Luis siente la furia del viento azotando el mundo exterior. A su
lado, en la habitación en penumbra, su hijo duerme tranquilo y
confiado. El padre saborea el momento, embriagado por el aroma de la
piel infantil, el calor del pequeño cuerpo reconfortando su pena de
los últimos meses. Satisfecho, cierra los ojos y se sume en un
estado semiinconsciente de bienestar.
De pronto, un sonido rompe la quietud de la tarde. Luis levanta la
cabeza, agudizando el oído. No tarda en escuchar otro ruido, éste
más fuerte. Extrañado, se incorpora en la cama, con lentitud,
evitando despertar al niño. Sale del cuarto y camina descalzo por el
pasillo hasta percibir unas sombras moviéndose por la planta
inferior. Retrocede instintivamente, apoyando su cuerpo contra la
pared. Su corazón comienza a palpitar de forma acelerada. Sus manos,
húmedas, inician una danza inquieta. Sus tripas resuenan como un
motor averiado. En ese momento se arrepiente de haberse desplazado a
la urbanización, donde en los meses de invierno apenas aparece algún
que otro vecino. Pero necesitaba tranquilidad, pasar ese tarde con su
hijo, los dos solos, después de dos meses sin verlo, tras la
separación.
El cuerpo de Luis recibe una oleada de sudor frío al acordarse del
móvil yaciendo inerte sobre la mesa del salón, donde lo dejó para
que nadie pudiera interrumpir su siesta. Con cuidado, va desandando
el camino hasta el cuarto donde, ajeno al peligro, continúa
durmiendo el niño. El padre, con los pulmones pidiendo a gritos un
aire que no llega, repasa mentalmente la casa buscando un sitio donde
esconderse, pero por mucho que cavila no encuentra un lugar adecuado.
Se maldice a si mismo por no saber qué hacer, mientras en su cabeza
martillean los reproches de Elena “Eres un inútil que no sabes
hacer frente a ningún conflicto, ni siquiera a los más pequeños”.
Luis, a su pesar, se recuerda a si mismo indeciso, sin saber qué
hacer cuando los atracó aquel drogadicto navaja en mano. Fue ella
quien salvó la situación, quien evitó que los pinchara. En otra
ocasión, cuando un hombre metió la mano debajo de la falda de su
mujer, él había quedado paralizado y Elena se había defendido
asestándole una patada en los testículos. Pero ahora tiene que
hacer algo. Está el niño. Al niño no puede pasarle nada. No, él
no permitirá que le pase nada. Si por lo menos pudiera saltar por la
ventana con el chiquillo en brazos... pero hay demasiada altura. No,
no puede saltar; se matarían.
El padre despierta a su hijo con suavidad. El niño abre los ojos
desorientado, dejando escapar un gemido que por suerte no llega a los
oídos de los ladrones. Pero tarde o temprano subirán. Tarde o
temprano se encontrará con ellos. Lo único que puede hacer es
intentar salvar al pequeño.
El chiquillo percibe el nerviosismo de su padre y le pregunta qué
pasa, subiendo la voz. Luis le hace callar poniendo su dedo índice
sobre los labios. El niño lloriquea. El padre le susurra al oido “No
llores, han venido unos amigos míos y estamos jugando al escondite
¿quieres jugar tu también?”. Los ojos del niño se iluminan al
escuchar esas palabras y dice “sí” muy bajito.
Luis siente ya los pasos de varias personas subiendo por la
escalera, mientras en su pecho comienza a nacer un dolor sordo,
incómodo. Respira profundamente. Habla al niño despacio, luchando
porque no perciba el temblor en su voz. “Si nos encuentran
perdemos el juego ¿entiendes? Tienes que estar quieto y callado, muy
callado. Si ganamos, te compraré un juguete nuevo” El niño
contesta moviendo la cabeza, sus labios sellados en una mueca alegre.
