Las
bodegas del barco habían engullido a quinientos veinte ébanos
destinados
a la trata. Los habían raptado en sus aldeas, a la vista de todos,
sin que nadie pudiera hacer más que gritar su dolor y su
desesperanza. El agua y la comida que les daban eran escasas, no así
los golpes, abundantes en exceso, como si en vez de a seres humanos
atizaran a un pulpo
destinado a la cena. Motu, un joven fuerte y aguerrido, una noche
logró deshacerse de sus ataduras y subir sigilosamente a cubierta.
Cuando vio el mar se creyó salvado, pues él era uno de los mejores
nadadores de su aldea, aunque sintió miedo al no saber en qué
dirección nadar. Más pensó que mejor dejarse tragar por aquel mar
ignoto, dándose de tributo a los dioses, que morir en la bodega
apestosa donde había pasado ya demasiados días. Motu encontró un
tablón de madera, lo tiró al mar y después se arrojó por la borda
en busca de su libertad.
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