Frío polar - Marian Muñoz





 

Se empeñó y como siempre, se salió con la suya, y allá nos fuimos, a celebrar San Valentín a ese rinconcito del mundo donde nos habíamos conocido.
Poca gente había en el pueblo, sólo los cuatro viejos que no se van porque no tienen adónde ir, pero el resto hasta Semana Santa no aparecen. Normal, un pueblo que se pasa casi todo el invierno aislado por la nieve, no es lugar para vivir seguro, tan sólo para los románticos de la naturaleza que soportan calamidades en pos de defender el retorno a los orígenes.
Tuve que adelantar trabajo la semana anterior para poder hacer la escapadita que él tanto deseaba, también a mi me hacía ilusión pasar una noche mirando al firmamento y observando las estrellas sin las molestas nubes de contaminación, pero precisamente en Febrero no es el mejor momento para hacerlo, al menos es lo que pensaba yo. Aún así le dejé que se saliera con la suya, estaba muy animado y no sé que era, pero me daba que estaba tramando algo, y como las sorpresas me encantan, nos pusimos en camino.
El viaje no me resultó largo, pensando en una romántica cena a la luz de las velas en el salón al calor de la chimenea. Tantas veces lo había visto en las películas, que realmente me apetecía comprobar si era tan sensacional.
Llegamos de noche y no pudimos ver nada del paisaje, mientras él hacía la cama en la habitación con 5 mantas según le indiqué, ya que no quería pasar nada de frío, me dispuse a preparar la cena y encender la chimenea para que calentara la casa, la cual estaba muy fría.
El calentador del agua no funcionaba, seguro que el último que lo usó ni se dio cuenta, porque mi cuñado Martín es un poco guarrín, y es de los que no usa el agua ni para lavarse, todo lo hace con alcohol.
Tras una frugal cena con sopa incluida para entrar en calor, nos acostamos cansados pensando en disfrutar al día siguiente de un estupendo día de monte.
El primer día nunca duermo bien porque extraño la cama, y en esa ocasión también extrañé las ventanas y el suelo, las maderas no paraban de crujir y el viento parecía haberse alojado en la misma estancia que nosotros, no paró en toda la noche. No sé cómo podía roncar, con tanto ruido en el exterior no había quien durmiera, sólo esperaba que al día siguiente pudiera estar suficientemente despejada para seguirle el ritmo de la marcha que pretendía.
Al despertar me olía a tostadas y café, con esos aromas ¿quién no se levanta de buena gana? Pero al mirar por la ventana mi ánimo decayó, sólo se podía mirar al exterior por la mitad de ella, la otra mitad estaba tapada por la nieve, el viento que oí toda la noche era una ventisca y de las buenas, por lo que tendríamos que trabajar de lo lindo para poder salir a la calle.
La televisión no funcionaba y las emisoras de radio malamente se cogían, por no hablar de la cobertura del móvil, ¡que divertido! Estábamos atrapados allí, desconectados de la civilización y sin saber si podríamos salir de casa. El viento seguía azotando nieve contra las ventanas y fue entonces cuando comencé a sentir pánico. Intenté reflexionar sobre nuestra situación, teníamos comida para unos cuantos días, ya que siempre se dejan latas y briks para la siguiente visita, también leña, cerillas y mantas para el frío, pero de las cañerías no manaba agua, se habían congelado, de momento teníamos electricidad, pero por si acaso hice acopio de todas las velas que en la casa hubiera.
Él seguía tan pancho disfrutando del momento, poco contrariado por los planes que teníamos y no poder llevarlos a cabo, pero encantado con el asedio que la nieve hacía a la casa, le recordaba los tiempos cuando era niño y los Reyes Magos entraban por la galería de arriba sin necesidad de escalera. Sí todo muy romántico, pero claustrofóbico diría yo.
Desde las habitaciones de arriba se divisaban algunas casas del pueblo también cubiertas por la nieve, que no paraba de caer y no dejaba ver mucho más allá. Nos pusimos manos a la obra, a cavar un camino que nos permitiera salir de la casa y al menos dar un paseo. Le costó, vaya si le costó, cuando era pequeño eso lo hacían sus tíos, pero ahora, ja, ahora le tocaba a él, y con tanto sillón bol no estaba en condiciones de hacerlo solito, así que le ayudé, voy al gimnasio dos días por semana y me recorro mis 5 kilómetros el resto de días, así que yo estaba en mejor forma que él, pero no pensaba hacérselo ver.
Lo conseguimos, salimos afuera y del coche sólo se veía la antena de la radio, suponíamos que ahí abajo debía de estar, no nos hizo falta abrir la verja para salir a la calle y tras comprobar que no había un alma por allí, ¡a quien se le iba a ocurrir salir con ese tiempo!, nos volvimos a casita pensando en preparar nuestro nidito de amor, ya que no había cosa mejor que hacer.
Preparar lo preparamos, pero no lo disfrutamos porque empezó a quejarse de un dolor en la barriga, claro se había zampado no sé cuantas tortitas hechas con harina a saber desde cuando estaba por allí. Le hice una infusión de manzanilla para aliviarle, que algo sí se le pasó, pero no del todo. Quería hacerse el valiente, pero tenía la cara desencajada, se le notaba que le dolía y mucho, así que empecé a preocuparme, cuando le tocaba, él saltaba, parece que no era una indigestión, había algo más y con mis pocos conocimientos de medicina, me acordé del apéndice, y claro, lo que faltaba, oportuno por demás, un ataque de apendicitis me suponía.
Seguíamos sin cobertura en el móvil, así que le tapé con mantas y dejé a mi dolorido amor en la cama, para intentar contactar con alguien y que llamaran a urgencias para llevarle a un hospital. Tres vecinos con los que dí no tenían cobertura en el móvil, con mucho esfuerzo nos acercamos al bar del pueblo, que estaba cerrado, encontramos las llaves, y localizamos un teléfono fijo. Desde allí llamé al 112, que amablemente me respondió que en cuanto pudiera llegaría una ambulancia, no no, les decía no, ambulancia no, un helicóptero, que estamos hasta arriba de nieve y él no puede aguantar tanto. Me decían que no me preocupara que enseguida llegarían.
Dos días estuvo el pobre penando por su barriga, dolor tras dolor, quejido continuo tenía, y por allí nadie aparecía. Hasta que al fin una quitanieves llegó, abriendo camino a una ambulancia, como pudimos le metieron en camilla y yo de acompañante, como en una procesión seguimos a la quitanieves que nos abría paso por la carretera.
Al final llegamos al hospital, más muerto que vivo, le operaron de urgencia confiando en llegar a tiempo, la peritonitis fue gorda, pero como es joven consiguió superarla, y tras el susto que pasamos y los dolores que aguantó, no le quedaron más ganas de disfrutar de San Valentín, ni de la nieve en el pueblo.


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