A través del teléfono me
llegaba siempre una lluvia de improperios. Él era así. Me llamaba
cinco o seis veces al día, desde el trabajo, preguntándome qué
había hecho durante el tiempo que estaba sola. Si le decía que
había comprado merluza para comer me reñía por no haber comprado
sardinas o bacalao. Si le decía que había cocinado macarrones me
ponía verde por no haber hecho lentejas o garbanzos. Todos los días
igual. Y no era mucho mejor cuando llegaba a casa. Nada le parecía
bien. Al principio lo pasé muy mal, pero con el trascurrir del
tiempo fui acostumbrándome, al fin y al cabo no me pegaba, eso no,
solo eran palabras ofensivas. Llegué a desarrollar una capacidad
extraordinaria para no escuchar sus palabras y él ante mi silencio
me creía sumisa. Un día se murió. Se murió de un infarto. Los
médicos dijeron que no había sido fulminante, que se hubiera podido
salvar. Les extrañó que estando yo en casa no le hubiera oído
llamarme, quejarse, dar algún golpe solicitando ayuda. Yo, realmente
no oí nada, y aunque lo hubiera escuchado...quién sabe...no sabe
uno nunca lo que puede hacer en determinados momentos.
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