Los ojos del bosque - Cristina Muñiz Martín





Salí a correr cuando el sol comenzaba a declinar tras las montañas. El aire estaba en calma y de la tierra emanaba el calor acumulado durante un día especialmente caluroso, haciendo el ambiente irrespirable. Me interné en el sendero del bosque, arropada por los árboles que, situados a ambos lados del camino, se contoneaban alegres, fundiéndose en lo alto, como un presagio de la corona de laurel que pronto adornaría mi cabeza. No había nadie. Me gustaba sentir esa sensación; la naturaleza y yo, en soledad, sin más ruido que el de mis pies chocando contra las piedras del camino y el tictac de mi corazón acompasando mis pasos. Me sentía relajada y feliz. Mi cuerpo se movía sin pensar, un paso, dos, tres….la sangre circulando animada por mis venas, los músculos jugando a contraerse y dilatarse, la mente en blanco, sin pensar en nada más que en dar el siguiente paso, sintiendo como un anuncio de brisa fresca intentaba abrirse camino entre la fronda.
Fue entonces cuando la vi, oculta entre el follaje. Me asusté al percibir aquel par de ojos azul claro brillando en una cara desdibujada por el barro y el miedo. Al momento escuché los gritos de los guardias, buscándola, aunque en dirección contraria. No tardarían en utilizar los perros. Mi corazón se estremeció cuando me miró fijamente, con una súplica desesperada escrita en sus ojos. Paré. Miré alrededor. No había nadie. Disimulé atando una de mis zapatillas de deporte por si pudiera verme alguien. Quería hablar a la poseedora de aquellos ojos, decirle donde estaba mi casa, que podía ir allí al anochecer, que yo la protegería.
Sin embargo, un súbito pensamiento detuvo mis palabras. No era extraño que ellos pusieran cebos para coger a la gente. ¿Y si esa chica era uno de esos señuelos? Si la ayudaba pondría en riesgo no solo mi vida, sino también la de los míos. Mi cerebro y mi corazón se enzarzaron en una gran disputa; uno diciéndome que siguiera corriendo, que no me preocupara de nada más que de seguir moviendo mis pies; el otro diciéndome que parara, que la ayudara, que quizás sin mi ayuda no tuviera más futuro que la muerte.
Ganó mi cerebro o quizás mi cobardía, no lo sé. Seguí corriendo. Lo hice más rápido que nunca. Mis pies volaban intentando escapar del mundo cerrado del bosque. Llegué al pueblo sudorosa, agotada, con la cabeza dando vueltas, sintiéndome la más cobarde y vil de las mujeres.
Esa noche no pude dormir, sintiendo sobre mí los ojos azul claros mirándome implorantes. Al día siguiente me hablaron de la chica cazada en el bosque, de su persecución y de su muerte.
Han pasado dos meses, y sigo corriendo por el sendero del bosque, preparándome para la prueba anual, la que me permite llevar una vida acomodada. Pero desde aquel día, siempre lo hago mirando al frente, como si mi cuerpo atravesara un túnel estrecho y oscuro y mi mente hubiera quedado encerrada en una casa sin ventanas. No quiero ver nada que no quiera ver ni sentir nada que no quiera sentir. Sólo quiero vivir como hasta ahora, ajena al peligro, sin más condena que unos implorantes ojos azul claro persiguiendo mis sueños, recordándome cada momento de mi vida mi cobardía y su muerte.
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