Bruno despertó sobresaltado al sentir el chirrido producido por las
ruedas del tren al frenar con brusquedad. Abrió los ojos
desorientado, sin saber muy bien dónde estaba. Miró por la
ventanilla. Ante él se desplegaba una estación subterránea,
inmensa, nueva, moderna y llena de luz. Los sentidos de Bruno, aletargados por el
sueño, se despejaron en un momento, poniéndose en alerta. Él no
conocía esa estación, nunca había estado allí. Había subido
hacía más o menos una hora en la estación de siempre, al lado de
la facultad donde estudiaba y su destino era su casa. Las preguntas
acudieron con rapidez a su mente ¿se había confundido de tren? Era
imposible, llevaba cuatro años cogiendo el mismo tren a la misma
hora, justo a la salida de la última clase. Además, pensó, por
aquella parada solo pasaba un tren. Desconcertado, se puso en pie,
tras recoger sus escasas pertenencias. Miró a su alrededor. Estaba
solo. Nadie más iba en ese tren. Un tren extraño, como la estación,
de forma de arco, casi formando una circunferencia completa, muy
iluminado y tan largo que no conseguía vislumbrar el final.
Bruno salió del tren esperando ver a alguien, quizás un revisor o
algún personal de servicio. No encontró a nadie. Todo estaba
deshabitado e inmerso en un silencio doloroso a los oídos avezados
al ruido. Supo que no podía hacer otra cosa que caminar hacia
delante, a través del túnel infinito, pues el tren estaba varado
frente a un muro de un material extraño.
Sus pies se pusieron en movimiento, a pasos cortos, mientras el
miedo le iba royendo las entrañas. Sus ojos miraban con recelo las
altas paredes, los grandes focos iluminados, el desierto que se
presentaba ante ellos. Sus oídos trataban de percibir cualquier
ruido, pero no conseguían escuchar más que el sonido metálico e
inquietante producido por sus pasos. Su olfato se agudizó,
comprobando que había una ausencia total de olor. Sus manos sudaban
asustadas. La boca, reseca, se iba llenando de un sabor ácido y
amargo a la vez.
Bruno caminó durante largo rato, sin tener noción del tiempo ni
ver más que el túnel interminable ante él. De pronto, cuando ya
desesperaba, creyó observar una claridad al fondo. Miró hacia
atrás, buscando a un perseguidor imaginario y después echó a
correr. No tardó su brazo izquierdo en tener que proteger sus ojos
de un destello de luz natural y deslumbrante. El túnel se había
acabado y ante él se presentaba una calle solitaria. Una sombra
atravesaba de lado a lado la carretera como si una mano experta la
hubiera encajado entre las dos aceras. El sol del mediodía caía
vertial sobre el semáforo y las farolas. Unos metros más allá, un
viejo y enorme árbol dormitaba escondido entre sus inmóviles ramas.
Al final de la calle, un tranvía rojo y amarillo parecía esperar a
sus pasajeros. Como si hubiera recibido una orden interna, Bruno se
dirigió hacia él, subió y se sentó. El ronroneo agitado de las
ruedas le indicó el comienzo del viaje. No llevaba conductor y
estaba vacío. Bruno supo en ese momento que acababa de atravesar una
nueva frontera. Supo que ya no podía volver atrás.
El tranvía avanzaba con lentitud mientras sus ruedas emitían unos
leves gemidos. Los cristales no permitían ver más que el vacío del
espacio exterior. Una nube blanquecina y densa parecía ocupar el
interior desierto. Pero Bruno no estaba solo. Lo comprendió cuando
sintió el calor producido por otros cuerpos. Cuando escuchó las
palabras volando por el aire desnudo. Se preguntó entonces, si los
demás lo verían a él. O si cada uno se veía solo a si mismo ¿Y
el conductor? Porque había un conductor, de eso estaba seguro ¿Cómo
si no había arrancado el tranvía en cuanto él ocupó su asiento?
Demasiadas preguntas sin respuesta. Bruno no se atrevía a moverse.
Estaba alerta a los sonidos, a las palabras que viajaban por el aire,
al ruido que producían los cuerpos al variar de posición. Pero ¿si
escuchaba palabras no sería que era él el que no veía a los demás?
¿Cómo si no hablaban unos con otros? Se fijó entonces en lo que
decían las palabras que hasta ese momento no eran más que palabras.
No hablaban entre ellos, cada uno hablaba consigo mismo.
De pronto, sin previo aviso, el tranvía frenó con suavidad, como
si temiera que las ruedas pudieran herir los raíles. Bruno sintió
cuerpos en movimiento. Cuerpos que, como el suyo, iban perdiendo
calor a medida que avanzaban. Sintió el crujir de los escalones de
bajada. Después silencio. El tranvía permaneció varado en el que
parecía ser su nuevo puerto. Bruno, tras dudarlo un momento, decidió
apearse. Lo hizo con pausa, con miedo, mirando al exterior, a la
nada. Porque no había nada. Solo aire. O acaso ni siquiera eso, no
sabía. En cuanto sus pies abandonaron el tranvía, éste comenzó a
ronronear de nuevo, desapareciendo de su vista. Miró al frente.
