Observé a Jorge jugando en la orilla con mi marido y mi madre y no
pude evitar que se me escaparan unas lágrimas. Qué guapo estaba,
con su sonrisa de siete años y su gorrito rojo de Papá Noel. Toda
la familia lo lucíamos en nuestras cabezas en aquel octubre aún
caluroso. La gente nos miraba, extrañada, viendo nuestra mesa
adornaba con un mantel navideño, botellas de champán, turrón y
polvorones. Jorge así nos lo había pedido: celebrar la Navidad en la playa. Y todos accedimos de buen grado a su deseo. Nos gustaba
tanto verlo así, alegre y feliz, al único niño de la familia. ¿Por
qué no?, había dicho mi padre al escuchar la idea de su nieto.
¿Quién nos lo impide? ¿Acaso está escrito en algún lugar que no
podamos hacerlo? No se habló más; aquel año mi familia celebró la
navidad en la tibieza de una playa de octubre. Ahora, pasado un
tiempo, miro aquellas fotografías y sonrío. Qué pintas teníamos,
allí, en mitad de la playa, abriendo nuestros paquetes de regalos.
Qué excéntrica se veía nuestra mesa hincada en la arena. Qué
sonrisas en nuestros rostros. Qué alegría fingida como el mejor
regalo para mi pequeño que nunca llegaría a ver encendidas las
luces navideñas.
Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional.
No hay comentarios:
Publicar un comentario