Son extraños esos seres que, encorbatados, altivos y exigentes, llegan a Montecarlo con los calores estivales, hablando todos a la vez en una lengua extraña. Siempre hay en el grupo un caballero, más mayor y discreto, acompañado de un mayordomo. Todos entran en el Casino agitando sus carteras como muestra de poder. Excepto él, que se sienta y, con un gesto mínimo, pide un whisky escocés; que paladea despacio mientras consulta su ajada y gruesa guía de viajes de lomos rojos.
Todos sin excepción pretenden ganar un millón; algunos sueñan con comprar una mansión con vistas a la playa; otros, además quisieran tener muchos criados; tal vez dos perros y un gato. Y beber champán. Mucho.
Ninguno quisiera regresar vivo a casa mientras apuestan su último centavo. Serían la vergüenza de la familia.
El hombre mayor ya conoce esa sensación. Así que prefiere seguir disfrutando de su whisky mientras aún pueda darse ese lujo.
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