Se empeñó y como siempre, se salió con la suya, y allá nos fuimos, a celebrar San Valentín a ese rinconcito del mundo donde nos habíamos conocido.
Poca
gente había en el pueblo, sólo los cuatro viejos que no se van
porque no tienen adónde ir, pero el resto hasta Semana Santa no
aparecen. Normal, un pueblo que se pasa casi todo el invierno
aislado por la nieve, no es lugar para vivir seguro, tan sólo para
los románticos de la naturaleza que soportan calamidades en pos de
defender el retorno a los orígenes.
Tuve
que adelantar trabajo la semana anterior para poder hacer la
escapadita que él tanto deseaba, también a mi me hacía ilusión
pasar una noche mirando al firmamento y observando las estrellas sin
las molestas nubes de contaminación, pero precisamente en Febrero no
es el mejor momento para hacerlo, al menos es lo que pensaba yo. Aún
así le dejé que se saliera con la suya, estaba muy animado y no sé
que era, pero me daba que estaba tramando algo, y como las sorpresas
me encantan, nos pusimos en camino.
El
viaje no me resultó largo, pensando en una romántica cena a la luz
de las velas en el salón al calor de la chimenea. Tantas veces lo
había visto en las películas, que realmente me apetecía comprobar
si era tan sensacional.
Llegamos
de noche y no pudimos ver nada del paisaje, mientras él hacía la
cama en la habitación con 5 mantas según le indiqué, ya que no
quería pasar nada de frío, me dispuse a preparar la cena y encender
la chimenea para que calentara la casa, la cual estaba muy fría.
El
calentador del agua no funcionaba, seguro que el último que lo usó
ni se dio cuenta, porque mi cuñado Martín es un poco guarrín, y es
de los que no usa el agua ni para lavarse, todo lo hace con alcohol.
Tras
una frugal cena con sopa incluida para entrar en calor, nos acostamos
cansados pensando en disfrutar al día siguiente de un estupendo día
de monte.
El
primer día nunca duermo bien porque extraño la cama, y en esa
ocasión también extrañé las ventanas y el suelo, las maderas no
paraban de crujir y el viento parecía haberse alojado en la misma
estancia que nosotros, no paró en toda la noche. No sé cómo podía
roncar, con tanto ruido en el exterior no había quien durmiera, sólo
esperaba que al día siguiente pudiera estar suficientemente
despejada para seguirle el ritmo de la marcha que pretendía.
Al
despertar me olía a tostadas y café, con esos aromas ¿quién no se
levanta de buena gana? Pero al mirar por la ventana mi ánimo decayó,
sólo se podía mirar al exterior por la mitad de ella, la otra mitad
estaba tapada por la nieve, el viento que oí toda la noche era una
ventisca y de las buenas, por lo que tendríamos que trabajar de lo
lindo para poder salir a la calle.
La
televisión no funcionaba y las emisoras de radio malamente se
cogían, por no hablar de la cobertura del móvil, ¡que divertido!
Estábamos atrapados allí, desconectados de la civilización y sin
saber si podríamos salir de casa. El viento seguía azotando nieve
contra las ventanas y fue entonces cuando comencé a sentir pánico.
Intenté reflexionar sobre nuestra situación, teníamos comida para
unos cuantos días, ya que siempre se dejan latas y briks para la
siguiente visita, también leña, cerillas y mantas para el frío,
pero de las cañerías no manaba agua, se habían congelado, de
momento teníamos electricidad, pero por si acaso hice acopio de
todas las velas que en la casa hubiera.
Él
seguía tan pancho disfrutando del momento, poco contrariado por los
planes que teníamos y no poder llevarlos a cabo, pero encantado con
el asedio que la nieve hacía a la casa, le recordaba los tiempos
cuando era niño y los Reyes Magos entraban por la galería de arriba
sin necesidad de escalera. Sí todo muy romántico, pero
claustrofóbico diría yo.
Desde
las habitaciones de arriba se divisaban algunas casas del pueblo
también cubiertas por la nieve, que no paraba de caer y no dejaba
ver mucho más allá. Nos pusimos manos a la obra, a cavar un camino
que nos permitiera salir de la casa y al menos dar un paseo. Le
costó, vaya si le costó, cuando era pequeño eso lo hacían sus
tíos, pero ahora, ja, ahora le tocaba a él, y con tanto sillón bol
no estaba en condiciones de hacerlo solito, así que le ayudé, voy
al gimnasio dos días por semana y me recorro mis 5 kilómetros el
resto de días, así que yo estaba en mejor forma que él, pero no
pensaba hacérselo ver.
Lo
conseguimos, salimos afuera y del coche sólo se veía la antena de
la radio, suponíamos que ahí abajo debía de estar, no nos hizo
falta abrir la verja para salir a la calle y tras comprobar que no
había un alma por allí, ¡a quien se le iba a ocurrir salir con ese
tiempo!, nos volvimos a casita pensando en preparar nuestro nidito de
amor, ya que no había cosa mejor que hacer.
Preparar
lo preparamos, pero no lo disfrutamos porque empezó a quejarse de un
dolor en la barriga, claro se había zampado no sé cuantas tortitas
hechas con harina a saber desde cuando estaba por allí. Le hice una
infusión de manzanilla para aliviarle, que algo sí se le pasó,
pero no del todo. Quería hacerse el valiente, pero tenía la cara
desencajada, se le notaba que le dolía y mucho, así que empecé a
preocuparme, cuando le tocaba, él saltaba, parece que no era una
indigestión, había algo más y con mis pocos conocimientos de
medicina, me acordé del apéndice, y claro, lo que faltaba, oportuno
por demás, un ataque de apendicitis me suponía.
Seguíamos
sin cobertura en el móvil, así que le tapé con mantas y dejé a mi
dolorido amor en la cama, para intentar contactar con alguien y que
llamaran a urgencias para llevarle a un hospital. Tres vecinos con
los que dí no tenían cobertura en el móvil, con mucho esfuerzo nos
acercamos al bar del pueblo, que estaba cerrado, encontramos las
llaves, y localizamos un teléfono fijo. Desde allí llamé al 112,
que amablemente me respondió que en cuanto pudiera llegaría una
ambulancia, no no, les decía no, ambulancia no, un helicóptero, que
estamos hasta arriba de nieve y él no puede aguantar tanto. Me
decían que no me preocupara que enseguida llegarían.
Dos
días estuvo el pobre penando por su barriga, dolor tras dolor,
quejido continuo tenía, y por allí nadie aparecía. Hasta que al
fin una quitanieves llegó, abriendo camino a una ambulancia, como
pudimos le metieron en camilla y yo de acompañante, como en una
procesión seguimos a la quitanieves que nos abría paso por la
carretera.
Al
final llegamos al hospital, más muerto que vivo, le operaron de
urgencia confiando en llegar a tiempo, la peritonitis fue gorda, pero
como es joven consiguió superarla, y tras el susto que pasamos y los
dolores que aguantó, no le quedaron más ganas de disfrutar de San
Valentín, ni de la nieve en el pueblo.
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