Abuela - Gloria Losada

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         La recuerdo siempre vieja, con la piel arrugada y el pelo gris, una melena hasta la cintura que trenzaba con rapidez y maestría y después recogía en un moño a la altura de la nuca. Me fascinaba verla peinarse. Apoyada en el quicio de la puerta del baño, la contemplaba ensimismada, mientras envidiaba la largura de sus cabellos plateados. La abuela siempre me fascinó.
       Me llevaba con ella a todos lados. Me tomaba de la mano y subíamos carretera arriba, a la tienda del señor Antonio, que estaba bien lejos, pero que tenía la merluza congelada más buena de los alrededores. Allí no sólo comprábamos la merluza, o lo que fuera, allí la abuela se pasaba lo que a mí me parecían horas de conversación con el señor Antonio, que había sido íntimo amigo de mi abuelo, y debía de ser por eso que compartían un montón de recuerdos que se dedicaban a desgranar mientras yo me aburría y no sabía qué hacer ni dónde meterme. Otras veces me llevaba a casa de la señora María, que era una mujer gorda, de cara afable, mucho más vieja que mi abuela, que hacía arreglos de costura. Allí también la abuela se tiraba horas de conversación, sentadas en un pequeña salita que olía extraño, como a rancio, y que tenía las paredes llenas de fotografías muy antiguas. Mientras la abuela y la señora María charlaban yo contemplaba aquellos retratos y me preguntaba quiénes serían aquellas personas, seguramente los padre de María, o los abuelos,  o vaya usted a saber. A veces estaba el marido de la señora María, aunque siempre acababa marchando, y cuando estaba él yo me ponía muy contenta porque me daba cinco pesetas y de vuelta a casa parábamos en la tienda de La Seixida y me compraba un helado o unos caramelos. La abuela siempre me llevaba con ella a todos lados.
       La abuela cocinaba mucho y a veces me dejaba ayudarla. Lo que más me gustaba era cuando mondaba las patatas. Me encantaba ver como deslizaba el cuchillo sobre la patata y la monda quedaba colgando casi entera. Yo también quería, pero no me dejaba usar el cuchillo, así que el abuelo me hizo uno de madera, que cortaba más bien poco, cosa que unida a mi torpeza hacía difícil la tarea y mientras la abuela mondaba siete patatas yo a duras penas mondaba una. Lo que menos me gustaba de sus labores culinarias era cuando cocía la nata para hacer manteca. El proceso era muy laborioso. Como comprábamos la leche directamente a una señora que tenía vaca, la abuela la hervía y después, cuando enfriaba, le quedaba por encima una gruesa capa de nata. La retiraba  y la ponía en un recipiente, cuando ya tenía bastante la batía con una cuchara de madera para quitarle todo el suero y después la cocía. El olor al cocer era nauseabundo, al menos para mí, porque a mi prima le gustaba. Claro que después con aquella manteca la abuela hacía unas bollas de azúcar que estaban deliciosas. La abuela era una gran cocinera.
      También recuerdo las largas tardes de verano a su lado, cuando había poco que hacer y el aburrimiento  hacía acto de presencia. Me llevaba con ella a dormir la siesta (con lo cual el aburrimientos se multiplicaba pero yo nunca se lo dije) y después merendábamos en el patio, al sol, una pera  tan grande que llegaba para las dos y que previamente había cogido del peral que el abuelo tenía en el huerto. Recogía las peras y las guardaba en la bodega, al fresco, y a la hora de merendar las compartía conmigo como si fuera nuestro secreto. La abuela me quería tanto que compartía todos sus pequeños secretos conmigo.
       Tengo tantos recuerdos de ella que podría estar escribiendo página tras página. Mi abuela Emilia era un ángel, de esos que te cuidan en la tierra y te dan tanto amor que a su lado la vida es bonita y fácil. Hace muchos años que ya no está, pero vivió plenamente y llegó a conocer a mis hijas. Ahora sé que mira por mí desde dónde esté, no sé si el cielo, el universo, o ese lugar desconocido al que todos acabaremos por ir. Un beso abuela. Nunca dejaré de quererte.






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