El traqueteo del tren no la
permitía echar una cabezadita, el viaje iba a resultar largo e
intentaba que mediante un ligero sueño se hiciera más corto. Los
compañeros del compartimento tampoco ayudaban mucho con su
conversación gritona, se notaba que estaban excitados por el viaje y
no callaban ni un instante. Aún le faltaban un par de horas para
llegar a su destino y la dureza del asiento la estaba incomodando, no
se atrevía a salir al pasillo por si algún extraño fisgaba en la
maleta colocada en la red encima de su cabeza.
Hacía poco más de un año
que su vida había cambiado sin proponérselo, felizmente casada con
un guardabosques rural, sin hijos pero con muchos amigos y sobrinos
con los que compartir sus vidas. Le gustaba ocuparse de la granja,
cuidar a los animales, atender la pequeña huerta y recoger setas o
bayas le hacía disfrutar del contacto con la naturaleza. Pasaba
mucho tiempo sola debido a la ocupación de él, pero cuando
regresaba era tan cariñoso que la espera merecía la pena.
Nunca había salido del
pueblo, tan sólo para acompañar a sus padres o sus suegros al
medico, el mundo que ella conocía y amaba estaba allí, y todas esas
historias que contemplaba en la televisión no le producían ningún
interés.
Consideraba que su vida era
contemplativa como la de un convento pero con placeres carnales muy
satisfactorios. Todo le iba bien, hasta aquel desgraciado día.
Un desafortunado encuentro con
un oso acabó con la vida de él y con la suya. Le costó mucho
sobreponerse, pero el pueblo entero se volcó para ayudarla a superar
su infortunio. La pensión de viudedad era pequeña, pero
suficiente, pues se abastecía de los productos de su granja, y la
indemnización por el accidente la permitía algún capricho.
Tras un año de luto riguroso,
le entró la curiosidad de ver mundo, pulsó la opinión de sus
amigas y sus cuñados, todos estuvieron de acuerdo en que salir de
allí durante unos días era buena idea. Se compró una pequeña
maleta donde metió algo de ropa, su tía Engracia le regaló un
bolso
de viaje de color marrón a cuadros, y la maestra de la escuela le
dio un libro
para que se entretuviera en el viaje, porque le aseguraba que en
cuanto viera más allá de las montañas, no pararía de observarlo
todo.
Su primera parada era
Zaragoza,
la esperaba en la estación una prima de su madre quien la alojó en
su casa, con tan buena suerte que desde la ventana de su habitación
se veía la Basílica del Pilar, cansada como estaba del viaje y tras
contemplar la iluminación nocturna que le daba un alo de misterio y
santidad, se dispuso a dormir pues al día siguiente iría a
presentarse a la Virgen, a la que desde bien pequeña rezaba y le
debía su nombre, Pilar.
Tras un par de días
callejeando por la ciudad, no dejando un rincón sin visitar y
asombrada y encantada por tanto museos, iglesias y edificios
históricos tan maravillosos, se despidió de su prima y continuó
viaje.
Esta vez iba a resultar más
corto, tras el nerviosismo de los primeros días al descubrir un
mundo tan diferente al que encerraban sus montañas, se encontraba
más relajada y se enfrascó en la lectura del libro
que con tanto mimo la maestra le regalara, Peñas Arriba.
El paisaje por el que pasaban
y que vislumbraba al levantar la vista del libro,
era bien distinto al que leía. Se encontraba en la costa
mediterránea y en pleno verano, por lo que el terreno estaba seco y
árido, no había árboles como en su pueblo, pero enseguida comenzó
a contemplar el mar, un mar azul y tranquilo sobre el que de vez en
cuando se veía algún velero.
Llegó a su destino,
Peñiscola,
una población con un castillo en la colina. La luz del sol y los
colores vivos en la ropa de sus moradores le daban alegría y belleza
a esa pequeña ciudad. La claridad del paisaje Mediterráneo la
abrumaba.
El hostal en el que se
hospedaba estaba cerca de la playa, bueno la verdad es que todo
estaba cerca de ella, y se notaba en que siempre estaba llena de
gente, incluso por las noches muchos se bañaban en la oscuridad o
caminaban a lo largo de su interminable paseo, curioseando entre los
puestos de artesanía que todas las tardes se montaban.
Al principio no se atrevía a
pasar el día fuera de casa, pero en cuanto vio que nadie la miraba
ni la juzgaba por la ropa oscura que llevaba, empezó a sentir
confianza y a acompañar a todas aquellas personas en sus paseos o en
sus baños, no se sentía sola a pesar de no hablar con nadie, pero
observaba, todo lo miraba y en más de una ocasión se escandalizaba
por los comportamientos tan poco púdicos de algunas gentes.
Su intensa actividad no le
permitía echar de menos sus animales ni sus amistades, hasta que
llegó el día anterior a su partida, le gustaba aquel ambiente
siempre festivo, la música en los bares, las terrazas ruidosas con
las charlas de sus ocupantes, y como no, el susurro de las olas en la
madrugada, pero su pensión no daba para vivir allí, cualquier
producto resultaba más caro que en su pueblo, y salvo que se pusiera
a trabajar no iba a poder sobrevivir. La amistad que hizo con la
dueña del hostal le había servido para conocer el invierno de aquel
lugar, si bien era calido la ciudad se encontraba más tranquila y
vacía de visitantes, y más aburrido.
Contenta y con ganas de volver
a casa tomó el tren de regreso, esta vez el viaje iba a resultar
mucho más largo sin la parada hecha la semana anterior, pero se
encontraba tan relajada que no le importó, el bolso
marrón de cuadros lo llevaba repleto de pequeños recuerdos para
regalar, y el libro
cuya lectura había descuidado durante su estancia en Peñíscola,
lo volvió a retomar para recordar a donde iba y a donde pertenecía,
su lugar estaba en aquellas montañas y praderas entre las que su
vida había transcurrido, quien sabe, quizás el año que viene
podría hacer un viaje a otro lugar, y quitarse las telarañas de su
solitaria vida.
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