Carlos estaba como un queso
pero era un pesado, un plasta, un insoportable, de esos tíos que
todo lo saben y todo lo entienden. Cuando su última conquista le mandó a la porra una noche me cogió por banda y como estaba de buen
humor lo dejé llorar en mi hombro. A los pocos días quiso
agradecérmelo con un regalo, pero un regalo
de los suyos, a lo grande: un crucero por el Mediterráneo. Lo miré
con cara de circunstancias y me dijo que solo quería ser mi amigo.
Pues vale, vámonos pues de crucero, igual allí solos y tranquilos,
podía hacerle entrar en razón y hacer que se autoanalizara a sí
mismo, así que le fui echando en cara todos sus defectos a la par
que salían a relucir. Ni gota de autocrítica, es una pena que no
haya logrado cambiarlo, con lo bueno que está, pero por lo menos
disfruté el crucero
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