La llave - Cristina Muñiz Martín

                                       







Luis siente la furia del viento azotando el mundo exterior. A su lado, en la habitación en penumbra, su hijo duerme tranquilo y confiado. El padre saborea el momento, embriagado por el aroma de la piel infantil, el calor del pequeño cuerpo reconfortando su pena de los últimos meses. Satisfecho, cierra los ojos y se sume en un estado semiinconsciente de bienestar.
De pronto, un sonido rompe la quietud de la tarde. Luis levanta la cabeza, agudizando el oído. No tarda en escuchar otro ruido, éste más fuerte. Extrañado, se incorpora en la cama, con lentitud, evitando despertar al niño. Sale del cuarto y camina descalzo por el pasillo hasta percibir unas sombras moviéndose por la planta inferior. Retrocede instintivamente, apoyando su cuerpo contra la pared. Su corazón comienza a palpitar de forma acelerada. Sus manos, húmedas, inician una danza inquieta. Sus tripas resuenan como un motor averiado. En ese momento se arrepiente de haberse desplazado a la urbanización, donde en los meses de invierno apenas aparece algún que otro vecino. Pero necesitaba tranquilidad, pasar ese tarde con su hijo, los dos solos, después de dos meses sin verlo, tras la separación.
El cuerpo de Luis recibe una oleada de sudor frío al acordarse del móvil yaciendo inerte sobre la mesa del salón, donde lo dejó para que nadie pudiera interrumpir su siesta. Con cuidado, va desandando el camino hasta el cuarto donde, ajeno al peligro, continúa durmiendo el niño. El padre, con los pulmones pidiendo a gritos un aire que no llega, repasa mentalmente la casa buscando un sitio donde esconderse, pero por mucho que cavila no encuentra un lugar adecuado. Se maldice a si mismo por no saber qué hacer, mientras en su cabeza martillean los reproches de Elena “Eres un inútil que no sabes hacer frente a ningún conflicto, ni siquiera a los más pequeños”. Luis, a su pesar, se recuerda a si mismo indeciso, sin saber qué hacer cuando los atracó aquel drogadicto navaja en mano. Fue ella quien salvó la situación, quien evitó que los pinchara. En otra ocasión, cuando un hombre metió la mano debajo de la falda de su mujer, él había quedado paralizado y Elena se había defendido asestándole una patada en los testículos. Pero ahora tiene que hacer algo. Está el niño. Al niño no puede pasarle nada. No, él no permitirá que le pase nada. Si por lo menos pudiera saltar por la ventana con el chiquillo en brazos... pero hay demasiada altura. No, no puede saltar; se matarían.
El padre despierta a su hijo con suavidad. El niño abre los ojos desorientado, dejando escapar un gemido que por suerte no llega a los oídos de los ladrones. Pero tarde o temprano subirán. Tarde o temprano se encontrará con ellos. Lo único que puede hacer es intentar salvar al pequeño.
El chiquillo percibe el nerviosismo de su padre y le pregunta qué pasa, subiendo la voz. Luis le hace callar poniendo su dedo índice sobre los labios. El niño lloriquea. El padre le susurra al oido “No llores, han venido unos amigos míos y estamos jugando al escondite ¿quieres jugar tu también?”. Los ojos del niño se iluminan al escuchar esas palabras y dice “sí” muy bajito.
Luis siente ya los pasos de varias personas subiendo por la escalera, mientras en su pecho comienza a nacer un dolor sordo, incómodo. Respira profundamente. Habla al niño despacio, luchando porque no perciba el temblor en su voz. “Si nos encuentran perdemos el juego ¿entiendes? Tienes que estar quieto y callado, muy callado. Si ganamos, te compraré un juguete nuevo” El niño contesta moviendo la cabeza, sus labios sellados en una mueca alegre. A una señal del padre, se mete en el baúl situado a los pies de la cama, el baúl del que Elena se encaprichó en el viaje de novios. Es un baúl grande y pesado, con adornos