La sombra de mi padre - Cristina Muñiz Martín

 









 

Mi padre. Esa figura tan querida y odiada al mismo tiempo. Recuerdo su metro ochenta y cinco de altura, ciento veinte quilos de peso, moviéndose por la casa con energía, como si no le costara nada arrastrar esa mole por la vida. Dando órdenes, siempre dando órdenes. A todos: a mamá, a mi, a mis hermanos, a los criados, a los jornaleros. Él era el dueño y señor de todos nosotros, no solo de nuestros cuerpos, sino también de nuestras mentes, pues no dudaba en dictarnos qué debíamos o no debíamos pensar, sin dudar ni por un momento en que pudiéramos desobecederlo.
Yo lo quería, no sé por qué, pero lo quería. Mis hermanos no. Y mamá no lo sé, en realidad no sé mucho de lo que ella siente o piensa. Papá no era una persona que se hiciera querer, creo que tampoco le importaba. No necesitaba sentirse querido, solo admirado y temido. Ese era su carácter. Por suerte, ninguno de nosotros salió a él. Enrique y Margarita salieron más a mamá, una mujer hermosa, a la que mi padre quiso comprar nada más conocerla a sus diecisiete años. Porque eso hizo; comprarla. Mi abuelo, arruinado, no puso objeción alguna, más bien agradeció ese golpe de suerte que le proporcionaba el destino. Había sido dueño de una vasta extensión de tierra y de cientos de cabezas de ganado. Algo que una sequía pertinaz de cinco años, acabó destruyendo, pues él ya estaba demasiado viejo y cansado para seguir luchando y no había tenido hijo varón que siguiera con la hacienda. Solo tenia a mamá. Se había casado ya mayor y así y todo mamá tardó en llegar, por lo que más que su padre parecía su abuelo. La abuela había muerto en el parto. Mamá nunca contó nada, pero puedo imaginarme lo que sentiría al saber que a sus diecisiete años iba a casarse con el hombre más rico de la isla. Un hombre que tenía veinte años más que ella, y que ya a esos treinta y siete años lucía su impresionante corpachón, fruto de la genética y reforzado con copiosas comidas y abundantes licores. No sé si fueron felices, pero nunca vi entre ellos una muestra de afecto. Él trataba bien a mamá, la colmaba de regalos y la dejaba hacer lo que él consideraba adecuado, como comprar vestidos y joyas para exhibirse bonita y elegante. Puede que mamá, educada en esos principios, no sufriera por ello, que lo considerara normal, como así lo considera hoy en día mi hermana Margarita, casada, madre de cinco hijos y que vive como dueña y señora de su casa, siempre bajo las órdenes de su querido Ramiro, un hombre que, como papá, no piensa más que en acrecentar su hacienda. Mi hermano mayor, Enrique, era el que mejor se llevaba con papá, por ser el heredero y por no replicar nunca a nuestro progenitor, por más que éste le exigiera más que a ningún otro miembro de la casa, incluyendo a los criados. Ha pasado un año de la muerte de papá y la hacienda ya no es lo que era, Enrique no tiene el carácter necesario para llevar los asuntos de la casa y de las tierras. Asdrúbal era diferente, más como yo, con nuestras ideas propias, que nos contábamos desde muy niños a escondidas de los demás, sabiendo que solo podíamos confiar el uno en el otro. Pero Asdrúbal no está. Murió en un accidente de circulación tres años antes de morir papá. Lo echo mucho de menos. Tanto como a papá. Los demás creo que se sintieron liberados con su muerte. Enrique, desde el momento del fallecimiento de papá , empezó a dar órdenes a todo el mundo, como si llevara esperando ese momento mucho tiempo. Lo malo es que sus órdenes, la mayor parte de las veces, carecen del mínimo sentido común, lo que está haciendo que el imperio que construyó mi padre se esté desmoronando irremediablemente. Después del entierro, al que acudió toda la isla, en la casa reinaba un aire de alivio y en el resto de la hacienda una sombra de incertidumbre, pues tanto los criados de la casa como los jornaleros desconfiaban de las aptitudes de su nuevo amo. Yo sabía lo que tenía que hacer; marchar de casa, salir del lugar en el que había pasado toda mi vida para labrar mi propio camino. Ya nada me lo impedía. Solo papá era capaz de retenerme allí, como lo había hecho cuando al finalizar mis estudios, le pedí que me dejara ir a vivir por mi cuenta. Montó en cólera y dijo que no, sin dar una sola explicación sobre su decisión. Yo temía que quisiera casarme, pues ya tenía edad para ello, pero al parecer quería