Tierra trágame - Marian Muñoz


                                            


Se abrió la puerta del ascensor y no tuve más remedio que salir de mi ensoñación, no había pegado ojo en toda la noche al lado de tío Roberto, medio dormida como estaba a duras penas atiné a darle al botón de la planta baja, pero como iba diciendo, se abrió la puerta del ascensor y él entró. Caballero de mediana edad, bien vestido y ademanes resueltos, me miró y sonrió, me saludo con un “buenos días” y yo medio lela por el sopor del insomnio, le respondí con un “buenas noches” es que estuve velando a un enfermo y ahora voy a dormir.
El caballero siguió sonriendo, y a pesar de mí trasnochada torpeza intuí en él un sentimiento de aprecio, de cariño y empatía que trastocó mi modorra. Empecé a tartamudear un “que pase un buen día” pero su mirada y su sonrisa me descoyuntaron por completo y sin saber porqué comencé a atusarme el pelo y estirarme el faldón de mi vestido, en una palabra, intentar arreglarme un poco para no parecer ante él un guiñapo.
Los dos éramos veteranos de la vida, él parecía haber librado más batallas que yo, pero eso ojos, esa sonrisa, rediez como empezaban a despertar en mi algo que hacía tiempo llevaba dormido.
Un viaje en ascensor debería ser rápido, pero aquel me estaba resultando eterno aunque no largo. No cansaba de percibir aquella mirada y su gesto sonriente, ojala no tuviera tanto sueño para proponerle algo más que un sencillo viaje por las plantas del hospital.
De un momento a otro el ascensor llegaría a su destino, la planta cero, el hall de entrada, y aún no sabía si visitaba a algún familiar o quizás fuera paciente del hospital, pero zas, de repente las puertas se abrieron y él muy galante me dejó pasar.
Me despidió con un “buenas noches” y yo a mi vez le espeté un seco “adiós”. Una mujer vestida de enfermera le estaba esperando y oí como le decía “Buenos días Doctor Corrales el paciente ya está en el quirófano”.
¡Era tonta y no lo sabía!, yo que me jacto de reconocer a la gente por las mil peculiaridades que cada uno tenemos, y no le reconocí, era Luis, mi amor de juventud, con el que salí mientras estudiaba en Salamanca, él hacía medicina y yo Psicología, aquella sonrisa y esa mirada eran lo que me conquistaron en él, y ahora, ¡tonta de mi!, seguía cautivándome sin saberlo, sin reconocerlo.
¡Ay madre que vergüenza! Seguro que si me ha conocido y se habrá partido de risa al ver mi despiste, mi aturdimiento motivado por el cansancio de una larga noche en vela, mi aspecto desastroso, ¡trágame tierra! Espero no volver a verlo por lo vergonzante de la situación.
Al llegar a casa abracé con ganas mi cama y me sumergí en un placentero sueño, no duró mucho rato porque la vecina de arriba no paraba de hacer ruido con la aspiradora, y eso que tiene alfombras por todas partes, se nota que le gusta rascar bien, ¡maldita sea mi suerte! Me pondré debajo de la almohada para no oírla, pero qué va, ahora es Pedrito el del quinto que está practicando con el violín, y con esas notas tan agudas no consigo caer en los brazos de Morfeo.
Tantas vueltas he dado en la cama que la sabana bajera se ha salido, y la funda del colchón me raspa las piernas. Es evidente que así no puedo dormir.
No hago más que dar vueltas a mi situación, tío Roberto lleva tiempo enfermo, y va para largo, ya no puedo pedir más permisos en el trabajo, tengo que buscar alguien que me sustituya por las noches y por las mañanas, que las tardes bien puedo acudir yo. Creo que ya tengo a la persona ideal, Doña Servanda, la madre de la frutera, es viuda y se pasa todo el día acompañando a su hija y dando palique a las clientas, mi tío y ella siempre se llevaron bien, la veo muy maternal y cariñosa para con todos, así que no le vendría mal un dinerillo extra para complementar su pensión, ya esta, decidido, mañana se lo digo, bueno hoy, porque con tanto ruido no puedo pegar ojo.
He vuelto a ruborizarme, lo noto, acordándome del incidente del ascensor, mira que no darme cuenta de quien era, pero claro, antes tenía una melena morena bien tupida que me volvía loca, y un bigotillo incipiente que cosquilleaba al besar, en cuanto sonreía me derretía todita, y ahora entiendo porque me puse tan nerviosa al saludarme, mi cuerpo si le recordaba pero mi mente, claro después de tanto tiempo, no.
Tengo que llamar al hospital preguntando por él, e interesándome por su horario de consulta, más que nada para no coincidir en el ascensor ni en ningún otro sitio, porque otro mal trago no creo que lo aguantase.
Bueno, voy a recrearme recordando lo que sentía al estar con él, cuando nos divertíamos en el rio y me contaba pasito a pasito el nombre de los músculos, sobre mi piel, ¡ay que sueño tengo ahora……Zzzzzzzzzzzzzzzzzzz!




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