dorados en las esquinas y una preciosa llave también dorada en la cerradura. Luis apenas puede aguantar las nauseas. Su cuerpo está atrapado en una red de sudor helado. El dolor del pecho asciende por su cuello. Con la vista medio nublada, cierra el arcón y aprieta con fuerza la llave en su mano izquierda mientras piensa “Si sólo me golpean, cuando recobre el conocimiento lo sacaré del baúl. Si me matan, cuando la policía encuentre la llave en mi mano, sabrá dónde buscarlo. No pasará mucho tiempo sin que Elena llame, y cuando no reciba respuesta se alarmará. Pase lo que pase mi hijo estará a salvo”
Luis intenta llegar hasta la cama, pero el dolor del pecho se intensifica aún más, atrapándole la mandíbula y el brazo izquierdo. La llave se desliza de su mano y cae tintineando sobre el pavimento, emitiendo una canción siniestra. El estruendo producido por un cuerpo al desplomarse es su acompañamiento. Los ladrones, alertados por el ruido, se acercan al cuarto pistola en mano. Cuando ven a un hombre tendido en el suelo, sonríen y terminan de desvalijar la casa.
Como suponía Luis, Elena no tarda en marcar su número varias veces, pero otras tantas vuelve a colgar. No quiere darle ese gusto. No quiere que piense que está nerviosa o preocupada por dejarle al niño. Pero al día siguiente ya no puede más y, durante horas, llama sin cesar y sin obtener respuesta. A las cuatro de la tarde, intranquila, se pone en contacto con los padres de Mario. Ellos también están preocupados, pues su hijo no ha acudido a comer con ellos, como había prometido. Tampoco responde a sus llamadas. Nadie sabe dónde está Mario, ni sus padres, ni sus hermanos, ni sus amigos. Por fin, un compañero de trabajo recuerda que habló de ir pasar el fin de semana a la urbanización, a cincuenta kilómetros de la ciudad.
Elena se dirige allí rápidamente. Sus padres también van con ella, el padre conduciendo y maldiciendo a su ex yerno, la madre en el asiento trasero consolando a su hija. Cuando llegan a la casa, la puerta abierta y el desorden no les augura nada bueno. Elena recorre la casa corriendo, llorando, llamándolos a gritos. Encuentra a Luis en el cuarto compartido durante tantas noches, tirado en el suelo, inmóvil, frío. No hay rastro del niño.
Lo que no sabe Elena es que su hijo, tras entrar en el baúl, permanece quieto y callado para conseguir su juguete. Después, cuando se apagan los murmullos de la casa, llama a su padre en voz baja. Lo llama cada vez más alto. Lo llama a gritos. El niño, con sus brazos menudos, golpea la tapa de su encierro. Ya no quiere estar allí. No le gusta la oscuridad. No quiere el juguete nuevo. El niño llora llamando a su padre, a su madre, a sus abuelos, a sus profesores. Quiere hacer pis. No puede aguantar. Se lo hace encima. Llora. Gime. Protesta. Suspira. El agotamiento acaba sumergiéndolo en un sueño intranquilo, plagado de peligros. Despierta. Llora. Llama a sus padres a gritos. Está incómodo. No puede estirar las piernas. Quiere ver la luz. Ver a mamá. Acostarse en su cama. Golpea repetidamente la tapa del baúl, hasta hacerse daño en las manos. Le duele la barriga. Le escuecen los ojos. Le pica la garganta. Vuelve a hacerse pis encima. Llora hasta quedar ronco y agotado. La vigilia y el sueño se suceden como las mareas de un mar embravecido, hasta que el cansancio y la falta de aire lo zambullen en un sueño largo y profundo.
Lo que aún no sabe la madre, aunque no tardarán en explicárselo los de la brigada científica, es cuánto tarda en agotarse el oxigeno en una baúl cerrado, con un niño de cuatro años, llorando y gritando en su interior.




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1 comentario:

  1. Angustioso, sobre todo el final abierto que te hace preguntarte cuánto tiempo....

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