La
vi na noche de fiesta en medio del gentío. Era alta, esbelta y de
caderas prominentes. La
imaginé con pechos generosos sonriendo de forma lánguida, como con desgana, mostrando su
hilera de dientes blanquísimos, brillantes, mientras clavaba sus ojos de azabache en los míos y me
hablaba son suavidad.
La vi en medio del gentío y la seguí, no sé por qué, era como si aquel trasero que movía con
descaro tuviera la fuerza de un imán y mi propio yo fuera de metal. Quería verle la cara y descubrir
si era realmente como yo la imaginaba. Así que apresuré mis pasos hasta ponerme a su altura.
Entonces vi que su piel era negra como el ébano y mi cuerpo comenzó a temblar, a punto de
desmayarse. Siempre me habían gustado las mujeres negras, poblaban mis fantasías sin que yo
pudiera hacer nada para impedirlo, y tener a una al alcance de mi mano era la consumación de mis
ilusiones.
Continué detrás de ella con estudiado disimulo por todo el recinto de la feria. Supuse que estaría
disfrutando de aquel jolgorio nuevo y diferente. Y de pronto entró en la caseta como perico por su
casa. “Pulpos Josefina” rezaba el toldo del puesto. Se puso un delantal y tomó las riendas del
recipiente de cobre en el que gorgoteaba el delicioso molusco. Mi asombro fue tal que ni a mi mujer
de ébano se le escapó la cara de imbécil que se me debió de quedar en aquel momento.
-¡Qué rapaciño! - me dijo con un acento gallego que resonó en mis oídos como música celestial -
¿Non queres unha tapiña de polbo?
Negra, gallega y pulpeira. La mujer perfecta. Me costó conquistarla pero lo conseguí y con el
rollo este de la crisis nos hemos venido a Guinea Ecuatorial, la tierra de sus abuelos, y hemos
montado un restaurante. Nos va de vicio y como pueden imaginar, la especialidad es pulpo a la
gallega.
imaginé con pechos generosos sonriendo de forma lánguida, como con desgana, mostrando su
hilera de dientes blanquísimos, brillantes, mientras clavaba sus ojos de azabache en los míos y me
hablaba son suavidad.
La vi en medio del gentío y la seguí, no sé por qué, era como si aquel trasero que movía con
descaro tuviera la fuerza de un imán y mi propio yo fuera de metal. Quería verle la cara y descubrir
si era realmente como yo la imaginaba. Así que apresuré mis pasos hasta ponerme a su altura.
Entonces vi que su piel era negra como el ébano y mi cuerpo comenzó a temblar, a punto de
desmayarse. Siempre me habían gustado las mujeres negras, poblaban mis fantasías sin que yo
pudiera hacer nada para impedirlo, y tener a una al alcance de mi mano era la consumación de mis
ilusiones.
Continué detrás de ella con estudiado disimulo por todo el recinto de la feria. Supuse que estaría
disfrutando de aquel jolgorio nuevo y diferente. Y de pronto entró en la caseta como perico por su
casa. “Pulpos Josefina” rezaba el toldo del puesto. Se puso un delantal y tomó las riendas del
recipiente de cobre en el que gorgoteaba el delicioso molusco. Mi asombro fue tal que ni a mi mujer
de ébano se le escapó la cara de imbécil que se me debió de quedar en aquel momento.
-¡Qué rapaciño! - me dijo con un acento gallego que resonó en mis oídos como música celestial -
¿Non queres unha tapiña de polbo?
Negra, gallega y pulpeira. La mujer perfecta. Me costó conquistarla pero lo conseguí y con el
rollo este de la crisis nos hemos venido a Guinea Ecuatorial, la tierra de sus abuelos, y hemos
montado un restaurante. Nos va de vicio y como pueden imaginar, la especialidad es pulpo a la
gallega.
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Dicen que siempre hay un roto para un descosido. Y la vida nos enseña que es así. Al final lo único que importa es lo que siente el corazón.
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