Goyaz- Marian Muñoz


                                          
        
            Tiene que ser a la luz del día cuando escriba estas líneas, porque si lo hago cuando ha oscurecido, no sólo no pegaré ojo en toda la noche, sino que es posible que me trastorne.
Todo comenzó aquel fin de semana que quise escapar de mi vida y de mi entorno, la inquietud no me daba sosiego y más tarde pude comprender que mi espíritu buscaba paz, pero no sólo la mía, sino la de unas pobres ánimas cuyas vidas fueron segadas en su más tierna infancia.
Creo que lo mejor es que empiece por el principio y consiga también aclarar mis ideas.
Tras duros años batallando contra un cáncer, conseguí alcanzar el veredicto de curada, al menos de momento, la siguiente revisión sería al cabo de cinco años, salvo que algún síntoma volviera a surgir.
La buena noticia la celebramos por todo lo alto, invité a todos los que me acompañaron en la dura batalla a celebrar la buena nueva, una merienda en el asador, y tras la celebración llegó el pinchazo.
Me desinflé como un globo, tras largo tiempo con una meta fija, no sabía qué iba a hacer o que era lo que quería, volvería al trabajo o me jubilaría por siempre jamás. El desanimo me vencía por no saber qué rumbo tomar. Intenté ordenar mis ideas en la cabeza y después en el papel, haciendo una lista de cosas que realmente me importaban y que deseaba realizar antes de volver a trabajar. En ello estaba, cuando sin saber porqué, escribí en el papel “conocer Goyaz”.
Goyaz era el pueblo en el que mi familia materna veraneaba huyendo de los calores de la capital, un pueblo pequeño y sencillo del que había visto multitud de fotos antiguas y del que me habían contado muchas historias ocurridas en aquellos veraneos tranquilos. Siempre me había intrigado donde estaría en el mapa, o quienes lo poblarían ahora, pero era tan pequeño que nunca le oí nombrar en televisión, en la radio, los periódicos o en los libros, así que de estar por el medio de la lista, me dispuse a que fuera mi primera decisión.
Tras una semana indagando por internet, recopilé toda la información posible y tras largas charlas nocturnas en el lecho conyugal, decidí viajar y conocer de primera mano aquel paraje.
Gracias a los adelantos modernos como el GPS conseguí no perderme en el camino y llegar a tiempo para la cena en la pensión, casualmente la misma en la que se alojaba mi familia, pero que debido al cambio de propietarios, no tenían conocimiento de ningún dato anterior de sus ocupantes.
La pensión esta cerca de la iglesia parroquial, de piedra de sillería, dedicada a la Asunción de Nuestra Señora, teniendo la peculiaridad de que en su parte delantera hay un frontón, el mismo donde mis tíos jugaban a la pelota tras asistir a misa, mientras doña Rosa preparaba la comida en la pensión.
A las afueras del pueblo están los restos de la casona de la marquesa, muy antigua y abandonada, donde solían corretear mis primos en busca de tesoros y lagartijas, pero ahora estaba en pésimas condiciones, Accedí al interior atravesando una jungla de zarzas, las yedras decoran los muros y paredes en las que se ven vestigios de pinturas decorativas y el cielo raso ilumina todo el lugar. Polvo, telas de araña y posiblemente ratas son sus únicos ocupantes, allí no había nada de interés que mirar y decidí salir.
Cuando estaba en el exterior me pareció oír mi nombre, alguien me llamaba, pero por más que busqué no conseguí ver a nadie. Intentando no mancharme mucho, me largué.
Por la noche en la pensión, al calor de la chimenea, me contaron que era una casa encantada, tras abandonarla sus dueños, habían desaparecido poco a poco varios niños del pueblo mientras jugaban en los alrededores, nunca los encontraron, las familias desesperadas ofrecían recompensas, pero llegaron a la conclusión que quizás allí se alojara algún bandolero que los secuestraba.
En Goyaz anochece enseguida, desde mi ventana podía contemplar como las sombras rodeaban la casa encantada y ocultaban poco a poco la población. Suelo tardar en dormirme, por lo que comencé a leer un libro que tomé prestado de la sala de lectura. Lo escogí porque parecía antiguo, era un tratado sobre las buenas maneras de la mujer casada y como debía tratar a su esposo y a toda su parentela. No sabía si reírme o indignarme, por lo que dejé la lectura y apagué la luz. Había olvidado cerrar la contraventana para que la claridad del día no me despertara, estaba en ello cuando percibí un resplandor en la casona, tal vez algún indigente calentándose en la hoguera, pensé para mí.
Aquella noche en sueños vi la gran casa ricamente decorada y celebrándose en ella una gran fiesta con gente elegantemente vestida. La música sonaba en el ambiente y los adornos florales inundaban con su olor las estancias. Una dama con vistoso traje me llevaba en volandas por el salón de baile y me enseñaba un armario al lado de la escalera, al abrir la puerta y enseñarme su interior, me empujó, y yo caía y caía hasta que me desperté sudorosa.
El desasosiego no me permitió conciliar de nuevo el sueño, por lo que bajé temprano a desayunar, aquella mañana tenía programada la visita al riachuelo de San Juan-Iturri donde mi familia se refrescaba de los calores veraniegos mientras los pequeños atrapaban caracoles y alguna trucha. No pude llegar, mis pasos se encaminaron de nuevo a la destartalada casona. Esta vez iba con más precaución al recordar la luz vista la noche anterior. Pero allí, de nuevo, no había un alma. Me adentré en la estancia que parecía el salón de baile, al fondo había restos de lo que antaño debió ser una escalera. Oí un aleteo que me asustó, y por mirar hacia arriba tropecé con una tabla, la cual al caerse levantó una nube de polvo y alas que me rozaron la cara, supuse que serían murciélagos. Mi garganta y mis ojos se resintieron, y cuando cesé de toser y llorar fue cuando la vi, una puerta abierta, la que me enseñaba la dama del sueño.
Tan oscuro estaba que no vislumbraba su interior, calculé que el hueco no debía ser `profundo pues los muros exteriores no parecían lejanos, y como soy una chica de recursos se me ocurrió coger el móvil y encenderlo. Retrocedí al instante, cayéndome de espaldas por la terrible visión. Sin fijarme donde pisaba y a trompicones desanduve el camino y gritando desaforadamente me acerqué a la pensión pidiendo auxilio. Con signos y palabras entrecortadas pude hacer que me siguieran, y allí, entre musgo, excrementos, suciedad y telarañas, todos horrorizados pudieron encontrar los esqueletos.
Siete criaturas habían sido confinadas en aquel lugar, una de ellas la hija de la dueña de la pensión, amiga de mi madre, y de la que no pudo despedirse cuando se marchó el último verano.
Tuve que permanecer unos días más para prestar declaración a la policía y pude asistir al reguero de familiares y curiosos que se acercaban al pueblo para comprobar en primera mano lo que había pasado. La pena y el dolor se reflejaban en algunas caras al recibir la terrible noticia.
Todo aquello me afectó mucho durante un tiempo, por alguna razón el destino o lo que fuera encaminó mis pasos hacia un lugar del que tanto oí hablar de niña, y del que nunca tuve inquietud por conocer hasta esa ocasión.
El oír mi nombre, el soñar con ello, y el dirigirme sin pensar hacia aquella puerta, me turba y me preocupa, no me hace ni pizca de gracia el poder estar en contacto con espíritus, aunque sea para algo bueno como fue el poder dar descanso a aquellos pequeños cuerpos y a sus familias.


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