan juntos en el mismo ataúd, juntos desde el principio y hasta el fin de sus días.


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