-“TONTA”, le dije. Ella se giró y me dijo “¡gilipollas! “
La
aparté, firme, pero sin rudeza, metí el código correcto y la puerta se
abrió. Ella pronunció un casi inaudible perdón. Yo no tenía tiempo que
perder y me dirigí, a toda prisa, al compartimento número 33, que me
habían asignado. Era bastante pequeño, solo había sitio para una
taquilla y la cabina estanca. Abrí la taquilla, me quité la capucha y me
desnudé completamente. Miré al interior dudando sobre qué paquete
escoger. Al final, me decidí por el negro. Entré en la cabina estanca y
cerré la puerta. Según el reloj de la pared, faltaban cinco minutos para
la hora prevista para la incineración. La luz indicadora aún estaba en
rojo. Oí con claridad cómo se encendieron los quemadores y pasados 2
minutos, la luz se puso verde. Abrí el paquete, saqué un cigarrillo y
comencé a fumar con avidez. Un extractor bastante potente sacaba el humo
y lo mezclaba con la chimenea del incinerador. Era la única forma de
que fuera totalmente indetectable.
Pasados 20
minutos el indicador empezó a parpadear en naranja, quedaba un minuto.
Apuré el sexto cigarrillo y lo apagué. La luz se puso roja y comenzó el
protocolo de descontaminación. Siempre era la peor parte, aguantar 10
minutos aquel extraño gas que eliminaba cualquier traza de olor a
tabaco del cuerpo y de los pulmones. No nos podíamos arriesgar a que
cualquiera de los miles de cromatógrafos instalados por la ciudad, lo
detectara. Dejé el paquete en la taquilla y me vestí pensando ya en la
próxima vez, eran tan poco frecuentes las incineraciones, que igual
pasaba un mes hasta la próxima. Todo el mundo prefería la dichosa
desintegración.
Siempre me proponía dejar de
fumar de vuelta a casa, era extremadamente arriesgado y muy caro, la
Asociación me costaba casi un tercio del sueldo. Lo que tenía claro es
que jamás fumaría un cigarrillo en la calle, las leyes antitabaco se
habían endurecido tanto, que casi el 40% de la población reclusa lo era
por fumar. Hoy había sido un día agridulce, el del tanatorio era un
fumador reincidente que fue condenado a muerte por haberse fumado un
Cohibas subido a una farola de la Plaza del Palacio de Justicia. Pidió,
como última voluntad, que después, le incineraran.
¡Ole sus huevos solidarios!
¡Ole sus huevos solidarios!
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