El tanatorio - Rufino García Álvarez



Se abrió la puerta del ascensor y salió el mensajero que había picado al micro. Me entregó el sobre y disimulé como pude la alegría mientras firmaba el recibí. Abrí ansiosamente el sobre, y saqué la esquela. El cadáver sería incinerado el 15 de diciembre de 2.268, a las 17:30, en el Tanatorio “El Arroyo”. Mire el reloj, tenía el tiempo justo. Volví a llamar al ascensor, entré y usé la llave que me habían dado cuando me hice miembro de la Asociación, la metí en el hueco de la del garaje y giré 45 grados. El ascensor comenzó a bajar y se detuvo en un punto intermedio entre el bajo y el sótano. La entrada al pasadizo estaba completamente disimulada en la pared, introduje el código de apertura con los botones de los pisos y un panel se deslizó con suavidad lateralmente dando acceso al túnel. Me puse la capucha, entré y cerré el panel. Caminé por el laberinto de galerías hasta el tanatorio, conocía perfectamente el trayecto. Según me iba acercando, me encontré con otros encapuchados que venían de otros pasillos. Siempre tuve curiosidad por saber la identidad del resto de miembros, pero preservar el anonimato era vital, sólo unos pocos de la dirección la conocían. Llegamos a la puerta del bunker situado bajo el tanatorio y una chica estaba tecleando el código de apertura. El panel mostraba un mensaje de error. Estaba metiendo uno antiguo, el código de esta semana era “TONTA” y no lo sabía.
-“TONTA”, le dije. Ella se giró y me dijo “¡gilipollas! “
La aparté, firme, pero sin rudeza, metí el código correcto y la puerta se abrió. Ella pronunció un casi inaudible perdón. Yo no tenía tiempo que perder y me dirigí, a toda prisa, al compartimento número 33, que me habían asignado. Era bastante pequeño, solo había sitio para una taquilla y la cabina estanca. Abrí la taquilla, me quité la capucha y me desnudé completamente. Miré al interior dudando sobre qué paquete escoger. Al final, me decidí por el negro. Entré en la cabina estanca y cerré la puerta. Según el reloj de la pared, faltaban cinco minutos para la hora prevista para la incineración. La luz indicadora aún estaba en rojo. Oí con claridad cómo se encendieron los quemadores y pasados 2 minutos, la luz se puso verde. Abrí el paquete, saqué un cigarrillo y comencé a fumar con avidez. Un extractor bastante potente sacaba el humo y lo mezclaba con la chimenea del incinerador. Era la única forma de que fuera totalmente indetectable. 

Pasados 20 minutos el indicador empezó a parpadear en naranja, quedaba un minuto. Apuré el sexto cigarrillo y lo apagué. La luz se puso roja y comenzó el protocolo de descontaminación. Siempre era la peor parte, aguantar 10 minutos aquel extraño gas  que eliminaba cualquier traza de olor a tabaco del cuerpo y de los pulmones. No nos podíamos arriesgar a que cualquiera de los miles de cromatógrafos instalados por la ciudad, lo detectara. Dejé el paquete en la taquilla y me vestí pensando ya en la próxima vez, eran tan poco frecuentes las incineraciones, que igual pasaba un mes hasta la próxima. Todo el mundo prefería la dichosa desintegración.
Siempre me proponía dejar de fumar de vuelta a casa, era extremadamente arriesgado y muy caro, la Asociación me costaba casi un tercio del sueldo. Lo que tenía claro es que jamás fumaría un cigarrillo en la calle, las leyes antitabaco se habían endurecido tanto, que casi el 40% de la población reclusa lo era por fumar. Hoy había sido un día agridulce, el del tanatorio era un fumador reincidente que fue condenado a muerte por haberse fumado un Cohibas subido a una farola de la Plaza del Palacio de Justicia. Pidió, como última voluntad, que después, le incineraran.

¡Ole sus huevos solidarios!





Licencia de Creative Commons

Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional.

No hay comentarios:

Publicar un comentario