La estación - Cristina Muñiz Martín


                                                
Bruno despertó sobresaltado al sentir el chirrido producido por las ruedas del tren al frenar con brusquedad. Abrió los ojos desorientado, sin saber muy bien dónde estaba. Miró por la ventanilla. Ante él se desplegaba una estación subterránea, inmensa, nueva, moderna y llena de luz. Los sentidos de Bruno, aletargados por el sueño, se despejaron en un momento, poniéndose en alerta. Él no conocía esa estación, nunca había estado allí. Había subido hacía más o menos una hora en la estación de siempre, al lado de la facultad donde estudiaba y su destino era su casa. Las preguntas acudieron con rapidez a su mente ¿se había confundido de tren? Era imposible, llevaba cuatro años cogiendo el mismo tren a la misma hora, justo a la salida de la última clase. Además, pensó, por aquella parada solo pasaba un tren. Desconcertado, se puso en pie, tras recoger sus escasas pertenencias. Miró a su alrededor. Estaba solo. Nadie más iba en ese tren. Un tren extraño, como la estación, de forma de arco, casi formando una circunferencia completa, muy iluminado y tan largo que no conseguía vislumbrar el final.
Bruno salió del tren esperando ver a alguien, quizás un revisor o algún personal de servicio. No encontró a nadie. Todo estaba deshabitado e inmerso en un silencio doloroso a los oídos avezados al ruido. Supo que no podía hacer otra cosa que caminar hacia delante, a través del túnel infinito, pues el tren estaba varado frente a un muro de un material extraño.
Sus pies se pusieron en movimiento, a pasos cortos, mientras el miedo le iba royendo las entrañas. Sus ojos miraban con recelo las altas paredes, los grandes focos iluminados, el desierto que se presentaba ante ellos. Sus oídos trataban de percibir cualquier ruido, pero no conseguían escuchar más que el sonido metálico e inquietante producido por sus pasos. Su olfato se agudizó, comprobando que había una ausencia total de olor. Sus manos sudaban asustadas. La boca, reseca, se iba llenando de un sabor ácido y amargo a la vez.
Bruno caminó durante largo rato, sin tener noción del tiempo ni ver más que el túnel interminable ante él. De pronto, cuando ya desesperaba, creyó observar una claridad al fondo. Miró hacia atrás, buscando a un perseguidor imaginario y después echó a correr. No tardó su brazo izquierdo en tener que proteger sus ojos de un destello de luz natural y deslumbrante. El túnel se había acabado y ante él se presentaba una calle solitaria. Una sombra atravesaba de lado a lado la carretera como si una mano experta la hubiera encajado entre las dos aceras. El sol del mediodía caía vertial sobre el semáforo y las farolas. Unos metros más allá, un viejo y enorme árbol dormitaba escondido entre sus inmóviles ramas. Al final de la calle, un tranvía rojo y amarillo parecía esperar a sus pasajeros. Como si hubiera recibido una orden interna, Bruno se dirigió hacia él, subió y se sentó. El ronroneo agitado de las ruedas le indicó el comienzo del viaje. No llevaba conductor y estaba vacío. Bruno supo en ese momento que acababa de atravesar una nueva frontera. Supo que ya no podía volver atrás.
El tranvía avanzaba con lentitud mientras sus ruedas emitían unos leves gemidos. Los cristales no permitían ver más que el vacío del espacio exterior. Una nube blanquecina y densa parecía ocupar el interior desierto. Pero Bruno no estaba solo. Lo comprendió cuando sintió el calor producido por otros cuerpos. Cuando escuchó las palabras volando por el aire desnudo. Se preguntó entonces, si los demás lo verían a él. O si cada uno se veía solo a si mismo ¿Y el conductor? Porque había un conductor, de eso estaba seguro ¿Cómo si no había arrancado el tranvía en cuanto él ocupó su asiento?
Demasiadas preguntas sin respuesta. Bruno no se atrevía a moverse. Estaba alerta a los sonidos, a las palabras que viajaban por el aire, al ruido que producían los cuerpos al variar de posición. Pero ¿si escuchaba palabras no sería que era él el que no veía a los demás? ¿Cómo si no hablaban unos con otros? Se fijó entonces en lo que decían las palabras que hasta ese momento no eran más que palabras. No hablaban entre ellos, cada uno hablaba consigo mismo.
