Una nueva estrella - Marian Muñoz


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De la serie "Relatos sobre una cuarentena"

 
Lo llevaba muy bien, se encontraba como pez en el agua, lo del confinamiento no le suponía ningún esfuerzo al estar acostumbrado a trabajar doce horas diarias, llevar mascarilla y trajes especiales. Ser enfermero en la planta de oncología y encargado de administrar quimioterapia a personas vulnerables le había proporcionado un modo de vida, con un estrés conocido y dominado. Llevaba ya catorce años, podía haber cambiado y ascendido, pero le gustaba, su equipo tenía el mayor porcentaje de curas del país, disfrutaba de suficiente confianza con su jefe como para cuestionarle o aconsejarle en cuanto a dosis, nadie mejor que él conocía a sus pacientes con los que se relacionaba a través de una mascarilla y de trajes protectores. Su mejor logro era comunicarse con su mirada, sus ojos hablaban, animaban y mostraban empatía además de saber escuchar.
Las doce horas eran voluntarias, nadie le esperaba en casa y tampoco tenía aficiones que le motivasen a estar en ella, tan sólo paraba veinte minutos para descansar y comer algo, siguiendo con la misma energía que a la llegada. Sus vecinos le conocían como “el tapao”, en invierno llevaba el rostro cubierto con bufanda o braga, en primavera y otoño un foulard de seda y en verano una revista o el periódico le tapaban siempre el rostro, dejando solamente sus ojos al descubierto.
A los ocho años en un accidente de moto se tragó el manillar y su hermano mayor falleció estrellado contra un árbol, le tuvo durante cinco largos años viviendo a temporadas en el hospital, justo en el que ahora trabaja. Su mandíbula y nariz tuvieron que ser reconstruidas mediante delicadas operaciones, curas dolorosas y resultados peor de lo esperado, desde aquel día siempre llevaba la cara tapada, bien con vendajes o con mascarilla para no asustar a los de su alrededor.
Con su familia se comunicaba lo justo, le ignoraban al culparle de la muerte de su hermano, había sido él quien insistentemente le pidiera dar aquel fatídico paseo. Contrataron a una mujer viuda y entrada en años con poca pensión para cuidarle en las largas horas de hospital y mientras convalecía en casa. Se llamaba Carmen, pero la llamaba Mina, mujer cariñosa y dedicada al muchacho, suplía a los tutores en visitas a profesores o cuando hacían alguna representación en clase. Era lo más parecido a una madre y en su caso, la suplía perfectamente. Pronto se dio cuenta que quien debía ofrecerle cariño no le podía ni ver. Comenzó a desarrollar la intuición de reconocer las intenciones de sus semejantes. Las nuevas amistades se volcaban con él por curiosidad de ver a un monstruo, de presumir haberle visto las cicatrices o la deformación de sus facciones algo que sólo veía Mina. No tenía fotos en familia tan sólo las de los médicos comparando los avances quirúrgicos. A pesar de todo ello Monchín, no se amilanaba y seguía adelante con su parcela de vida, buscando la ternura de su cuidadora y agradeciéndole siempre sus cuidados.
Llegado el momento de decantarse por una profesión eligió enfermería, conocía de sobra los entresijos de un hospital. Por más que sus padres intentaron hacerle cambiar a la carrera de médico, no cedió, sabía de sobra que los galenos son personas con amplios conocimientos, pero apenas se relacionan veinte minutos con cada paciente, siendo el personal de enfermería y los auxiliares quienes están al pie del cañón atendiendo, dando cuidados y supliendo a la familia en muchas ocasiones, eso es lo que él quería.
Al empezar la universidad despidieron a Mina, no era necesaria su compañía, tras diez años de desvelos por el muchacho la devolvieron a su pueblo. Gracias a lo ahorrado podía salir adelante, si bien Monchín le prometió que en cuanto empezara a trabajar y ganar dinero la llamaría para vivir juntos.
Así fue como tuvieron que despedirse e ir por caminos separados, ahora le tocaba en solitario tener la valentía de cumplir su sueño, le costó mucho, pero lo logró. Acabó la carrera, sacó la oposición y sufrió los peores y más ocultos destinos de su profesión, hasta que aterrizó en oncología. Se comunicaba a la perfección debido a llevar casi toda su vida la dichosa mascarilla que otros odiaban, su alegría por vivir la comunicaba a sus pacientes quienes reaccionaban pronto al tratamiento, al obtener mejores resultados que en otros hospitales los enfermos acudían en masa, implicando una mayor carga de trabajo pero con buenas expectativas, animando a todos en las duras jornadas de quimio.
En una de ellas recibió el mensaje de que Mina, quien vivía en una residencia, estaba en urgencias, al parecer se había infectado con el coronavirus. Terminó su horario reglamentario, pues sabía lo que demoraban las urgencias, y acudió solícito a acompañarla. Al subirla a planta tuvo que pedir permiso especial no iba a dejarla sola en aquellos momentos. Cogió un par de semanas de vacaciones en su puesto y permaneció encerrado con Mina. La cuidaba con mimo y tras aquella mascarilla que tan bien conocían los dos, logró que su ánimo no decayera, pero la enfermedad es muy traicionera. Empezó a empeorar y temía que la intubaran, debía remover algo en su interior para vencer al virus tan dañino. Empezaba a desesperarse al no reaccionar como deseaba, tuvo la disparatada idea de pintarse los guantes como si fueran muñecos, iniciando un dialogo absurdo entre ellos seguido con interés por Mina, alejando por unos minutos su mente de la realidad y permitiendo a su cuerpo dar un respiro para que la medicación hiciera efecto. Al cabo de unas horas inició una lenta mejoría y Mina pudo descansar tranquila, el peligro había pasado de momento. Los médicos y la jefe de enfermeras quedaron asombrados de la buena recuperación y ésta última fue testigo de cómo la hacía sonreír y aplaudir ante el dialogo absurdo y gestos extraños de las manos del muchacho, se había inventado dos personajes, Tato y Tito, dos amigos chiflados y dicharacheros que animaban las tediosas horas de ingreso.
Antes de que le dieran el alta, la jefa de enfermería pidió a Monchín si podía animar un rato a un adolescente que estaba cayendo en picado y temían lo peor. Para allá se fue con sus guantes amigos, logrando un respiro en la evolución del chico y visitando a los enfermos de planta según petición, así fue como sin siquiera proponérselo, se inició la ONG Guantes Amigos. Los médicos no daban credibilidad a lo contado por el personal de enfermería, pero los ingresados en aquella planta tuvieron mejor evolución que los de otras, ya que mediante la sonrisa lograban evadirse por unos instantes de su dolor y molestias, relajándose y aprovechando mejor la medicación.
Esa fue la respuesta dada por los científicos, a Monchín le daba igual cual fuera, lo importante era que Mina salió del hospital, contactó con amigos para crear la ONG e intentar mejorar la vida hospitalaria de los infectados. Los logros llegaron a oídos de los medios de comunicación, quienes informaban a bombo y platillo que una nueva estrella había nacido para combatir al terrible virus, pero no era una, sino dos, Tato y Tito.




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