Tiene que ser a la luz del día cuando escriba estas líneas, porque si lo hago cuando ha oscurecido, no sólo no pegaré ojo en toda la noche, sino que es posible que me trastorne.
Todo comenzó aquel fin de semana que
quise escapar de mi vida y de mi entorno, la inquietud no me daba
sosiego y más tarde pude comprender que mi espíritu buscaba paz,
pero no sólo la mía, sino la de unas pobres ánimas cuyas vidas
fueron segadas en su más tierna infancia.
Creo que lo mejor es que empiece por
el principio y consiga también aclarar mis ideas.
Tras duros años batallando contra un
cáncer, conseguí alcanzar el veredicto de curada, al menos de
momento, la siguiente revisión sería al cabo de cinco años, salvo
que algún síntoma volviera a surgir.
La buena noticia la celebramos por
todo lo alto, invité a todos los que me acompañaron en la dura
batalla a celebrar la buena nueva, una merienda en el asador, y tras
la celebración llegó el pinchazo.
Me desinflé como un globo, tras largo
tiempo con una meta fija, no sabía qué iba a hacer o que era lo que
quería, volvería al trabajo o me jubilaría por siempre jamás. El
desanimo me vencía por no saber qué rumbo tomar. Intenté ordenar
mis ideas en la cabeza y después en el papel, haciendo una lista de
cosas que realmente me importaban y que deseaba realizar antes de
volver a trabajar. En ello estaba, cuando sin saber porqué, escribí
en el papel “conocer Goyaz”.
Goyaz era el pueblo en el que mi
familia materna veraneaba huyendo de los calores de la capital, un
pueblo pequeño y sencillo del que había visto multitud de fotos
antiguas y del que me habían contado muchas historias ocurridas en
aquellos veraneos tranquilos. Siempre me había intrigado donde
estaría en el mapa, o quienes lo poblarían ahora, pero era tan
pequeño que nunca le oí nombrar en televisión, en la radio, los
periódicos o en los libros, así que de estar por el medio de la
lista, me dispuse a que fuera mi primera decisión.
Tras una semana indagando por
internet, recopilé toda la información posible y tras largas
charlas nocturnas en el lecho conyugal, decidí viajar y conocer de
primera mano aquel paraje.
Gracias a los adelantos modernos como
el GPS conseguí no perderme en el camino y llegar a tiempo para la
cena en la pensión, casualmente la misma en la que se alojaba mi
familia, pero que debido al cambio de propietarios, no tenían
conocimiento de ningún dato anterior de sus ocupantes.
La pensión esta cerca de la iglesia
parroquial, de piedra de sillería, dedicada a la Asunción de
Nuestra Señora, teniendo la peculiaridad de que en su parte
delantera hay un frontón, el mismo donde mis tíos jugaban a la
pelota tras asistir a misa, mientras doña Rosa preparaba la comida
en la pensión.
A las afueras del pueblo están los
restos de la casona de la marquesa, muy antigua y abandonada, donde
solían corretear mis primos en busca de tesoros y lagartijas, pero
ahora estaba en pésimas condiciones, Accedí al interior
atravesando una jungla de zarzas, las yedras decoran los muros y
paredes en las que se ven vestigios de pinturas decorativas y el
cielo raso ilumina todo el lugar. Polvo, telas de araña y
posiblemente ratas son sus únicos ocupantes, allí no había nada de
interés que mirar y decidí salir.
Cuando estaba en el exterior me
pareció oír mi nombre, alguien me llamaba, pero por más que busqué
no conseguí ver a nadie. Intentando no mancharme mucho, me largué.
Por la noche en la pensión, al calor
de la chimenea, me contaron que era una casa encantada, tras
abandonarla sus dueños, habían desaparecido poco a poco varios
niños del pueblo mientras jugaban en los alrededores, nunca los
encontraron, las familias desesperadas ofrecían recompensas, pero
llegaron a la conclusión que quizás allí se alojara algún
bandolero que los secuestraba.