A una señal del padre, se mete en el baúl situado a los pies de la
cama, el baúl del que Elena se encaprichó en el viaje de novios. Es
un baúl grande y pesado, con adornos dorados en las esquinas y una
preciosa llave también dorada en la cerradura. Luis apenas puede
aguantar las nauseas. Su cuerpo está atrapado en una red de sudor
helado. El dolor del pecho asciende por su cuello. Con la vista medio
nublada, cierra el arcón y aprieta con fuerza la llave en su mano
izquierda mientras piensa “Si sólo me golpean, cuando recobre el
conocimiento lo sacaré del baúl. Si me matan, cuando la policía
encuentre la llave en mi mano, sabrá dónde buscarlo. No pasará
mucho tiempo sin que Elena llame, y cuando no reciba respuesta se
alarmará. Pase lo que pase mi hijo estará a salvo”
Luis intenta llegar hasta la cama, pero el dolor del pecho se
intensifica aún más, atrapándole la mandíbula y el brazo
izquierdo. La llave se desliza de su mano y cae tintineando sobre el
pavimento, emitiendo una canción siniestra. El estruendo producido
por un cuerpo al desplomarse es su acompañamiento. Los ladrones,
alertados por el ruido, se acercan al cuarto pistola en mano. Cuando
ven a un hombre tendido en el suelo, sonríen y terminan de
desvalijar la casa.
Como suponía Luis, Elena no tarda en marcar su número varias
veces, pero otras tantas vuelve a colgar. No quiere darle ese gusto.
No quiere que piense que está nerviosa o preocupada por dejarle al
niño. Pero al día siguiente ya no puede más y, durante horas,
llama sin cesar y sin obtener respuesta. A las cuatro de la tarde,
intranquila, se pone en contacto con los padres de Mario. Ellos
también están preocupados, pues su hijo no ha acudido a comer con
ellos, como había prometido. Tampoco responde a sus llamadas. Nadie
sabe dónde está Mario, ni sus padres, ni sus hermanos, ni sus
amigos. Por fin, un compañero de trabajo recuerda que habló de ir
pasar el fin de semana a la urbanización, a cincuenta kilómetros de
la ciudad.
Elena se dirige allí rápidamente. Sus padres también van con
ella, el padre conduciendo y maldiciendo a su ex yerno, la madre en
el asiento trasero consolando a su hija. Cuando llegan a la casa, la
puerta abierta y el desorden no les augura nada bueno. Elena recorre
la casa corriendo, llorando, llamándolos a gritos. Encuentra a Luis
en el cuarto compartido durante tantas noches, tirado en el suelo,
inmóvil, frío. No hay rastro del niño.
Lo que no sabe Elena es que su hijo, tras entrar en el baúl,
permanece quieto y callado para conseguir su juguete. Después,
cuando se apagan los murmullos de la casa, llama a su padre en voz
baja. Lo llama cada vez más alto. Lo llama a gritos. El niño, con
sus brazos menudos, golpea la tapa de su encierro. Ya no quiere estar
allí. No le gusta la oscuridad. No quiere el juguete nuevo. El niño
llora llamando a su padre, a su madre, a sus abuelos, a sus
profesores. Quiere hacer pis. No puede aguantar. Se lo hace encima.
Llora. Gime. Protesta. Suspira. El agotamiento acaba sumergiéndolo
en un sueño intranquilo, plagado de peligros. Despierta. Llora.
Llama a sus padres a gritos. Está incómodo. No puede estirar las
piernas. Quiere ver la luz. Ver a mamá. Acostarse en su cama. Golpea
repetidamente la tapa del baúl, hasta hacerse daño en las manos.
Le duele la barriga. Le escuecen los ojos. Le pica la garganta.
Vuelve a hacerse pis encima. Llora hasta quedar ronco y agotado. La
vigilia y el sueño se suceden como las mareas de un mar embravecido,
hasta que el cansancio y la falta de aire lo zambullen en un sueño
largo y profundo.
Lo que aún no sabe la madre, aunque no tardarán en explicárselo
los de la brigada científica, es cuánto tarda en agotarse el
oxigeno en una baúl cerrado, con un niño de cuatro años, llorando
y gritando en su interior.
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Angustioso, sobre todo el final abierto que te hace preguntarte cuánto tiempo....
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