retenerme a su lado. Había decidido para mi, su hija pequeña, que me quedara en la casa, convirtiéndome así en una especie de solterona siempre solícita a las necesidades familiares, especialmente las de mis padres. Me atreví a decirle que era un egoísta, que no pensaba en mi felicidad, sino en la suya. Me respondió serio, pero sin ira “La felicidad no existe, mi niña. Solo existe el poder y el dinero. Y a ti te necesito aquí, para que ayudes a Enrique, cuando yo ya no esté, ya sabes que él no vale gran cosa. Tu serás su mano derecha”. Le pregunté si quería saber mi opinión sobre su decisión y me dijo que no, que no le importaba lo que pensara, que él sabía que era lo mejor para mí, y que daba por zanjada esa charla para siempre. Lloré días y noches, sintiéndome prisionera en mi propia casa, sintiendo que mi padre era mi carcelero. Mi madre me consolaba sin palabras, tendiéndose a mi lado en la cama, acariciándome el pelo y regalándome besos llenos de ternura. Creo que me estaba transmitiendo su pesar de joven, cuando supo de su boda. Creo que siempre se sintió prisionera de mi padre, como todos los demás de la casa.
Cuando murió. fui la única persona que no sentí alivio por la desaparición del ser que dominaba nuestro mundo. Lo lloré. Lo lloré mucho. Lo quería. Curiosamente lo quería más que a mi madre, quizás porque siempre vi en ella lo que menos me gusta de las personas; la debilidad que los hace renunciar a sus sueños. Sí, ella se abandonó a su vida sin una queja, sin una mala cara. Cuando papá le ordenaba algo o le llamaba la atención ella se mostraba sumisa, como si no pudiera hacer otra cosa, como si hubiera nacido para ello.
Mi padre me arrancó una promesa antes de morir. Y por ello permanecí un año más en la casa, tratando de ayudar a Enrique, tratando de mantener el patrimonio creado por mi padre. Fue inútil. Fue inútil mi esfuerzo de ayudar a mi inútil hermano. Si viviera aún Asdrúbal, él sabría hacer las cosas, pero solo quedábamos Enrique y yo. Y mi madre, claro. Pero mi madre no sabía hacer nada sin alguien que se lo ordenara.
Al año, consideré cumplida mi promesa y llegado el momento de hacer mi propia vida. No dije nada y comencé a preparar el equipaje. Pocas cosas: fotografías familiares, algo de ropa, algún recuerdo y poco más. Cuando lo tuve todo dispuesto fui a ver las tumbas de mi hermano y mi padre, una al lado de la otra. Coloqué unas flores y derramé abundantes lágrimas. Los quería tanto a los dos....Después fui hasta la casa y seguí con mis actividades como cualquier otro día. A la hora de la cena, sentados a la mesa Enrique, mamá y yo, les dije que abandonaba la casa. Mamá quedó muda, pálida y triste, sin saber qué decir o qué hacer. Enrique se levantó violentamente, dio un puñetazo en la mesa que hizo saltar un plato y dos vasos y dijo, apuntándome con el dedo, que no me permitía, bajo ningún concepto, dejar la casa. Vi que quería copiar la manera de ser de papá, pero no llegaba ni a ser una falsificación mala y barata del hombre que nos dio la vida. Lo miré con indiferencia y subí a mi habitación. Fue tras de mi. Entró en el cuarto y me recordó su prohibición, apuntándome con el dedo, rojo de ira y de impotencia, creo. Le dije que saliera de allí, que esa era mi habitación y no tenía derecho a violentar mi intimidad y mucho menos ningún derecho sobre mi. Levantó una mano amenazante. Yo lo miré a los ojos y le dije “No te atrevas a tocarme” “Y si lo hago qué” “Te arrrepentirás”, dije yo. “Te arrepentirás” Su rabia descendió de repente, como si un ascensor se desplomara desde un piso elevado. Me miró y vi sus ojos anegados de lágrimas “No me dejes solo, por favor. No puedo con ello. Yo no soy papá”. Vi en él al niño desvalido que siempre estaba bajo las faldas de mamá, algo que le costó algún que otro correazo. No sentí nada. Me di cuenta en ese momento que no sentía nada por mi hermano Enrique, como no sentía nada por mi madre. No soportaba su carácter débil, su sumisión, su falta de energía, de ideas propias. Tampoco sentía nada especial por Margarita, cuyo único fin en su vida era hacer una buena boda. Yo solo quise a dos personas: a mi hermano Asdrúbal y a mi padre. Sobre todo a mi padre. Creo que su sombra me perseguirá siempre.




























Licencia de Creative Commons

Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional.

No hay comentarios:

Publicar un comentario