Salí
a correr cuando el sol comenzaba a declinar tras las montañas. El
aire estaba en calma y de la tierra emanaba el calor acumulado
durante un día especialmente caluroso, haciendo el ambiente
irrespirable. Me interné en el sendero del bosque, arropada por los
árboles que, situados a ambos lados del camino, se contoneaban
alegres, fundiéndose en lo alto, como un presagio de la corona de
laurel que pronto adornaría mi cabeza. No había nadie. Me gustaba
sentir esa sensación; la naturaleza y yo, en soledad, sin más
ruido que el de mis pies chocando contra las piedras del camino y el
tictac de mi corazón acompasando mis pasos. Me sentía relajada y
feliz. Mi cuerpo se movía sin pensar, un paso, dos, tres….la
sangre circulando animada por mis venas, los músculos jugando a
contraerse y dilatarse, la mente en blanco, sin pensar en nada más
que en dar el siguiente paso, sintiendo como un anuncio de brisa
fresca intentaba abrirse camino entre la fronda.
Fue
entonces cuando la vi, oculta entre el follaje. Me asusté al
percibir aquel par de ojos azul claro brillando en una cara
desdibujada por el barro y el miedo. Al momento escuché los gritos
de los guardias, buscándola, aunque en dirección contraria. No
tardarían en utilizar los perros. Mi corazón se estremeció cuando
me miró fijamente, con una súplica desesperada escrita en sus
ojos. Paré. Miré alrededor. No había nadie. Disimulé atando una
de mis zapatillas de deporte por si pudiera verme alguien. Quería
hablar a la poseedora de aquellos ojos, decirle donde estaba mi casa,
que podía ir allí al anochecer, que yo la protegería.
Sin
embargo, un súbito pensamiento detuvo mis palabras. No era extraño
que ellos pusieran cebos para coger a la gente. ¿Y si esa chica era
uno de esos señuelos? Si la ayudaba pondría en riesgo no solo mi
vida, sino también la de los míos. Mi cerebro y mi corazón se
enzarzaron en una gran disputa; uno diciéndome que siguiera
corriendo, que no me preocupara de nada más que de seguir moviendo
mis pies; el otro diciéndome que parara, que la ayudara, que quizás
sin mi ayuda no tuviera más futuro que la muerte.
Ganó
mi cerebro o quizás mi cobardía, no lo sé. Seguí corriendo. Lo
hice más rápido que nunca. Mis pies volaban intentando escapar del
mundo cerrado del bosque. Llegué al pueblo sudorosa, agotada, con la
cabeza dando vueltas, sintiéndome la más cobarde y vil de las
mujeres.
Esa
noche no pude dormir, sintiendo sobre mí los ojos azul claros
mirándome implorantes. Al día siguiente me hablaron de la chica
cazada en el bosque, de su persecución y de su muerte.
Han
pasado dos meses, y sigo corriendo por el sendero del bosque,
preparándome para la prueba anual, la que me permite llevar una vida
acomodada. Pero desde aquel día, siempre lo hago mirando al frente,
como si mi cuerpo atravesara un túnel estrecho y oscuro y mi mente
hubiera quedado encerrada en una casa sin ventanas. No quiero ver
nada que no quiera ver ni sentir nada que no quiera sentir. Sólo
quiero vivir como hasta ahora, ajena al peligro, sin más condena que
unos implorantes ojos azul claro persiguiendo mis sueños,
recordándome cada momento de mi vida mi cobardía y su muerte.
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