En Goyaz anochece enseguida, desde mi
ventana podía contemplar como las sombras rodeaban la casa encantada
y ocultaban poco a poco la población. Suelo tardar en dormirme, por
lo que comencé a leer un libro que tomé prestado de la sala de
lectura. Lo escogí porque parecía antiguo, era un tratado sobre
las buenas maneras de la mujer casada y como debía tratar a su
esposo y a toda su parentela. No sabía si reírme o indignarme, por
lo que dejé la lectura y apagué la luz. Había olvidado cerrar la
contraventana para que la claridad del día no me despertara, estaba
en ello cuando percibí un resplandor en la casona, tal vez algún
indigente calentándose en la hoguera, pensé para mí.
Aquella noche en sueños vi la gran
casa ricamente decorada y celebrándose en ella una gran fiesta con
gente elegantemente vestida. La música sonaba en el ambiente y los
adornos florales inundaban con su olor las estancias. Una dama con
vistoso traje me llevaba en volandas por el salón de baile y me
enseñaba un armario al lado de la escalera, al abrir la puerta y
enseñarme su interior, me empujó, y yo caía y caía hasta que me
desperté sudorosa.
El desasosiego no me permitió
conciliar de nuevo el sueño, por lo que bajé temprano a desayunar,
aquella mañana tenía programada la visita al riachuelo de San
Juan-Iturri donde mi familia se refrescaba de los calores veraniegos
mientras los pequeños atrapaban caracoles y alguna trucha. No pude
llegar, mis pasos se encaminaron de nuevo a la destartalada casona.
Esta vez iba con más precaución al recordar la luz vista la noche
anterior. Pero allí, de nuevo, no había un alma. Me adentré en
la estancia que parecía el salón de baile, al fondo había restos
de lo que antaño debió ser una escalera. Oí un aleteo que me
asustó, y por mirar hacia arriba tropecé con una tabla, la cual al
caerse levantó una nube de polvo y alas que me rozaron la cara,
supuse que serían murciélagos. Mi garganta y mis ojos se
resintieron, y cuando cesé de toser y llorar fue cuando la vi, una
puerta abierta, la que me enseñaba la dama del sueño.
Tan oscuro estaba que no vislumbraba
su interior, calculé que el hueco no debía ser `profundo pues los
muros exteriores no parecían lejanos, y como soy una chica de
recursos se me ocurrió coger el móvil y encenderlo. Retrocedí al
instante, cayéndome de espaldas por la terrible visión. Sin
fijarme donde pisaba y a trompicones desanduve el camino y gritando
desaforadamente me acerqué a la pensión pidiendo auxilio. Con
signos y palabras entrecortadas pude hacer que me siguieran, y allí,
entre musgo, excrementos, suciedad y telarañas, todos horrorizados
pudieron encontrar los esqueletos.
Siete criaturas habían sido
confinadas en aquel lugar, una de ellas la hija de la dueña de la
pensión, amiga de mi madre, y de la que no pudo despedirse cuando se
marchó el último verano.
Tuve que permanecer unos días más
para prestar declaración a la policía y pude asistir al reguero de
familiares y curiosos que se acercaban al pueblo para comprobar en
primera mano lo que había pasado. La pena y el dolor se reflejaban
en algunas caras al recibir la terrible noticia.
Todo aquello me afectó mucho durante
un tiempo, por alguna razón el destino o lo que fuera encaminó mis
pasos hacia un lugar del que tanto oí hablar de niña, y del que
nunca tuve inquietud por conocer hasta esa ocasión.
El oír mi nombre, el soñar con ello,
y el dirigirme sin pensar hacia aquella puerta, me turba y me
preocupa, no me hace ni pizca de gracia el poder estar en contacto
con espíritus, aunque sea para algo bueno como fue el poder dar
descanso a aquellos pequeños cuerpos y a sus familias.
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