Se abrió la puerta del ascensor con brusquedad. Mauro, con el equipo
fotográfico al hombro, la cámara en la mano para ganar tiempo, se
dirigió a su habitación. Entró apresuradamente, soltó la mochila
sobre la cama y encendió el ordenador. Buscó la fotografía y la
amplió a pantalla completa. Quedó mirándola un buen rato. No
recordaba haberla visto nunca y eso le extrañaba. Pasó más de tres
horas buscando en los portales fotográficos más reconocidos, en los
temáticos y en algunos especializados. No encontró nada. Sonrió
al darse cuenta de ser el dueño de una imagen inédita y original
por la que podía sacar un buen dinero. Sí, tenía entre sus manos
una buena fotografía, pero estaba seguro que tras ella se escondía
una buena historia. Si daba con ella, podía escribirla y venderlo
todo junto. Seguro que le interesaría a más de uno de los medios de
comunicación con los que solía trabajar.
Al
día siguiente, Mauro salió del hotel muy temprano, imprimió la
fotografía y después se dirigó a la Biblioteca Nacional. Una vez
allí enseñó su carnet de periodista y pidió ver los archivos. Una
chica lo acompañó a una sala repleta de archivadores, carpetas y
legajos, indicándole dónde estaba el año que buscaba. También le
explicó que podía intentar buscar en los ordenadores de esa misma
sala, aunque si la noticia no hubiera sido lo suficientemente
importante, al ser tan antigua, era posible que no estuviera
digitalizada.
Mauro
lo intentó primero en un ordenador. Introdujo varias fechas, el
nombre de la mujer y el nombre del hombre sin obtener resultado.
Entonces se trasladó a una mesa, colocó la fotografía sobre ella y
comenzó a buscar en los archivos. Al mediodía bajó a la cafetería
del mismo edificio a comer un bocadillo y después continuó con su
investigación. Por fin, a las seis de la tarde, encontró un recorte
de periódico que hablaba del caso “¿Cómo es posible que se
permita tal falta de respeto a un ciudadano honorable como es el
señor don Ildefonso Del Pino Montaraz? Si a su mujer ya no se le
pueden pedir cuentas, habrá que buscar a otro culpable, pues siempre
hay un responsable en todas las acciones”. Mauro devolvió los
archivos a su lugar y abandonó la biblioteca sabiendo que al día
siguiente lo primero que haría sería dirigirse al registro civil.
Al
la mañana siguiente, Mauro enseñó los nombres y la fecha a una
funcionaria del Registro, y salió con una dirección en la mano.
La casa estaba situada en el centro. Era un edificio elegante y tenía
portero. Otro inconveniente que superó esperando el momento
oportuno. Subió andando, procurando no hacer ruido, hasta el cuarto
piso y llamó a la puerta. Abrió una sirvienta. Preguntó por el
hombre. La sirvienta dijo que el hombre había muerto, que ahora,
allí, vivía una sobrina de la mujer. Pidió verla, haciéndose
pasar por detective privado, enseñando su carnet de periodista. Tras
un rato de espera a la puerta, la sirvienta lo llevó hasta un salón
donde lo esperaba una anciana de unos ochenta años. Parecía estar
encantada de recibir una visita a esas horas de la mañana. Le dijo
que estaba a punto de desayunar y le pidió que la acompañara. Mauro
accedió con gusto, pues esa mañana no había probado bocado. Le
hizo saber el motivo de su visita. Ella, solícita, entre sorbos de
café y risas le fue contando la historia. “Fue un escándalo,
joven, un escándalo. Ya sabe, eran otros tiempos, aunque seguro que
ahora también se armaría un buen follón. Puede que hasta saldría
en esos programas de televisión, ya sabe usted los que digo. Fue
ella, mi tía, la que ordenó que se hiciera así, hasta lo dejó
escrito en su testamento y al notario encargado de que cumpliera su
deseo ¿puede creerlo? Pero no hizo falta porque me ocupé yo. Me
apetecía tanto hacerlo...No quiera saber el suspiro de alivio del
notario y la cara de preocupación del dueño de la empresa donde
hice el encargo. Así se vengó de él, ya ve usted. Mi tía se había
casado con apenas dieciocho años, enamorada como una loca de un
hombre guapo y apuesto veinte años mayor que ella. Pero no tardó en
enterarse de la doble vida de su marido. Él, creía que era tonta y
no lo sabía, pero se enteró que tenía una amante cuando apenas
llevaba un mes de casada. También se enteró de todas las demás,
porque hubo muchas ¿sabe usted? Era un mujeriego y un jugador que
dilapidó toda la fortuna de mi tía. Y si le hubiera hecho caso,
ella hubiera mirado para otro lado, pero la hacía de menos
constantemente y no visitaba su cama. ¿Qué por qué lo sé? Porque
una se acaba enterando de esas cosas, los criados hablan ¿sabe
usted? Es el precio que hay que pagar por tener servicio. Además, en
aquellos tiempos no existía el divorcio y mucho menos en su círculo.
En aquellos tiempos la mujer aguantaba y callaba. ¡Ay, si fuera
ahora! Si fuera ahora lo hubiera puesto de patitas en la calle,
porque ella tenía su carácter, no vaya a creer”.
La
anciana continuó desgranando la historia durante más de dos horas,
contándole a Mauro un montón de anécdotas. Cuando salió del
portal, con una sonrisa en los labios, y una buena historia en la
cabeza, miró de nuevo la fotografía. Sobre una piedra de mármol
blanco se leía la siguiente inscripción:
Aquí yace
DOÑA LEONOR ALBURQUERQUE
DEL RÍO GINÉS
Fiel esposa de Ildefonso del Pino Montaraz,
que me embaucó siendo niña,
me engañó con numerosas amantes y dilapidó
toda mi fortuna.
Yo, por fin, descanso en
paz.
Él, se queda arruinado y enfermo de
sífilis.
Y, aunque a pesar de todo lo sigo
queriendo,
espero que no tarde en venir a hacerme
compañía.
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