La última vez que puse en práctica una de mis pequeñas venganzas fue el verano pasado, en una tienda de estas finolis y pija de una conocida diseñadora que no voy a nombrar para no hacerle publicidad. Tiene ropa tan mona que no puedo evitar pararme frente al escaparate cada vez que paso por allí, pero claro, cada uno de los preciosos vestidos que llama mi atención cuestan más o menos el doble de mi sueldo como funcionaria en el Ministerio de Educación, así que me tengo que conformar con mirar, no me queda otro remedio.
Pero ocurrió que en las rebajas de verano llamó mi atención una falda preciosa, larga , blanca, de estilo ibicenco... y para mi sorpresa el precio, aunque caro, era más o menos asequible para mi bolsillo, teniendo en cuenta, eso sí, que si me la compraba que quedaría sin la paga extra de julio.
En un arranque de optimismo y de derroche me dije que daba igual, total las anteriores Navidades el gobierno ya me había robado la extra correspondiente, ahora mi bolsillo quedaría igual, pero al menos tendría la maravillosa falda.
El día en cuestión iba vestida en plan deportivo, mallas, zapatillas deportivas y esas cosas.
Cuando entré en la tienda las dependientas comenzaron a mirarme con asco, arrugando la nariz, como si yo fuera una apestada y cuando pregunté por la falda en cuestión una de ellas me respondió la siguiente lindeza:
-La falda está vendida – me dijo con un aire de superioridad que me irritó, mirándome de arriba abajo – además, no creo que pudieras comprártela.
No le respondí, para qué, es mucho más divertido pasar a la acción. No sabía aquella muchachita con quién se estaba enfrentando.
Dos semanas después me vestí con mis mejores galas, vestido ajustado, taconazos, pelo de
peluquería y maquillaje discreto, me hice con unas cuantas bolsas de conocidas marcas, y volví a la tienda. Mi apariencia era la de Julia Roberts en Pretty Woman cuando se fue de tiendas, y lo mismo que le pasó a ella, en cuando me vieron poner el pié en el local las dependientas me sonrieron y se pusieron a mi servicio como tontas. La verdad es que yo tenía toda la pinta de pija con dinero, y eso era lo que pretendía.
Me probé unos veinte vestidos. Cuando miraba la etiqueta y veía el precio casi me daba un
pasmo, pero era muy divertido. A este le encontraba un defecto, a aquel otro otro defecto... hasta que me decidí por el más caro de la tienda. Costaba exactamente seis mil euros. Me lo
empaquetaron, me lo metieron en una bolsa muy glamurosa, me acompañaron a caja, saqué mi tarjeta bancaria y cuando la estúpida dependienta alargó la mano para cogerla, yo la retiré de su alcance y puse cara de pensar.
-Uy, qué cosas me pasan – dije mostrando mi mejor sonrisa – acabo de recordar que este mes me pasan el cargo del piano de cola que compré el mes pasado, el recibo del seguro del coche y la contribución de mi chalet. Creo que voy a dejar el vestido para mejor ocasión. Y es que qué cara está la vida ¿verdad?
Me di media vuelta y las chicas se quedaron con cara de palo. Al salir tiré las bolsas que llevaba en una papelera, las miré a través del cristal, les guiñé un ojo y sentí algo parecido a la felicidad completa.
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