La orden del ónice - Marian Muñoz

                                                                                   






Apenas podía distinguir sus manos por la escasa luz que había en la carbonera, estaba furioso, ya era la sexta vez que terminaba allí, castigado por culpa de Viçent. No paraba de meterse con él y en esta ocasión se había pasado. Le escocían los ojos y las manos por el vinagre del chimichurri que le había tirado por encima cuando intentaba comer las costillas durante la barbacoa, no le importaba no haber probado bocado, pero que siempre pareciera que el culpable era él, no lo soportaba, eso se tenía que acabar y tenía que tomar una decisión para librarse de Viçent, y la encontró, en unas horas le liberarían de aquel encierro para la cena y esa noche le tocaba fregar los platos así que se guardaría un cuchillo en el bolso del pantalón y por la noche, cuando todos estuvieran durmiendo, se acercaría hasta su habitación y le rebanaría el cuello.
Quien así pensaba era Marc, un adolescente de 16 años que ya llevaba 10 en una casa de acogida, sus padres drogadictos habían muerto de una sobredosis, y su único familiar era un hermano de su padre que también era cocainómano, por lo que los Servicios Sociales lo habían recogido. Su comportamiento había sido siempre tan osco y huraño que nadie lo quiso en adopción, tan sólo esperaba cumplir los 18 años para poder salir de allí y vivir su vida. Siempre estaba en guerra consigo mismo y con todos, era mal estudiante aunque no alborotador ni pendenciero, más Viçent que sí lo era, le estaba haciendo la vida imposible.
Después de cenar, fregar los cacharros y guardarse un cuchillo en el bolso del pantalón, se fue a su habitación con la intención de dormir un rato y levantarse a medianoche a llevar a cabo su plan, la cárcel no podía ser mucho peor que aquel centro, y al menos libraría al mundo de un ser tan despreciable.
Para su sorpresa encima de la cama había una caja de cartón, bien cerrada, con una etiqueta que ponía su nombre, pensó que era una nueva broma de Viçent, así que le dio una patada y la lanzó cerca del armario, por el golpe la caja se abrió y asomó su contenido, otra caja, pero ésta de madera oscura envejecida. La curiosidad le hizo acercarse a ella, abrirla y mirar su contenido, allí había una carta dirigida a él y un camafeo de ónice de colores claros.
Se sentó en la cama con las dos cosas y se dispuso a leer la carta. Era de su padre, y en ella le contaba que no se creyera nada de lo que hubieran podido decirle de él o de su madre, que por herencia los varones de su familia pertenecen en algún momento de sus vidas a la Orden del Ónice, la cual combate contra quienes provocan el mal en el mundo, sus enemigos son muy poderosos e intentan por todos los medios destruirla, pero esta Orden durante generaciones mantiene 15 miembros, en cuanto uno fallece otro se incorpora, por ese motivo los descendientes de los caballeros siempre tienen que estar bien preparados como hacedores del bien, y en aquella carta le recomendaba que así lo hiciera, pues un día, cuando menos lo esperase, le llegaría un camafeo de ónice de colores muy oscuros, entonces sería en ese momento cuando la Orden se pondría en contacto con él y como Caballero ayudaría a salvar al mundo.
Asombrado por lo escrito en aquel papel que parecía muy viejo pues olía a moho, no sabía si llorar o reír, si era una broma o era cierto, leía y releía aquella carta, y al final fue su corazón quien tomó la decisión de creer en ella. Guardó el camafeo y la carta en la caja, la escondió para que nadie pudiera saber de su secreto, se deslizó con sigilo por el pasillo hasta la cocina y devolvió el cuchillo al cajón.
Apenas pudo pegar ojo en toda la noche, cuando apareció al día siguiente para desayunar se apreciaba en él un gran cambio, a pesar de ser bajito y enclenque, parecía más estirado que nunca, tieso como una vela, la cabeza bien alta y su cuerpo entero iba diciendo ¡aquí estoy yo! Hasta Viçent notó el cambio producido en Marc, y sin saber por qué dejó de meterse con él.
Consiguió enderezar el curso escolar, se volvió amable con todos y se dedicó a ayudar a los más pequeños del centro o a los tutores, se apuntó a clases de equitación esforzándose en entrenar en el manejo de la espingarda mientras cabalgaba, quería estar preparado para cuando fuera un Caballero de la Orden del Ónice.
