Se abrió la puerta del ascensor,
salí al vestíbulo del hotel y a pesar del calor que hacía me quedé
de hielo. Allí estaba él, dirigiéndose hacia el ascensor del que
yo acababa de salir, más guapo que nunca porque era la primera vez
que le veía desde tan cerca. Antes, en mi mente, me había referido
a él como morenazo; pero no era exactamente así, el color de su
piel tenía un todo dorado precioso, que me hacía imaginarle
haciendo deporte en la playa. Ese pelo, un poco largo, pero sólo un
poquito, lo justo para dar una impresión de rebeldía perfectamente
calculada. Y la boca... Grande, de labios carnosos, los dientes casi
perfectos.
Yo llevaba nueve tardes mirándole.
Desde el día siguiente de mi llegada a Caracas.
Familia y amigos me habían
convencido de hacer aquel viaje, para que me relajara, para cambiar
de aires, para escapar un poco a la rutina y renovar fuerzas, porque
llevaba casi medio año atascada en mi tercera novela y, aunque en
aquel momento no me daba cuenta, convivir conmigo se estaba
convirtiendo en un deporte, sino de riesgo, al menos sí de aguante.
Así que les hice caso. Fuí a una
agencia de viajes y, casi al azar, elegí pasar unos días en
Venezuela.
El primer día había salido de mi
precioso hotel y caminado durante horas, sin rumbo, por las coloridas
calles de la ciudad. Había comprado comida en un puesto callejero,
abriendo mi mente y disfrutando de sabores exóticos totalmente
nuevos.
El segundo día me desperté
contenta, llena de vida, y muy agradecida a todos los que me habían
animado a darme el lujo de aquellas vacaciones. Desbordaba emociones
y sensaciones y, por suerte, me había llevado el portátil.
Moví la mesa hasta acercarla a la
ventana para así, mientras estaba sentada, con solo girar la cabeza
hacia la derecha tener a mi disposición el ambiente de la calle, y
el resplandor de aquel maravilloso cielo con un tono de azul que yo
nunca había visto antes.
Escribí un poco, nada concreto,
retazos de ideas prometedoras que me eran inspiradas por los ruidosos
coches que no dejaban de pasar, por los colores de las ropas de los
paseantes... incluso por algún perrucho escuchimizado.
Hasta que llegó él. Mi morenazo.
Se había sentado en un banco en la acera de enfrente de mi ventana,
a la sombra de un arbolito. Era el hombre más guapo que yo había
visto en mi vida, casi un chico más que un hombre. Y allí se quedó,
como esperando a alguien pero sin prisa, a veces miraba hacia los
lados con poco interés, de vez en cuando cambiaba ligeramente de
postura, pero allí seguía.
Y yo también. Desde mi ventana,
olvidé mi ordenador y olvidé donde estaba, y sólo me dediqué a
contemplarle.
No sé cuánto tiempo después paró
un coche y mi moreno se acercó a él sin prisa, incluso con desgana.
Se asomó a la ventanilla un momento, luego entró y se marcharon.
Adiós, morenazo, pensé.
Leí lo que tenía escrito en mi
ordenador y ya no me pareció tan bueno. Se me había estropeado el
talante, así que decidí dejarlo reposar.
Al día siguiente empecé la tarde
del mismo modo, con mi ordenador, mi mesa y mi ventana al mundo. Y
apareció de nuevo el chico. Me pareció aún más guapo de lo que
recordaba.
Mismo banco, misma actitud, pero
esta vez en seguida apareció un coche. Un coche distinto, éste era
amarillo. Me estiré un poquito antes de que se fueran y pude ver que
dentro sólo iba el conductor, un hombre.
Cuando mi chico moreno regresó a su
banco, no debía de haber pasado demasiado tiempo, porque yo seguía
en el mismo sitio, mirando a través de la ventana.
Hubo un coche más, de nuevo otro
distinto y de nuevo conducido por un hombre solo.
Y así fueron las tardes siguientes:
horas mirándole por la ventana, mientras él se iba en coche con
diferentes hombres. Y, mientras esperaba sus regresos al banco, le
inventé una historia, una razón. Imaginé que por las mañanas
estudiaba, quizás en la universidad; en casa, una mamá enferma y
unos hermanitos aún pequeños. En ningún momento se me ocurrió que
podía estar haciendo aquello porque sí, porque era la vida que
había elegido.
Así que aquella décima tarde,
cuando ya llevaba once días en Caracas, tomé la decisión de
conocerle. Saldría del hotel temprano y me sentaría en su banco
antes de que él llegara.
Hasta ahí llegaban mis planes, ya
vería cómo empezaba a hablarle, pero todo cambió al verle frente a
mí a la salida del ascensor. De su brazo colgaba una mujer, no
demasiado joven, con edad para ser su madre o incluso una abuela
precoz, e iba repartiendo miradas de orgullo a su alrededor como si
no fuese obvio que mi morenazo no era un trofeo conseguido, sino
contratado.
Pasaron por mi lado y él ni se fijó
en mí. Después de tantos días, me sentí decepcionada porque para
mí era como si nos conociéramos. Y verle con aquella señora me
revolvió algo por dentro, hasta el punto de que aquella noche hice
la maleta y volví a casa.
Nunca terminé aquella novela. Se
gafó.
Tiempo más tarde escribí la
historia de una mujer que era tonta y no lo sabía, que tenía unos
escrúpulos retorcidos y extraños, y había perdido la ocasión de
conocer a una persona que parecía interesante y de vivir alguna de
las posibilidades que se podrían haber abierto.
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