De pronto, sin previo aviso, el tranvía frenó con suavidad, como si temiera que las ruedas pudieran herir los raíles. Bruno sintió cuerpos en movimiento. Cuerpos que, como el suyo, iban perdiendo calor a medida que avanzaban. Sintió el crujir de los escalones de bajada. Después silencio. El tranvía permaneció varado en el que parecía ser su nuevo puerto. Bruno, tras dudarlo un momento, decidió apearse. Lo hizo con pausa, con miedo, mirando al exterior, a la nada. Porque no había nada. Solo aire. O acaso ni siquiera eso, no sabía. En cuanto sus pies abandonaron el tranvía, éste comenzó a ronronear de nuevo, desapareciendo de su vista. Miró al frente. Poco más allá parecía insinuarse una luz. Bruno se encaminó hacia ella despacio, la mirada a izquierda y derecha, los oídos atentos, los brazos intentando protegerlo del frío que amenazaba su cuerpo. La luz se agrandaba a medida que se aproximaba a ella. Parecía una entrada, o quizás una salida, no sabía. La traspasó y al hacerlo sintió su cuerpo deslizándose sin rozar el suelo, como si caminara sobre algodonosas nubes. Su cuerpo no pesaba. Ya no sentía frío. El miedo había desaparecido.
La luz lo inundaba todo. Miró hacía abajo. Una masa espesa de color blanco ocultaba sus pies y ascendía por sus piernas, como si quisiera abarcarlo entero. Bruno se agachó. Su mano derecha recorrió su pie, para cerciorarse de que seguía allí. Lo encontró helado. Después la deslizó hacía más abajo. No había nada, solo un gran vacío en el que flotaba su cuerpo. El miedo reapareció de nuevo al apreciar una especie de sombras negras, volando por encima de su cabeza, obligándole a agacharse, aunque no lo rozaban, como si fueran capaces de calcular la distancia que los separaba.
Bruno continuó caminando, alerta, nervioso, incapaz de comprender qué estaba pasando. Deseaba saber dónde estába o por lo menos a dónde se dirigía, pero todo era desconocido, como si estuviera sumergido en un sueño. Si quizás sea eso, se dijo a si mismo, solo un sueño. Pero la sensación era demasiado real como para ser un sueño.
De repente, una de las sombras negras se abalanzó sobre él y lo envolvió en un abrazo opresivo y oscuro. Bruno luchó agitando brazos y piernas, la respiración entrecortada, el miedo atenazándole cada poro de la piel. Tras una breve lucha la sombra desapareció dando paso a una luz especial, limpia y tranquilizadora. Cuando ya se había relajado, reapareció la sombra. De nuevo un abrazo opresivo y oscuro que a punto estuvo de hacer estallar sus pulmones. Bruno se resistía aún con más brío, desesperado ya con su situación, preguntándose si se habría vuelto loco. Esta vez le costaba más trabajo defenderse y se sentía al límite de sus fuerzas. El combate se le antojaba demasiado largo, estando a punto de abandonarse a su suerte. Sin embargo, cuando ya se sentía desfallecer, la sombra negra lo soltó desapareciendo de su vista. Bruno respiró profundamente, tratando de llenar de aire sus agotados pulmones. Sin saber por qué, pensó en volver sobre sus pasos. Lo hizo, caminando con el temor de caer en no sabía qué profundo agujero.
Volvió a traspasar la entrada en sentido contrario y al hacerlo el vacío bajo sus pies comenzó a transformarse en algo más sólido, quizás demasiado blando, pero sólido al fin y acabo. El silencio seguía siendo absoluto. Ante él una nueva entrada envuelta en una luz tenúe y esperanzadora. Se dirigió hacia ella y al traspasarla se vio en medio de un inmeso prado cubierto por hierbas altas y jugosas. Al fondo, unas figuras familiares le hacían señas. Echó a correr al reconocer a su madre. Corrió y corrió pero parecía que cuanto más avanzaba más retrocedía ella. Decidió correr aún más aprisa. Lo hizo con desesperación, necesitaba a su madre más que nunca. De pronto sus pasos se hicieron cada vez más rápidos y su madre se fue acercando. Sí, ya estaba muy cerca, tan solo los separaban unos cuantos metros. Bruno, al límite de sus fuerzas corrió hasta refugiarse en sus brazos. Ella retrocedió, rechazando el abrazo. Bruno la miró desorientado ¿qué le pasaba? ¿por qué no quería abrazarlo? Su madre le lanzó un beso tierno y fugaz con la punta de los dedos y con una seña le dijo que mirara hacia atrás. Bruno no entendía, pero hizo lo que le pedía. Su padre y sus dos hermanos lo llamaban desde el otro extremo del prado. No lograba interpretar la desesperación dibujada en sus rostros y se volvió para preguntarle a su madre, pero había desaparecido. Bruno, sumamente confuso, caminó a grandes pasos hacia su padre y hermanos. Esta vez el camino fue corto. En apenas un instante ya estaban enlazados por un abrazo fuerte y emotivo.
Noelia y Marcos emitieron un suspiro de alivio. Tras media hora luchando contra la muerte, habían logrado salvar la vida del chaval al que se le había parado súbitamente el corazón.

Licencia de Creative Commons

Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional.


No hay comentarios:

Publicar un comentario