Mi padre. Esa figura tan
querida y odiada al mismo tiempo. Recuerdo su metro ochenta y cinco
de altura, ciento veinte quilos de peso, moviéndose por la casa con
energía, como si no le costara nada arrastrar esa mole por la vida.
Dando órdenes, siempre dando órdenes. A todos: a mamá, a mi, a mis
hermanos, a los criados, a los jornaleros. Él era el dueño y señor
de todos nosotros, no solo de nuestros cuerpos, sino también de
nuestras mentes, pues no dudaba en dictarnos qué debíamos o no
debíamos pensar, sin dudar ni por un momento en que pudiéramos
desobecederlo.
Yo lo quería, no sé por
qué, pero lo quería. Mis hermanos no. Y mamá no lo sé, en
realidad no sé mucho de lo que ella siente o piensa. Papá no era
una persona que se hiciera querer, creo que tampoco le importaba. No
necesitaba sentirse querido, solo admirado y temido. Ese era su
carácter. Por suerte, ninguno de nosotros salió a él. Enrique y
Margarita salieron más a mamá, una mujer hermosa, a la que mi padre
quiso comprar nada más conocerla a sus diecisiete años. Porque eso
hizo; comprarla. Mi abuelo, arruinado, no puso objeción alguna, más
bien agradeció ese golpe de suerte que le proporcionaba el destino.
Había sido dueño de una vasta extensión de tierra y de cientos de
cabezas de ganado. Algo que una sequía pertinaz de cinco años,
acabó destruyendo, pues él ya estaba demasiado viejo y cansado para
seguir luchando y no había tenido hijo varón que siguiera con la
hacienda. Solo tenia a mamá. Se había casado ya mayor y así y todo
mamá tardó en llegar, por lo que más que su padre parecía su
abuelo. La abuela había muerto en el parto. Mamá nunca contó nada,
pero puedo imaginarme lo que sentiría al saber que a sus diecisiete
años iba a casarse con el hombre más rico de la isla. Un hombre que
tenía veinte años más que ella, y que ya a esos treinta y siete
años lucía su impresionante corpachón, fruto de la genética y
reforzado con copiosas comidas y abundantes licores. No sé si fueron
felices, pero nunca vi entre ellos una muestra de afecto. Él
trataba bien a mamá, la colmaba de regalos y la dejaba hacer lo que
él consideraba adecuado, como comprar vestidos y joyas para
exhibirse bonita y elegante. Puede que mamá, educada en esos
principios, no sufriera por ello, que lo considerara normal, como así
lo considera hoy en día mi hermana Margarita, casada, madre de cinco
hijos y que vive como dueña y señora de su casa, siempre bajo las
órdenes de su querido Ramiro, un hombre que, como papá, no piensa
más que en acrecentar su hacienda. Mi hermano mayor, Enrique, era el
que mejor se llevaba con papá, por ser el heredero y por no replicar
nunca a nuestro progenitor, por más que éste le exigiera más que a
ningún otro miembro de la casa, incluyendo a los criados. Ha pasado
un año de la muerte de papá y la hacienda ya no es lo que era,
Enrique no tiene el carácter necesario para llevar los asuntos de
la casa y de las tierras. Asdrúbal era diferente, más como yo, con
nuestras ideas propias, que nos contábamos desde muy niños a
escondidas de los demás, sabiendo que solo podíamos confiar el uno
en el otro. Pero Asdrúbal no está. Murió en un accidente de
circulación tres años antes de morir papá. Lo echo mucho de menos.
Tanto como a papá. Los demás creo que se sintieron liberados con su
muerte. Enrique, desde el momento del fallecimiento de papá , empezó
a dar órdenes a todo el mundo, como si llevara esperando ese momento
mucho tiempo. Lo malo es que sus órdenes, la mayor parte de las
veces, carecen del mínimo sentido común, lo que está haciendo que
el imperio que construyó mi padre se esté desmoronando
irremediablemente. Después del entierro, al que acudió toda la
isla, en la casa reinaba un aire de alivio y en el resto de la
hacienda una sombra de incertidumbre, pues tanto los criados de la
casa como los jornaleros desconfiaban de las aptitudes de su nuevo
amo. Yo sabía lo que tenía que hacer; marchar de casa, salir del
lugar en el que había pasado toda mi vida para labrar mi propio
camino. Ya nada me lo impedía. Solo papá era capaz de retenerme
allí, como lo había hecho cuando al finalizar mis estudios, le pedí
que me dejara ir a vivir por mi cuenta. Montó en cólera y dijo que
no, sin dar una sola explicación sobre su decisión. Yo temía que
quisiera casarme, pues ya tenía edad para ello, pero al parecer
quería retenerme a su lado. Había decidido para mi, su hija
pequeña, que me quedara en la casa, convirtiéndome así en una
especie de solterona siempre solícita a las necesidades familiares,
especialmente las de mis padres. Me atreví a decirle que era un
egoísta, que no pensaba en mi felicidad, sino en la suya. Me
respondió serio, pero sin ira “La felicidad no existe, mi niña.