Cumplió 18 años y tuvo que salir del Centro a un piso de acogida, quería trabajar, convertirse en un hombre rico, pero empezando desde abajo. Hizo un módulo de electricidad, y luego otro superior, por el verano seguía estudiando y participando en talleres que le ayudaran a lograr su objetivo, montar su propia empresa en la que participarían compañeros del Centro de Acogida. Y lo consiguió, logró un contrato del mantenimiento eléctrico de todos los Centros del país, luego de las sucursales bancarias del mayor banco del estado, y poco a poco logró ser un empresario importante.
Marc seguía entrenando duro para estar en forma cuando la Orden le llamara, se preparaba física e intelectualmente, esperando ese gran día.
Mientras tanto, el amor apareció en su vida y logró formar una familia, era muy feliz y dichoso, todo le iba bien, la actitud que había adoptado ante la vida aquel día de hace ya 16 años le había ayudado a ser como era y a tener lo que tenía, pero algo iba a trastocar su vida y no era la llamada tan esperada.
Estaba en el patio ayudando a su hija a dar volteretas ya que estaba entrenando para el campeonato de gimnasia rítmica, cuando le llegó aquella llamada que todo lo cambiaría.
Acababa de morir Carlos, quien fuera su tutor en el centro de acogida. Habían seguido en contacto durante todos estos años, incluso después de jubilarse ya que le había tomado especial cariño.
A los pocos días del funeral y habiendo retomado su actividad diaria, recibió en casa un sobre de un bufete de abogados y dentro venía una carta del fallecido Carlos. Afectado aún por su reciente desaparición, el abrir aquella carta le supuso un gran esfuerzo, pero lo hizo, y en ella su antiguo tutor le revelaba un gran secreto muchos años guardado.
Aquella caja de madera envejecida y el camafeo que de niño había recibido, se los había enviado él, porque veía que no había forma de enderezar su vida y terminaría sin remedio en la trena o mucho peor en una cuneta del camino, y él, había intuido en Marc al gran hombre que aún estaba por llegar y la única manera que se le ocurrió de hacerlo fue con aquella carta narrando una historia imaginaria.
Frustración, dolor, ira, decepción, estafa, todo eso y mucho más lo sentía Marc en aquel momento, toda su vida se había montado en una mentira, todo aquel esfuerzo para nada, de que valía todo lo que había conseguido si ya no tenía ningún objetivo por el que seguir.
Se quería morir, su vida ya no tenía ningún sentido. Salió corriendo de la casa como alma que lleva el diablo, en dirección al bosque cercano donde tantas veces había entrenado para ser Caballero, estaba lloviendo tan fuerte que apenas vislumbraba el camino, pero no le importaba, ya no le importaba nada, sólo quería morirse, desaparecer, apenas sentía el frío que le transmitía su ropa empapada.
Jadeante, llorando, con la respiración entrecortada, se paró un momento y vio un cervatillo acurrucado debajo de un árbol, tiritaba y gimoteaba, seguro que se había separado de su madre y ahora debido al temporal no conseguía encontrarla. Marc se apiadó de él, recordaba que cerca había una pequeña cueva, así que intentando que no se asustara lo recogió entre sus brazos y caminó hasta allí, posándolo en el suelo y tapándolo con hierba seca para que pudiera descansar y comer algo en aquella noche de perros.
Se levantó para seguir con su loca carrera, cuando repentinamente se dio cuenta que lo que él acababa de hacer con el cervatillo lo había hecho Carlos, su tutor, con él, darle un lugar donde sentirse seguro, y poder demostrarle a los demás la verdadera personalidad que él tenía dentro y de lo que era capaz de hacer.
Al fin lo había logrado, ahora estaba en paz consigo mismo, tenía claro que su vida sí tenía sentido, había conseguido ser una buena persona, tenía una estupenda familia y la Orden del Ónice le había dado el valor suficiente para afrontar las dificultades todo este tiempo.
Comenzó a correr para volver al abrigo seguro de su casa, estaba eufórico, como si volara en cada zancada que daba, había conseguido recuperar la sensatez.
Mañana era la competición de su hija y le había prometido acompañarla, corría tan eufórico ensimismado en estos pensamientos que ni se dio cuenta del árbol que en ese instante caía atravesado por un rayo.





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