Poco más allá parecía insinuarse una luz. Bruno se encaminó hacia
ella despacio, la mirada a izquierda y derecha, los oídos atentos,
los brazos intentando protegerlo del frío que amenazaba su cuerpo.
La luz se agrandaba a medida que se aproximaba a ella. Parecía una
entrada, o quizás una salida, no sabía. La traspasó y al hacerlo
sintió su cuerpo deslizándose sin rozar el suelo, como si caminara
sobre algodonosas nubes. Su cuerpo no pesaba. Ya no sentía frío. El
miedo había desaparecido.
La luz lo inundaba todo. Miró hacía abajo. Una masa espesa de
color blanco ocultaba sus pies y ascendía por sus piernas, como si
quisiera abarcarlo entero. Bruno se agachó. Su mano derecha recorrió
su pie, para cerciorarse de que seguía allí. Lo encontró helado.
Después la deslizó hacía más abajo. No había nada, solo un gran
vacío en el que flotaba su cuerpo. El miedo reapareció de nuevo al
apreciar una especie de sombras negras, volando por encima de su
cabeza, obligándole a agacharse, aunque no lo rozaban, como si
fueran capaces de calcular la distancia que los separaba.
Bruno continuó caminando, alerta, nervioso, incapaz de comprender
qué estaba pasando. Deseaba saber dónde estába o por lo menos a
dónde se dirigía, pero todo era desconocido, como si estuviera
sumergido en un sueño. Si quizás sea eso, se dijo a si mismo, solo
un sueño. Pero la sensación era demasiado real como para ser un
sueño.
De repente, una de las sombras negras se abalanzó sobre él y lo
envolvió en un abrazo opresivo y oscuro. Bruno luchó agitando
brazos y piernas, la respiración entrecortada, el miedo atenazándole
cada poro de la piel. Tras una breve lucha la sombra desapareció
dando paso a una luz especial, limpia y tranquilizadora. Cuando ya se
había relajado, reapareció la sombra. De nuevo un abrazo opresivo y
oscuro que a punto estuvo de hacer estallar sus pulmones. Bruno se
resistía aún con más brío, desesperado ya con su situación,
preguntándose si se habría vuelto loco. Esta vez le costaba más
trabajo defenderse y se sentía al límite de sus fuerzas. El combate
se le antojaba demasiado largo, estando a punto de abandonarse a su
suerte. Sin embargo, cuando ya se sentía desfallecer, la sombra
negra lo soltó desapareciendo de su vista. Bruno respiró
profundamente, tratando de llenar de aire sus agotados pulmones. Sin
saber por qué, pensó en volver sobre sus pasos. Lo hizo,
caminando con el temor de caer en no sabía qué profundo agujero.
Volvió a traspasar la entrada en sentido contrario y al hacerlo el
vacío bajo sus pies comenzó a transformarse en algo más sólido,
quizás demasiado blando, pero sólido al fin y acabo. El silencio
seguía siendo absoluto. Ante él una nueva entrada envuelta en una
luz tenúe y esperanzadora. Se dirigió hacia ella y al traspasarla
se vio en medio de un inmeso prado cubierto por hierbas altas y
jugosas. Al fondo, unas figuras familiares le hacían señas. Echó a
correr al reconocer a su madre. Corrió y corrió pero parecía que
cuanto más avanzaba más retrocedía ella. Decidió correr aún más
aprisa. Lo hizo con desesperación, necesitaba a su madre más que
nunca. De pronto sus pasos se hicieron cada vez más rápidos y su
madre se fue acercando. Sí, ya estaba muy cerca, tan solo los
separaban unos cuantos metros. Bruno, al límite de sus fuerzas
corrió hasta refugiarse en sus brazos. Ella retrocedió, rechazando
el abrazo. Bruno la miró desorientado ¿qué le pasaba? ¿por qué
no quería abrazarlo? Su madre le lanzó un beso tierno y fugaz con
la punta de los dedos y con una seña le dijo que mirara hacia atrás.
Bruno no entendía, pero hizo lo que le pedía. Su padre y sus dos
hermanos lo llamaban desde el otro extremo del prado. No lograba
interpretar la desesperación dibujada en sus rostros y se volvió
para preguntarle a su madre, pero había desaparecido. Bruno,
sumamente confuso, caminó a grandes pasos hacia su padre y
hermanos. Esta vez el camino fue corto. En apenas un instante ya
estaban enlazados por un abrazo fuerte y emotivo.
Noelia y Marcos emitieron un suspiro de alivio. Tras media hora
luchando contra la muerte, habían logrado salvar la vida del chaval
al que se le había parado súbitamente el corazón.
Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional.
No hay comentarios:
Publicar un comentario