Solo existe el poder y el dinero. Y a ti te necesito aquí, para que
ayudes a Enrique, cuando yo ya no esté, ya sabes que él no vale
gran cosa. Tu serás su mano derecha”. Le pregunté si quería
saber mi opinión sobre su decisión y me dijo que no, que no le
importaba lo que pensara, que él sabía que era lo mejor para mí, y
que daba por zanjada esa charla para siempre. Lloré días y noches,
sintiéndome prisionera en mi propia casa, sintiendo que mi padre era
mi carcelero. Mi madre me consolaba sin palabras, tendiéndose a mi
lado en la cama, acariciándome el pelo y regalándome besos llenos
de ternura. Creo que me estaba transmitiendo su pesar de joven,
cuando supo de su boda. Creo que siempre se sintió prisionera de mi
padre, como todos los demás de la casa.
Cuando murió. fui la única
persona que no sentí alivio por la desaparición del ser que
dominaba nuestro mundo. Lo lloré. Lo lloré mucho. Lo quería.
Curiosamente lo quería más que a mi madre, quizás porque siempre
vi en ella lo que menos me gusta de las personas; la debilidad que
los hace renunciar a sus sueños. Sí, ella se abandonó a su vida
sin una queja, sin una mala cara. Cuando papá le ordenaba algo o le
llamaba la atención ella se mostraba sumisa, como si no pudiera
hacer otra cosa, como si hubiera nacido para ello.
Mi padre me arrancó una
promesa antes de morir. Y por ello permanecí un año más en la
casa, tratando de ayudar a Enrique, tratando de mantener el
patrimonio creado por mi padre. Fue inútil. Fue inútil mi esfuerzo
de ayudar a mi inútil hermano. Si viviera aún Asdrúbal, él sabría
hacer las cosas, pero solo quedábamos Enrique y yo. Y mi madre,
claro. Pero mi madre no sabía hacer nada sin alguien que se lo
ordenara.
Al año, consideré cumplida
mi promesa y llegado el momento de hacer mi propia vida. No dije nada
y comencé a preparar el equipaje. Pocas cosas: fotografías
familiares, algo de ropa, algún recuerdo y poco más. Cuando lo tuve
todo dispuesto fui a ver las tumbas de mi hermano y mi padre, una al
lado de la otra. Coloqué unas flores y derramé abundantes lágrimas.
Los quería tanto a los dos....Después fui hasta la casa y seguí
con mis actividades como cualquier otro día. A la hora de la cena,
sentados a la mesa Enrique, mamá y yo, les dije que abandonaba la
casa. Mamá quedó muda, pálida y triste, sin saber qué decir o qué
hacer. Enrique se levantó violentamente, dio un puñetazo en la mesa
que hizo saltar un plato y dos vasos y dijo, apuntándome con el
dedo, que no me permitía, bajo ningún concepto, dejar la casa. Vi
que quería copiar la manera de ser de papá, pero no llegaba ni a
ser una falsificación mala y barata del hombre que nos dio la vida.
Lo miré con indiferencia y subí a mi habitación. Fue tras de mi.
Entró en el cuarto y me recordó su prohibición, apuntándome con
el dedo, rojo de ira y de impotencia, creo. Le dije que saliera de
allí, que esa era mi habitación y no tenía derecho a violentar mi
intimidad y mucho menos ningún derecho sobre mi. Levantó una mano
amenazante. Yo lo miré a los ojos y le dije “No te atrevas a
tocarme” “Y si lo hago qué” “Te arrrepentirás”, dije yo.
“Te arrepentirás” Su rabia descendió de repente, como si un
ascensor se desplomara desde un piso elevado. Me miró y vi sus ojos
anegados de lágrimas “No me dejes solo, por favor. No puedo con
ello. Yo no soy papá”. Vi en él al niño desvalido que siempre
estaba bajo las faldas de mamá, algo que le costó algún que otro
correazo. No sentí nada. Me di cuenta en ese momento que no sentía
nada por mi hermano Enrique, como no sentía nada por mi madre. No
soportaba su carácter débil, su sumisión, su falta de energía,
de ideas propias. Tampoco sentía nada especial por Margarita, cuyo
único fin en su vida era hacer una buena boda. Yo solo quise a dos
personas: a mi hermano Asdrúbal y a mi padre. Sobre todo a mi padre.
Creo que su sombra me perseguirá siempre.
Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional.
No hay comentarios:
Publicar un comentario