Nunca fue muy entretenido salir de excursión con mi marido, sin
embargo no dejo de hacerlo. Bueno, lo de “nunca” es un pelín
drástico. En el pasado sí que fue divertido, parecía que
compartíamos los mismos gustos.
La semana pasada nos fuimos dirección Castilla-León y mientras él
paraba en el campo a admirar plantas casi secas y recoger tomillo o
albahaca, yo estaba deseando llegar a León capital y hacer una
pequeña parada en una tienda de antigüedades que ya conocía de
otras ocasiones. Dejando al petimetre de mi marido dentro del coche
esperando, me adentré en la vieja tienda polvorienta. Al fondo
estaba el dueño tras una mesa vieja, dispuesto a catalogar diversas
piezas, una aldaba de bronce y un almirez con mucha historia a base
de golpes, por su aspecto.
El anticuario alzó la vista como preguntando si deseaba algo. Me
hubiera gustado decirle que quería la lámpara maravillosa y una
alfombra voladora, para alejarme surcando los vientos y reírme desde
lo alto de todos, con la lámpara pedir tres deseos; uno, que mi
marido hiciese desaparecer aquella desazón que le acompañaba. Dos,
que volviésemos a ser los de antes y tres, que el dueño de la
tienda dejase de observarme con el cacumen que lo hacía. Le contesté
a su mirada con dos palabras, “sólo miro”. Y así después de
otear los artículos de la estancia, me quedé plasmada mirando una
vieja maleta que me trajo recuerdos de mi niñez, cuando subía al
desván de la casa de mis padres donde mi madre conservaba piezas
antiguas de sus antepasados. Recuerdo que había una maleta como la
que le compré al anticuario. La maleta del desván había
pertenecido a mi tío Emiliano (eso me contaba mi madre),
desaparecido años atrás. La maleta de mi tío tenía un doble forro
que yo había descubierto donde guardaba unas cartas, yo era una niña
y no me dio curiosidad leerlas. Pero viendo la vieja maleta en la
tienda, se me ocurrió abrirla y descubrí que también tenía doble
fondo. Disimuladamente lo registré y comprobé que guardaba un
secreto, saqué mi mano y me llevé la maleta hacia el dueño, que me
volvió a mirar, pero esta vez, muy serio, o eso creí yo porque
aquél bigote, tipo “Pancho Villa” daba respeto. Me cobró
sesenta euros por una maleta polvorienta, de madera, forrada de tela
gris. Bien lo valía dado que guardaba un secreto. Salí de la tienda
muy contenta. Mi marido estaba muy serio. “Vámonos” le dije. A
la vuelta volvió a parar en el campo, admirando plantas y árboles.
Yo aproveché a descubrir el secreto de la maleta ¡No podía ser!
¿Cómo era posible? La maleta guardaba cartas dirigidas a un tal
Servando y remitidas por mi madre. Ella se había deshecho de la
maleta antes de su muerte pero cosas de la casualidad, la maleta
volvió a la familia.
Lo que las cartas desvelaron fue la verdad de mi vida. Mi padre no
estaba muerto. Se había ido lejos, nos había abandonado y mi madre
le había reclamado una y otra vez para que la ayudase a criarme,
pero las cartas le eran devueltas. Triste y decepcionante realidad
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