Hoy, treinta y pico años después, abro la carta que me escribí a mí mismo, siendo un crío, pensando que en un futuro conduciría un coche volador, todos tendríamos sables defensivos que funcionarían con una luz led o láser y la radiación solar nos obligaría a embadurnarnos la piel de crema ultraprotectora e ir vestidos con máscaras antigás, pesadas botas de astronauta y monos blancos, como los que se usan en las crisis bacteriológicas.
Qué friki era. Y lo sigo siendo, afortunadamente.
Entre risas y un asomo de lagrimilla sigo leyendo mi carta.
Ay, qué verde era La Masa. Esa superfuerza me impactó. La fábrica de camisas irrompibles de talla ancha jamás vio la luz.
Ay, mi Doc, de ti me vino la súper-idea del coche volador que nunca tuve. Ni tendré. No hay dinero en el mundo que lo pague. Al menos en mi cuenta corriente.
Leer ‘mis memorias’ me da sed y cojo mi vaso mágico con la cara de Harry Potter en 3D. Lo miro a disgusto. Esa cicatriz me da no sé qué ahora. Quizá debería haber comprado una taza de Hermione. O una de Scully, la pelirroja de Expediente X. ¿Quién sabe dónde está ahora? Da igual. La verdad siempre estará ahí fuera.
Lanzo mis dados de la Estrella de la Muerte. Me sale una trompeta y un Papá Noel.
¿Qué es esto? Algo falla. Busco y detrás de la cortina está la clave. Un alien. Eso ya es otra cosa.
Aunque no me dice mucho. Bueno sí; que debería ser más cuidadoso con mis juguetitos. Que a lo tonto me he dejado el sueldo en caprichos y nostalgias. Como aquella impresora con la forma de El Coche Fantástico que cada vez que se encendía le salía una voz de no sé dónde diciendo ‘Kitt, te necesito’. Tanto la usé que un buen día se partió en dos y tuve que jubilarla. No valía ni para revenderla. Qué lástima.
A punto estuve de ir a por una normal. Pero mis ojos se cruzaron con una en forma de Mazinger Z y me vi a mi mismo con las rodillas raspadas y gritando ‘¡Planeador abajo!’ Medio riñón en la impresora de marras. Y también se rompió. Estaba claro que la tecnología y la nostalgia no combinaban.
Después compré una maquinita del millón, un pinball. Pero la revendí. No me cabía en casa, un fastidio eso de los minipisos. Hubiera dado mucho juego.
Sigo leyendo. Un dardo de añoranza se me clava en el corazón.
Ahí está. El Invento estrella: ¡El gadgetocopiador!
O la idea de haber patentado un chisme para ser infalible en los exámenes. No me bastaba con quitarle la tinta al boli BIC y meterle la chuleta de toda la vida. Quería ir más allá. Pero mis complicados planos se encontraron con la falta de medios y la negativa de mi padre a dejarme usar el desván como laboratorio de ideas como esas. Una pena, hubiera salido de allí un Bill Gates o un Steve Jobs. Nunca lo sabremos.
Gracias a mi afán por los cómics y al nacimiento de la informática empecé a meterme en el mundo de los videojuegos. El comecocos lo tenía más que superado, era el rey de aquellas bolitas hipnóticas. Y SuperMario no tenía secretos para mí. Allí nació mi fama como derrochador de paga semanal. En las salas de maquinitas, donde me pasaba las tardes de los viernes, los sábados y casi los domingos. Estaba deseando terminar los deberes y salir escopetado para ponerme a los mandos de algún juego y escuchar esos pitidos envolventes…
Por aquí veo algo parecido a un diseño de videojuego de ¿marcianitos? ¿mariposas? ¿paracaídas? El dibujo no era lo mío.
La cosa ha cambiado algo. No mucho, dirían mis profes del instituto. Pero gracias a los programas de diseño por ordenador mis escenarios son un poco menos cutres y algo más creíbles. Y hasta gano dinero. No para comprarme el coche que me haría ir y volver del futuro. Pero sí para ganarme la vida. Y para montar un pequeño negocio. Que empezó siendo un chiringuito infame y ahora trabajan conmigo quince personas. Si es que a esos cerebritos se les puede llamar personas. Los adoro, son mis nerds favoritos, que conste.
Si le preguntan a mi padre él les asegurará que ya es hora de que siente la cabeza y que me busque un trabajo normal. Mi madre aún sueña con que me case y le dé nietos a los que colmar de caprichos y colocar mil lazos los domingos en el parque.
Pero qué se le va a hacer. Lo que no puede ser, no puede ser.
Debería publicar esta carta. O hacerme youtuber y contar mis historietas de chavalito ochentero. No sé, quizá ya sea demasiado mayor para eso.
En fin, que, hoy como ayer, larga vida y prosperidad para todos.
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