La
recuerdo siempre vieja, con la piel arrugada y el pelo gris, una
melena hasta la cintura que trenzaba con rapidez y maestría y
después recogía en un moño a la altura de la nuca. Me fascinaba
verla peinarse. Apoyada en el quicio de la puerta del baño, la
contemplaba ensimismada, mientras envidiaba la largura de sus
cabellos plateados. La abuela siempre me fascinó.
Me
llevaba con ella a todos lados. Me tomaba de la mano y subíamos
carretera arriba, a la tienda del señor Antonio, que estaba bien
lejos, pero que tenía la merluza congelada más buena de los
alrededores. Allí no sólo comprábamos la merluza, o lo que
fuera, allí la abuela se pasaba lo que a mí me parecían horas de
conversación con el señor Antonio, que había sido íntimo amigo
de mi abuelo, y debía de ser por eso que compartían un montón de
recuerdos que se dedicaban a desgranar mientras yo me aburría y no
sabía qué hacer ni dónde meterme. Otras veces me llevaba a casa
de la señora María, que era una mujer gorda, de cara afable,
mucho más vieja que mi abuela, que hacía arreglos de costura.
Allí también la abuela se tiraba horas de conversación, sentadas
en un pequeña salita que olía extraño, como a rancio, y que
tenía las paredes llenas de fotografías muy antiguas. Mientras la
abuela y la señora María charlaban yo contemplaba aquellos
retratos y me preguntaba quiénes serían aquellas personas,
seguramente los padre de María, o los abuelos, o vaya
usted a saber. A veces estaba el marido de la señora María,
aunque siempre acababa marchando, y cuando estaba él yo me ponía
muy contenta porque me daba cinco pesetas y de vuelta a casa
parábamos en la tienda de La Seixida y me compraba un helado o
unos caramelos. La abuela siempre me llevaba con ella a todos
lados.
La
abuela cocinaba mucho y a veces me dejaba ayudarla. Lo que más me
gustaba era cuando mondaba las patatas. Me encantaba ver como
deslizaba el cuchillo sobre la patata y la monda quedaba colgando
casi entera. Yo también quería, pero no me dejaba usar el
cuchillo, así que el abuelo me hizo uno de madera, que cortaba más
bien poco, cosa que unida a mi torpeza hacía difícil la tarea y
mientras la abuela mondaba siete patatas yo a duras penas mondaba
una. Lo que menos me gustaba de sus labores culinarias era cuando
cocía la nata para hacer manteca. El proceso era muy laborioso.
Como comprábamos la leche directamente a una señora que tenía
vaca, la abuela la hervía y después, cuando enfriaba, le quedaba
por encima una gruesa capa de nata. La retiraba y la
ponía en un recipiente, cuando ya tenía bastante la batía con
una cuchara de madera para quitarle todo el suero y después la
cocía. El olor al cocer era nauseabundo, al menos para mí, porque
a mi prima le gustaba. Claro que después con aquella manteca la
abuela hacía unas bollas de azúcar que estaban deliciosas. La
abuela era una gran cocinera.
También
recuerdo las largas tardes de verano a su lado, cuando había poco
que hacer y el aburrimiento hacía acto de presencia. Me
llevaba con ella a dormir la siesta (con lo cual el aburrimientos
se multiplicaba pero yo nunca se lo dije) y después merendábamos
en el patio, al sol, una pera tan grande que llegaba
para las dos y que previamente había cogido del peral que el
abuelo tenía en el huerto. Recogía las peras y las guardaba en la
bodega, al fresco, y a la hora de merendar las compartía conmigo
como si fuera nuestro secreto. La abuela me quería tanto que
compartía todos sus pequeños secretos conmigo.
Tengo
tantos recuerdos de ella que podría estar escribiendo página tras
página. Mi abuela Emilia era un ángel, de esos que te cuidan en
la tierra y te dan tanto amor que a su lado la vida es bonita y
fácil. Hace muchos años que ya no está, pero vivió plenamente y
llegó a conocer a mis hijas. Ahora sé que mira por mí desde
dónde esté, no sé si el cielo, el universo, o ese lugar
desconocido al que todos acabaremos por ir. Un beso abuela. Nunca
dejaré de quererte.
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