Me sentía
completamente feliz. Por fin la vida me sonreía. Había conseguido
un buen empleo como responsable de la sección de cocinas en una gran
superficie por el que me pagaban un sueldo decente que me había
permitido independizarme a mis treinta años cumplidos. El único
inconveniente de mi nueva vida era que había tenido que cambiar de
ciudad y encontrar un piso de alquiler no había sido nada fácil.
Una semana antes de comenzar a trabajar me pateé la ciudad de cabo a
rabo sin conseguir encontrar nada que me gustara, hasta que por fin
di con esta preciosa casa por la que pago una renta de miseria. Otro
golpe de suerte, supongo. La casera es una mujer mayor a la que desde
el principio me dio la impresión de que se le iba la cabeza. Era de
todo punto inverosímil que me cobrara sólo trescientos euros por
un piso en el centro de la ciudad, bien cuidado, amplio, luminoso,
tranquilo, y con dos habitaciones que me permitirían recibir
visitas en caso de que a algún familiar o amigo se le ocurriese
venir a verme.
Pero como no podía
ser de otra manera un mal día las cosas se torcieron. No llevaba ni
un mes en mi puesto de trabajo cuando llegó el jefe de sección cuya
incorporación se había retrasado por razones que ni sabía ni me
interesaban lo más mínimo. Desde el principio lo caté y supe que
era un gilipollas. Presumido, altanero, presuntuoso, borde,
maleducado, déspota.... guapo a rabiar y con un cuerpo que se
adivinaba de escándalo debajo de aquel impecable traje gris con el
que se presentaba todos lo días. Desgraciadamente mi relación
laboral con él era muy estrecha, él era el jefe y yo la segunda de
a bordo, la que hacía todo el trabajo sucio mientras él se llevaba
todos los méritos y encima se tomaba la libertad de criticarme por
nimiedades mirándome con aquella media sonrisa burlona que tenía
el poder de sacarme de quicio de forma inmediata. Desde que él había
llegado me marchaba a casa cabreada, aunque reconozco que me tumbaba
en el sofá con una copa de vino y un buen libro y conseguía
abstraerme de mis desgracias laborales. Hasta aquella tarde.
Entré en mi piso
y me encontré de bruces con una maleta en el pasillo. Lo primero
que sentí fue confusión. La maleta no era mía, o al menos eso
creía yo, y no recordaba tener proyectado ningún viaje. No podía
ser de nadie más, pues nadie más tenía la llave del piso, salvo la
vieja, que como estaba loca bien pudiera haberse trasladado a su
propia casa alquilada en un desvarío de los suyos. Cuando escuché
el sonido de la ducha me alarmé. Ahora ya no eran suposiciones,
estaba claro que alguien se había colado en mi dulce hogar. Entré
en la cocina y tomé de un cajón un cuchillo que me recordaba al que
usaba el primo de mi abuelo cuando venía a matar los cerdos y muy
despacito me fui acercando a la puerta del baño. De pronto el agua
dejó de caer y escuché cantar una voz masculina que me resultó
vagamente conocida. Me quedé allí parada, en medio del pasillo, sin
atreverme a avanzar a pesar del cuchillo y de pronto salió del baño
un tío medio en pelotas, con una simple toalla tapando sus partes
pudientes, dejando al descubierto un torso desnudo y húmedo que
nublaba el entendimiento. Lo malo fue cuando le miré a la cara, a lo
último que miré, por supuesto, y pude comprobar que era.... ¡El
imbécil de mi jefe!
-¿Se puede saber
qué coño haces aquí? - le pregunté todavía con el cuchillo en
alto.
-Lo mismo podría
preguntar yo. Y baja ese cuchillo, monina, no vaya a ser que en un
descuido se te vaya la mano.
-¿Lo mismo
podrías preguntar tú? Hace un mes que vivo aquí y pago
puntualmente mi alquiler. Es evidente que el que sobra eres tú. -
grité muy cabreada.
-Ni lo sueñes,
guapa. Ayer me alquiló el piso una mujer llamada.....
