Mi
muñeca derecha lleva avisándome varios días. Se niega a acercarse
al teclado
y colaborar con la izquierda para ultimar un complejo dictamen que
debo presentar sin falta en los juzgados. Quizá sea síntoma
claro de que necesito un descanso.
Hay
días en que la pillo desprevenida, y tecleo incansable antes de mi
retiro estival anual.
Otras veces mi cerebro se niega a debatir
contra mis agarrotados músculos y me exige un respiro. Entonces
separo torpemente mi silla eléctrica del escritorio e intento echar
una cabezada. Aunque siempre con el rabillo del ojo vigilando la
pantalla del móvil; con la esperanza de que se ilumine con el aviso
de llegada de la tan ansiada donación
que financie la investigación de mi dolencia, todavía sin nombre.
Mi
cerebro despierta de la siesta. Vuelvo a mi ordenador. Y tecleo
furioso preguntas para las que ni las leyes ni la bioética tienen
aún respuestas.
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