De la serie "Relatos sobre una cuarentena"
Lo
llevaba muy bien, se encontraba como pez en el agua, lo del
confinamiento no le suponía ningún esfuerzo al estar acostumbrado a
trabajar doce horas diarias, llevar mascarilla y trajes especiales.
Ser enfermero en la planta de oncología y encargado de administrar
quimioterapia a personas vulnerables le había proporcionado un modo
de vida, con un estrés conocido y dominado. Llevaba ya catorce
años, podía haber cambiado y ascendido, pero le gustaba, su equipo
tenía el mayor porcentaje de curas del país, disfrutaba de
suficiente confianza con su jefe como para cuestionarle o aconsejarle
en cuanto a dosis, nadie mejor que él conocía a sus pacientes con
los que se relacionaba a través de una mascarilla y de trajes
protectores. Su mejor logro era comunicarse con su mirada, sus ojos
hablaban, animaban y mostraban empatía además de saber escuchar.
Las
doce horas eran voluntarias, nadie le esperaba en casa y tampoco
tenía aficiones que le motivasen a estar en ella, tan sólo paraba
veinte minutos para descansar y comer algo, siguiendo con la misma
energía que a la llegada. Sus vecinos le conocían como “el
tapao”, en invierno llevaba el rostro cubierto con bufanda o braga,
en primavera y otoño un foulard de seda y en verano una revista o el
periódico le tapaban siempre el rostro, dejando solamente sus ojos
al descubierto.
A
los ocho años en un accidente de moto se tragó el manillar y su
hermano mayor falleció estrellado contra un árbol, le tuvo durante
cinco largos años viviendo a temporadas en el hospital, justo en el
que ahora trabaja. Su mandíbula y nariz tuvieron que ser
reconstruidas mediante delicadas operaciones, curas dolorosas y
resultados peor de lo esperado, desde aquel día siempre llevaba la
cara tapada, bien con vendajes o con mascarilla para no asustar a los
de su alrededor.
Con
su familia se comunicaba lo justo, le ignoraban al culparle de la
muerte de su hermano, había sido él quien insistentemente le
pidiera dar aquel fatídico paseo. Contrataron a una mujer viuda y
entrada en años con poca pensión para cuidarle en las largas horas
de hospital y mientras convalecía en casa. Se llamaba Carmen, pero
la llamaba Mina, mujer cariñosa y dedicada al muchacho, suplía a
los tutores en visitas a profesores o cuando hacían alguna
representación en clase. Era lo más parecido a una madre y en su
caso, la suplía perfectamente. Pronto se dio cuenta que quien debía
ofrecerle cariño no le podía ni ver. Comenzó a desarrollar la
intuición de reconocer las intenciones de sus semejantes. Las nuevas
amistades se volcaban con él por curiosidad de ver a un monstruo, de
presumir haberle visto las cicatrices o la deformación de sus
facciones algo que sólo veía Mina. No tenía fotos en familia tan
sólo las de los médicos comparando los avances quirúrgicos. A
pesar de todo ello Monchín, no se amilanaba y seguía adelante con
su parcela de vida, buscando la ternura de su cuidadora y
agradeciéndole siempre sus cuidados.
Llegado
el momento de decantarse por una profesión eligió enfermería,
conocía de sobra los entresijos de un hospital. Por más que sus
padres intentaron hacerle cambiar a la carrera de médico, no cedió,
sabía de sobra que los galenos son personas con amplios
conocimientos, pero apenas se relacionan veinte minutos con cada
paciente, siendo el personal de enfermería y los auxiliares quienes
están al pie del cañón atendiendo, dando cuidados y supliendo a la
familia en muchas ocasiones, eso es lo que él quería.
Al
empezar la universidad despidieron a Mina, no era necesaria su
compañía, tras diez años de desvelos por el muchacho la
devolvieron a su pueblo. Gracias a lo ahorrado podía salir
adelante, si bien Monchín le prometió que en cuanto empezara a
trabajar y ganar dinero la llamaría para vivir juntos.
Así
fue como tuvieron que despedirse e ir por caminos separados, ahora le
tocaba en solitario tener la valentía de cumplir su sueño, le costó
mucho, pero lo logró. Acabó la carrera, sacó la oposición y
sufrió los peores y más ocultos destinos de su profesión, hasta
que aterrizó en oncología. Se comunicaba a la perfección debido a
llevar casi toda su vida la dichosa mascarilla que otros odiaban, su
alegría por vivir la comunicaba a sus pacientes quienes reaccionaban
pronto al tratamiento, al obtener mejores resultados que en otros
hospitales los enfermos acudían en masa, implicando una mayor carga
de trabajo pero con buenas expectativas, animando a todos en las
duras jornadas de quimio.
En
una de ellas recibió el mensaje de que Mina, quien vivía en una
residencia, estaba en urgencias, al parecer se había infectado con
el coronavirus. Terminó su horario reglamentario, pues sabía lo
que demoraban las urgencias, y acudió solícito a acompañarla. Al
subirla a planta tuvo que pedir permiso especial no iba a dejarla
sola en aquellos momentos. Cogió un par de semanas de vacaciones en
su puesto y permaneció encerrado con Mina. La cuidaba con mimo y
tras aquella mascarilla que tan bien conocían los dos, logró que su
ánimo no decayera, pero la enfermedad es muy traicionera. Empezó a
empeorar y temía que la intubaran, debía remover algo en su
interior para vencer al virus tan dañino. Empezaba a desesperarse
al no reaccionar como deseaba, tuvo la disparatada idea de pintarse
los guantes como si fueran muñecos, iniciando un dialogo absurdo
entre ellos seguido con interés por Mina, alejando por unos minutos
su mente de la realidad y permitiendo a su cuerpo dar un respiro para
que la medicación hiciera efecto. Al cabo de unas horas inició una
lenta mejoría y Mina pudo descansar tranquila, el peligro había
pasado de momento. Los médicos y la jefe de enfermeras quedaron
asombrados de la buena recuperación y ésta última fue testigo de
cómo la hacía sonreír y aplaudir ante el dialogo absurdo y gestos
extraños de las manos del muchacho, se había inventado dos
personajes, Tato y Tito, dos amigos chiflados y dicharacheros que
animaban las tediosas horas de ingreso.
Antes
de que le dieran el alta, la jefa de enfermería pidió a Monchín si
podía animar un rato a un adolescente que estaba cayendo en picado y
temían lo peor. Para allá se fue con sus guantes amigos, logrando
un respiro en la evolución del chico y visitando a los enfermos de
planta según petición, así fue como sin siquiera proponérselo, se
inició la ONG Guantes Amigos. Los médicos no daban credibilidad a
lo contado por el personal de enfermería, pero los ingresados en
aquella planta tuvieron mejor evolución que los de otras, ya que
mediante la sonrisa lograban evadirse por unos instantes de su dolor
y molestias, relajándose y aprovechando mejor la medicación.
Esa
fue la respuesta dada por los científicos, a Monchín le daba igual
cual fuera, lo importante era que Mina salió del hospital, contactó
con amigos para crear la ONG e intentar mejorar la vida hospitalaria
de los infectados. Los logros llegaron a oídos de los medios de
comunicación, quienes informaban a bombo y platillo que una
nueva estrella
había nacido para combatir al terrible virus, pero no era una, sino
dos, Tato y Tito.
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