Piso compartido - Gloria Losada


Me sentía completamente feliz. Por fin la vida me sonreía. Había conseguido un buen empleo como responsable de la sección de cocinas en una gran superficie por el que me pagaban un sueldo decente que me había permitido independizarme a mis treinta años cumplidos. El único inconveniente de mi nueva vida era que había tenido que cambiar de ciudad y encontrar un piso de alquiler no había sido nada fácil. Una semana antes de comenzar a trabajar me pateé la ciudad de cabo a rabo sin conseguir encontrar nada que me gustara, hasta que por fin di con esta preciosa casa por la que pago una renta de miseria. Otro golpe de suerte, supongo. La casera es una mujer mayor a la que desde el principio me dio la impresión de que se le iba la cabeza. Era de todo punto inverosímil que me cobrara sólo trescientos euros por un piso en el centro de la ciudad, bien cuidado, amplio, luminoso, tranquilo, y con dos habitaciones que me permitirían recibir visitas en caso de que a algún familiar o amigo se le ocurriese venir a verme.
Pero como no podía ser de otra manera un mal día las cosas se torcieron. No llevaba ni un mes en mi puesto de trabajo cuando llegó el jefe de sección cuya incorporación se había retrasado por razones que ni sabía ni me interesaban lo más mínimo. Desde el principio lo caté y supe que era un gilipollas. Presumido, altanero, presuntuoso, borde, maleducado, déspota.... guapo a rabiar y con un cuerpo que se adivinaba de escándalo debajo de aquel impecable traje gris con el que se presentaba todos lo días. Desgraciadamente mi relación laboral con él era muy estrecha, él era el jefe y yo la segunda de a bordo, la que hacía todo el trabajo sucio mientras él se llevaba todos los méritos y encima se tomaba la libertad de criticarme por nimiedades mirándome con aquella media sonrisa burlona que tenía el poder de sacarme de quicio de forma inmediata. Desde que él había llegado me marchaba a casa cabreada, aunque reconozco que me tumbaba en el sofá con una copa de vino y un buen libro y conseguía abstraerme de mis desgracias laborales. Hasta aquella tarde.
Entré en mi piso y me encontré de bruces con una maleta en el pasillo. Lo primero que sentí fue confusión. La maleta no era mía, o al menos eso creía yo, y no recordaba tener proyectado ningún viaje. No podía ser de nadie más, pues nadie más tenía la llave del piso, salvo la vieja, que como estaba loca bien pudiera haberse trasladado a su propia casa alquilada en un desvarío de los suyos. Cuando escuché el sonido de la ducha me alarmé. Ahora ya no eran suposiciones, estaba claro que alguien se había colado en mi dulce hogar. Entré en la cocina y tomé de un cajón un cuchillo que me recordaba al que usaba el primo de mi abuelo cuando venía a matar los cerdos y muy despacito me fui acercando a la puerta del baño. De pronto el agua dejó de caer y escuché cantar una voz masculina que me resultó vagamente conocida. Me quedé allí parada, en medio del pasillo, sin atreverme a avanzar a pesar del cuchillo y de pronto salió del baño un tío medio en pelotas, con una simple toalla tapando sus partes pudientes, dejando al descubierto un torso desnudo y húmedo que nublaba el entendimiento. Lo malo fue cuando le miré a la cara, a lo último que miré, por supuesto, y pude comprobar que era.... ¡El imbécil de mi jefe!
-¿Se puede saber qué coño haces aquí? - le pregunté todavía con el cuchillo en alto.
-Lo mismo podría preguntar yo. Y baja ese cuchillo, monina, no vaya a ser que en un descuido se te vaya la mano.
-¿Lo mismo podrías preguntar tú? Hace un mes que vivo aquí y pago puntualmente mi alquiler. Es evidente que el que sobra eres tú. - grité muy cabreada.
-Ni lo sueñes, guapa. Ayer me alquiló el piso una mujer llamada.....
-¿Ramona Quiñones?
