Me
extrañó su invitación a cenar. Hacía más de una semana que no
venía por casa y se había llevado su cepillo de dientes. Aún
así, accedí. Cuando llegué a su casa me recibió con una sonrisa
y me pasó al salón, decorado con guirnaldas de corazones
partidos por la mitad. La mesa puesta para la cena. Cenamos casi en
silencio, salpicado por frases intrascendentes que evidenciaban que
no teníamos ya mucho que decirnos. A los postres me cogió la mano
y me puso en el dedo anular un anillo de papel que había
estado haciendo con un trozo de servilleta.
-Creo
que es mejor terminar – dijo mirándome a los ojos con tristeza.
-Buf
– respondía aliviada – pensé que no me lo ibas a pedir nunca.
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