Después
de muchos años de vida licenciosa y libertina había decidido
ingresar en el convento de
las
Carmelitas Descalzas. De pronto había sentido que necesitaba expiar
sus culpas, arrepentirse de
sus
pecados, que habían sido muchos y muy variados, y encaminar sus
pasos
hacia una
existencia
más
calmada y
menos mundana.
Así se lo había prometido a la virgen de la Esperanza
cuando su
hermano
enfermó y a punto estuvo de estirar la pata: si Luisito se cura, yo
me meto monja.
La
imagen que Elena tenía de un convento era la que todos tenemos, un
lugar de recogimiento y
oración,
sin lugar para las juergas y mucho menos para la lujuria, un lugar
oscuro, silencioso, con
las
paredes cubiertas de cuadros y retablos tenebrosos y de imágenes con
rostros velados por el
sufrimiento.
Y así era aquel convento,
hasta que
la muchacha fue a dar por equivocación a un
pequeño
cuarto de cuya
pared colgaba
un cuadro con una imagen de los infiernos y de una orgía en
la
que los demonios practicaban el acto sexual con mujeres cuyas caras
parecían distorsionadas por
el
deseo, o eso le pareció a Elena.
-¿Qué
hace usted aquí, hermana?
Elena
se dio la vuelta bruscamente mientras el corazón le daba un vuelco.
La madre superiora la
miraba
con la severidad marcada en su mirada.
-Yo....
me perdí y llegué aquí. Y miraba el cuadro. Es...obsceno
La
madre superiora sonrió con picardía.
-¿Te
parece obsceno a ti, que fuiste más puta que las arañas? Aquí
dentro también tenemos
nuestras
necesidades, y algunas nos aliviamos mediante la contemplación de
semejante belleza
pictórica.
Aquella
misma noche Elena se fue del convento. Prefería dar rienda suelta a
sus
bajos instintos
a
la vista de todos. ¡Maldita hipocresía!
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