-Eso, Ramona Quiñones, así que este piso me pertenece.
No quise discutir más, pues intuí lo que había ocurrido. Aquello confirmaba mis sospechas de que la vieja no estaba en sus cabales. La llamé por teléfono y la cité en el piso de inmediato. No tardó mucho pues vivía dos portales más allá. Apareció en casa tan campante, como si nada hubiera ocurrido y cuando la conminé a que aclarara la situación lo hizo con la mejor de sus sonrisas.
-Mire señorita – dijo – cobro una pensión pequeña y de algún lado tengo que sacar el dinero. No me gusta meter en mi casa a estudiantes, son gentuza que lo dejan todo hecho una mierda, y la gente trabajadora no es muy proclive a compartir, así que desde hace tiempo utilizo una fórmula que me va muy bien, alquilo barato a dos personas que no se conocen y no saben nada la una de la otra. Alguna vez me ha salido mal, por supuesto, pero la mayoría de las veces la gente por no ponerse a buscar otro piso termina aceptando la situación, incluso de aquí ha salido alguna pareja de novios. Hagan lo que gusten, buenas noches, me voy a mi casa que estaba viendo Sálvame y me han jodido la marrana.
Me quedé estupefacta y mi flamante compañero de piso también. Comencé a pensar que la vieja no estaba mal, al contrario, era lista de más, pero fuera como fuera aquello había que cortarlo por lo sano.
-El piso es mío – dije – yo llegué primero.
-Y yo llegué después. Pero como a mí no me importa compartir, si te quieres ir, ya sabes dónde está la puerta.
Siempre fui muy testaruda y esa vez no iba a ser menos. La guerra había comenzado y yo tenía que ganarla sí o si. Pero lo cierto es que aguantar a aquel energúmeno en el trabajo como primer plato y luego como postre en casa, era algo superior a mis fuerzas y cuando ya casi estaba a punto de dar mi brazo a torcer y abandonar mi maravilloso piso para siempre, ocurrió lo inesperado.
Un día llegaron a la tienda unos clientes muy cabreados. La cocina que se les había vendido les caía a trocitos por todos lados y estaban en todo su derecho de protestar. Venían dispuestos a demandarnos y con toda la razón. Los muebles estaban defectuosos y ellos no tenían por que asumir las consecuencias. Mi amado jefe sería muy bueno con sus papeles, yo no lo niego, pero tenía muy poca empatía y la atención al público se le daba fatal. No lograba calmarlos y estaba claro que una demanda no sería nada bueno para el negocio, así que decidí actuar. Me dirigí a los clientes muy amablemente y después de una hora larga de conversaciones y de prometerles que tendrían una cocina nueva salieron de la tienda más contentos que unas castañuelas. Recibí felicitaciones hasta del director general por lo bien que había sabido manejar la situación, con ascenso prometido que tardó su tiempo en hacerse realidad. Pero el caso es que mi compañero de piso aquella misma noche, en la intimidad de nuestro hogar, me dio las gracias con la boca pequeña y me dijo que me cedía el piso, que se marchaba, que no quería ser un incordio y bla, bla, bla. Pobrecillo, me dio pena, soy una blanda, siempre lo he sido y no soporto ver a la gente sufrir, así que le deje quedar con la condición de que me ignorara en la medida de lo posible. Ignorar no me ignoró, ni yo a él tampoco, porque su carácter se suavizó y se volvió la mar de agradable, y eso, unido al hecho palpable de que estaba muy bueno, hicieron que un día me confundiera de habitación y me metiera en su cama.
Ya han pasado unos cuantos años. Seguimos viviendo en el mismo piso, que ahora ya no es de alquiler. La vieja dueña lo vendió y nosotros lo compramos. Sí nosotros, mi repelente jefe y yo, la culpa la tuvo aquella noche en que me equivoqué de cama.


Licencia de Creative Commons

Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional.

No hay comentarios:

Publicar un comentario