Sorda - Cristina Muñiz Martín



                                            




A través del teléfono me llegaba siempre una lluvia de improperios. Él era así. Me llamaba cinco o seis veces al día, desde el trabajo, preguntándome qué había hecho durante el tiempo que estaba sola. Si le decía que había comprado merluza para comer me reñía por no haber comprado sardinas o bacalao. Si le decía que había cocinado macarrones me ponía verde por no haber hecho lentejas o garbanzos. Todos los días igual. Y no era mucho mejor cuando llegaba a casa. Nada le parecía bien. Al principio lo pasé muy mal, pero con el trascurrir del tiempo fui acostumbrándome, al fin y al cabo no me pegaba, eso no, solo eran palabras ofensivas. Llegué a desarrollar una capacidad extraordinaria para no escuchar sus palabras y él ante mi silencio me creía sumisa. Un día se murió. Se murió de un infarto. Los médicos dijeron que no había sido fulminante, que se hubiera podido salvar. Les extrañó que estando yo en casa no le hubiera oído llamarme, quejarse, dar algún golpe solicitando ayuda. Yo, realmente no oí nada, y aunque lo hubiera escuchado...quién sabe...no sabe uno nunca lo que puede hacer en determinados momentos.



 
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