Recuerdo de Caracas - Clara Conde


                                    


Se abrió la puerta del ascensor, salí al vestíbulo del hotel y a pesar del calor que hacía me quedé de hielo. Allí estaba él, dirigiéndose hacia el ascensor del que yo acababa de salir, más guapo que nunca porque era la primera vez que le veía desde tan cerca. Antes, en mi mente, me había referido a él como morenazo; pero no era exactamente así, el color de su piel tenía un todo dorado precioso, que me hacía imaginarle haciendo deporte en la playa. Ese pelo, un poco largo, pero sólo un poquito, lo justo para dar una impresión de rebeldía perfectamente calculada. Y la boca... Grande, de labios carnosos, los dientes casi perfectos.
Yo llevaba nueve tardes mirándole. Desde el día siguiente de mi llegada a Caracas.
Familia y amigos me habían convencido de hacer aquel viaje, para que me relajara, para cambiar de aires, para escapar un poco a la rutina y renovar fuerzas, porque llevaba casi medio año atascada en mi tercera novela y, aunque en aquel momento no me daba cuenta, convivir conmigo se estaba convirtiendo en un deporte, sino de riesgo, al menos sí de aguante.
Así que les hice caso. Fuí a una agencia de viajes y, casi al azar, elegí pasar unos días en Venezuela.
El primer día había salido de mi precioso hotel y caminado durante horas, sin rumbo, por las coloridas calles de la ciudad. Había comprado comida en un puesto callejero, abriendo mi mente y disfrutando de sabores exóticos totalmente nuevos.
El segundo día me desperté contenta, llena de vida, y muy agradecida a todos los que me habían animado a darme el lujo de aquellas vacaciones. Desbordaba emociones y sensaciones y, por suerte, me había llevado el portátil.
Moví la mesa hasta acercarla a la ventana para así, mientras estaba sentada, con solo girar la cabeza hacia la derecha tener a mi disposición el ambiente de la calle, y el resplandor de aquel maravilloso cielo con un tono de azul que yo nunca había visto antes.
Escribí un poco, nada concreto, retazos de ideas prometedoras que me eran inspiradas por los ruidosos coches que no dejaban de pasar, por los colores de las ropas de los paseantes... incluso por algún perrucho escuchimizado.
Hasta que llegó él. Mi morenazo. Se había sentado en un banco en la acera de enfrente de mi ventana, a la sombra de un arbolito. Era el hombre más guapo que yo había visto en mi vida, casi un chico más que un hombre. Y allí se quedó, como esperando a alguien pero sin prisa, a veces miraba hacia los lados con poco interés, de vez en cuando cambiaba ligeramente de postura, pero allí seguía.
Y yo también. Desde mi ventana, olvidé mi ordenador y olvidé donde estaba, y sólo me dediqué a contemplarle.
No sé cuánto tiempo después paró un coche y mi moreno se acercó a él sin prisa, incluso con desgana. Se asomó a la ventanilla un momento, luego entró y se marcharon.
Adiós, morenazo, pensé.
Leí lo que tenía escrito en mi ordenador y ya no me pareció tan bueno. Se me había estropeado el talante, así que decidí dejarlo reposar.
Al día siguiente empecé la tarde del mismo modo, con mi ordenador, mi mesa y mi ventana al mundo. Y apareció de nuevo el chico. Me pareció aún más guapo de lo que recordaba.
Mismo banco, misma actitud, pero esta vez en seguida apareció un coche. Un coche distinto, éste era amarillo. Me estiré un poquito antes de que se fueran y pude ver que dentro sólo iba el conductor, un hombre.
Cuando mi chico moreno regresó a su banco, no debía de haber pasado demasiado tiempo, porque yo seguía en el mismo sitio, mirando a través de la ventana.
Hubo un coche más, de nuevo otro distinto y de nuevo conducido por un hombre solo.
Y así fueron las tardes siguientes: horas mirándole por la ventana, mientras él se iba en coche con diferentes hombres. Y, mientras esperaba sus regresos al banco, le inventé una historia, una razón. Imaginé que por las mañanas estudiaba, quizás en la universidad; en casa, una mamá enferma y unos hermanitos aún pequeños. En ningún momento se me ocurrió que podía estar haciendo aquello porque sí, porque era la vida que había elegido.
Así que aquella décima tarde, cuando ya llevaba once días en Caracas, tomé la decisión de conocerle. Saldría del hotel temprano y me sentaría en su banco antes de que él llegara.
Hasta ahí llegaban mis planes, ya vería cómo empezaba a hablarle, pero todo cambió al verle frente a mí a la salida del ascensor. De su brazo colgaba una mujer, no demasiado joven, con edad para ser su madre o incluso una abuela precoz, e iba repartiendo miradas de orgullo a su alrededor como si no fuese obvio que mi morenazo no era un trofeo conseguido, sino contratado.
Pasaron por mi lado y él ni se fijó en mí. Después de tantos días, me sentí decepcionada porque para mí era como si nos conociéramos. Y verle con aquella señora me revolvió algo por dentro, hasta el punto de que aquella noche hice la maleta y volví a casa.
Nunca terminé aquella novela. Se gafó.
Tiempo más tarde escribí la historia de una mujer que era tonta y no lo sabía, que tenía unos escrúpulos retorcidos y extraños, y había perdido la ocasión de conocer a una persona que parecía interesante y de vivir alguna de las posibilidades que se podrían haber abierto.



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