Mi sueño siempre había sido hacer un crucero por las islas
griegas, así que cuando me tocó aquel pellizquito en la lotería no
me lo pensé. No era mucho dinero y me hubiera venido bien para tapar
algún agujero, pero qué diantres, nunca había disfrutado de ningún
viaje y aquel capricho me lo iba a dar sí o sí. El día que puse mi
pie en aquel maravilloso barco pensé que me derretía. Jamás había
visto tanto lujo junto y miraba a mi alrededor como la paleta de
pueblo que era, pero daba igual, seguramente nadie lo notaría. Pero
lo que más me gustó de todo fue aquel muchacho que de vez en cuando
llevaba el timón, literalmente hablando. Lo vi una vez de
casualidad, al pasar por la cabina de mandos, y me quedé tan
prendada de su belleza que todos lo días aprovechaba cualquier
oportunidad para darme una vuelta por los alrededores de aquella zona
del barco, aunque no viniera a cuento. Él me miraba y sus labios
esbozaban una media sonrisa. Supe que le gustaba tanto como el a mí,
pero yo no me atrevía a dar el paso y él no parecía estar por la
labor. Aquella tarde, en la isla de Santorini, desde dónde se pueden
apreciar los atardeceres más bellos del mundo, estando yo sentada en
un terraza, lo vi pasar por mi lado, increíblemente guapo con su
uniforme blanco. Faltaban dos días para regresar y no había pasado
nada, pero en aquel momento el muchacho volvió sobre sus pasos y se
acercó a mí muy galante, se presentó y me regaló una sonrisa que
dejaba al descubierto su único diente. Mi decepción fue tan
grande que me levanté de la mesa y murmurando una excusa estúpida
me largué con viento fresco. Ya hace dos semanas que el crucero a
tocado a su fin y no dejo de pensar en lo ocurrido. Aquel hombre tan
guapo y con un sólo diente.... ¿Y si se estaba cambiando la
dentadura? Nunca sabría la realidad de aquel diente solitario. Debe
ser que el amor no es lo mío. A lo mejor al próximo que me guste le
falta un trozo de nariz, o una oreja.... quién sabe.
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