Me encantaba el otoño.
Para mí era la estación más hermosa del año, con sus colores
pardos y rojizos, el aire frío de noviembre, el olor a castañas,
los días cortos y los paseos por el parque cuyo suelo aparece
cubierto de hojas secas que crujen con los pasos. Me gustaba el otoño
hasta que ocurrió lo que ocurrió.
Mi hija de quince
años salía a correr todos los días por aquel parque. Una hora de
carrera y regresaba a casa. Un día no regresó y me alarmé. Ayudada
por unos vecinos salí a buscarla y la encontramos tirada en una
esquina, con su cuerpo desnudo medio cubierto por las hojas secas.
Alguien la había violado, no era un sueño, era
la realidad más cruda y brutal. Aquello que siempre pasaba a los
demás, esa vez me había tocado a mi, a ella, que nos creíamos, no
sé por qué, a resguardo de la desgracia. Era otoño.
No cogieron al culpable pero, lo que son las cosas, un día mi
niña, meses más tarde, lo reconoció por la calle. Era un señor
respetable, que salía de uno de los edificios de oficinas más
importantes de la ciudad. Un hombre como aquel jamás levantaría
sospechas. Y a aquellas alturas sería su palabra contra la mía. No
iba a volver a hacer pasar a mi hija por un infierno. La justicia
estaba en mi mano.
Mientras tejía en silencio mi venganza, el azar se puso de nuevo
de mi parte. Una noche aquel hombre ingresó en el hospital en que yo
trabajo, víctima de unos dolores de espalda. No podía desaprovechar
la oportunidad. Me introduje en el box en el que estaba postrado en
una cama, con una botellita de suero conectada a su brazo.
Le pregunté cómo se encontraba y me contestó que había tenido
tiempos mejores. “Yo también, cabrón” pensé para mi. Sin más
conversación inyecté en el suero un jeringuilla de aire y salí de
allí despidiéndome con una sonrisa. A los pocos minutos escuché
que al caballero del box número seis le estaba dando un infarto.
Ahora ya no me gusta el otoño, prefiero el verano, porque hace
mucho calor y me recuerda el infierno en que se tiene que estar
pudriendo el caballero del box número seis.
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Me gusta. La moral dice que no hay que tomar la justicia por tu mano. El corazón clama por lo contrario.
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