Con
catorce años me vendió mi madre a Doña Engracia, una viuda sin
hijos del pueblo vecino que regentaba una droguería. Me acogió
como sirvienta en las tareas de la casa y para ayudarla en el
negocio.
No
me trataba mal, y a los dieciséis me asignó un sueldo que apenas
podía pagarme, pero que alimentó mi afán de superación. Quise
ganármelo dignamente ideando la forma de promocionar la tienda que
poco a poco tenía menos ventas. Y la encontré, mediante una
exposición de sillas de madera
que mi amigo Pablo creaba con troncos de árboles caídos en el
bosque o en la ribera del río.
Venían
de poblaciones cercanas sólo para verlas y de paso hacían gasto en
los productos de droguería. Tras las sillas fueron velas, luego
lámparas y así hasta que el negocio remontó.
Ya
van para diez las tiendas que hemos abierto y tras el fallecimiento
de Doña Engracia he adoptado a dos hijas de mi madre, para que me
ayuden como hice yo con las tareas de la casa y con los negocios.
Pero también acuden a la escuela, quiero que tengan los
conocimientos que a mí me faltaron, y seré yo quien les enseñe que
con tesón
se
pueden labrar su propio futuro.
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