-¿Ramona Quiñones?
-Eso, Ramona
Quiñones, así que este piso me pertenece.
No quise discutir
más, pues intuí lo que había ocurrido. Aquello confirmaba mis
sospechas de que la vieja no estaba en sus cabales. La llamé por
teléfono y la cité en el piso de inmediato. No tardó mucho pues
vivía dos portales más allá. Apareció en casa tan campante, como
si nada hubiera ocurrido y cuando la conminé a que aclarara la
situación lo hizo con la mejor de sus sonrisas.
-Mire señorita –
dijo – cobro una pensión pequeña y de algún lado tengo que sacar
el dinero. No me gusta meter en mi casa a estudiantes, son gentuza
que lo dejan todo hecho una mierda, y la gente trabajadora no es muy
proclive a compartir, así que desde hace tiempo utilizo una fórmula
que me va muy bien, alquilo barato a dos personas que no se conocen y
no saben nada la una de la otra. Alguna vez me ha salido mal, por
supuesto, pero la mayoría de las veces la gente por no ponerse a
buscar otro piso termina aceptando la situación, incluso de aquí ha
salido alguna pareja de novios. Hagan lo que gusten, buenas noches,
me voy a mi casa que estaba viendo Sálvame y me han jodido la
marrana.
Me quedé estupefacta
y mi flamante compañero de piso también. Comencé a pensar que la
vieja no estaba mal, al contrario, era lista de más, pero fuera como
fuera aquello había que cortarlo por lo sano.
-El piso es mío –
dije – yo llegué primero.
-Y yo llegué
después. Pero como a mí no me importa compartir, si te quieres ir,
ya sabes dónde está la puerta.
Siempre fui muy
testaruda y esa vez no iba a ser menos. La guerra había comenzado y
yo tenía que ganarla sí o si. Pero lo cierto es que aguantar a
aquel energúmeno en el trabajo como primer plato y luego como postre
en casa, era algo superior a mis fuerzas y cuando ya casi estaba a
punto de dar mi brazo a torcer y abandonar mi maravilloso piso para
siempre, ocurrió lo inesperado.
Un día llegaron
a la tienda unos clientes muy cabreados. La cocina que se les había
vendido les caía a trocitos por todos lados y estaban en todo su
derecho de protestar. Venían dispuestos a demandarnos y con toda la
razón. Los muebles estaban defectuosos y ellos no tenían por que
asumir las consecuencias. Mi amado jefe sería muy bueno con sus
papeles, yo no lo niego, pero tenía muy poca empatía y la atención
al público se le daba fatal. No lograba calmarlos y estaba claro que
una demanda no sería nada bueno para el negocio, así que decidí
actuar. Me dirigí a los clientes muy amablemente y después de una
hora larga de conversaciones y de prometerles que tendrían una
cocina nueva salieron de la tienda más contentos que unas
castañuelas. Recibí felicitaciones hasta del director general por
lo bien que había sabido manejar la situación, con ascenso
prometido que tardó su tiempo en hacerse realidad. Pero el caso es
que mi compañero de piso aquella misma noche, en la intimidad de
nuestro hogar, me dio las gracias con la boca pequeña y me dijo que
me cedía el piso, que se marchaba, que no quería ser un incordio y
bla, bla, bla. Pobrecillo, me dio pena, soy una blanda, siempre lo he
sido y no soporto ver a la gente sufrir, así que le deje quedar con
la condición de que me ignorara en la medida de lo posible. Ignorar
no me ignoró, ni yo a él tampoco, porque su carácter se suavizó y
se volvió la mar de agradable, y eso, unido al hecho palpable de que
estaba muy bueno, hicieron que un día me confundiera de habitación
y me metiera en su cama.
Ya han pasado unos
cuantos años. Seguimos viviendo en el mismo piso, que ahora ya no es
de alquiler. La vieja dueña lo vendió y nosotros lo compramos. Sí
nosotros, mi repelente jefe y yo, la culpa la tuvo aquella noche en
que me equivoqué de cama.
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