Todo
empezó con la maldición de aquella gitana: "¡Que el sábado
recites tan bien, que tu voz supere a la de los propios ángeles!"
"Dios te oiga", respondió el poeta, que paseaba por la
plaza de la Catedral y acababa de rechazar la ramita de romero que
ella le había ofrecido. Era la maldición más extraña que nunca
había escuchado, empezando, porque no se explicaba, ¡cómo
demonios!, podía saber ella que el sábado recitaba como poeta
invitado en una sala de León. Empezó a pensar en lo del sábado. El
espectáculo era muy interesante, "Esta noche, salimos a
hostias". Cuatro poetas madrileños presentaban sus libros e
invitaban a un poeta local. Y le habían elegido a él, ¡Dios mío!,
a él... la segunda parte del acto tenía una pinta estupenda y muy
entretenida, los poetas, de dos en dos, se zurraban en verso, algo
parecido a lo de las batallas que hacen los raperos. Lo tenía casi
todo escrito, salvo la puya contra la chica, María. Escribía tan
bien, era tan joven y tan guapa, que no sabía qué hacer contra
ella, aunque tenía una idea rondándole la cabeza.
Al llegar a casa, seleccionó cuidadosamente los poemas que iba a leer en la primera parte. Quería mostrar al público una pequeña pincelada de cada temática sobre la que había escrito. Lo que llevaba muy mal, era lo de recitar en público. Siempre se había puesto muy nervioso y leía demasiado rápido. Engullía palabras, no sabía respirar y era capaz de hacer sinalefas, incluso, entre consonantes. Volvió a pensar en la gitana. Claramente se había reído de él. Seguía sin comprender, cómo sabía ella de sus carencias a la hora de recitar.
Por fin llegó el sábado, el gran día. Era la primera vez que iba a estar tanto tiempo seguido recitando y tenía los nervios de punta. Se quedó contemplando el cartel pegado a la puerta del local. Allí estaba su nombre junto al de esos cuatro grandes. "Poeta invitado". Sonaba bien, muy bien. Fue cinco veces al baño y se movía por la sala, de un lado a otro, inquieto. Se acercaba la hora de inicio y casi no había público. Sólo unos cuantos amigos incondicionales y algún despistado. Tenía una mezcla de sentimientos encontrados. Por un lado, sentía rabia por los poetas de Madrid, que los fuera a ver tan poca gente y por el otro, sentía alivio, por si hacía el ridículo.
Por fin le llegó el momento de recitar. Cogió sus papeles y se acercó al micrófono. Al decir el primer verso, comenzó a oírse la voz más maravillosa que jamás hubiera escuchado nadie. Ni él mismo daba crédito. Cómo por arte de magia sus palabras fluían a la velocidad perfecta, su respiración era acompasada y su timbre, desconocido y sublime. Los asistentes estaban absortos, como hipnotizados y así siguieron todo el recital. Los aplausos y vítores fueron atronadores. Todos coincidían que jamás, jamás, habían oído nada igual. Bendita gitana, pensó mientras se dejaba felicitar y querer.
La noticia corrió como la pólvora, a los dos días, ya tenía firmados varios recitales. No había pasado una semana y estaba contratado para leer sus versos en el auditorio. El lleno fue espectacular, no cabía ni un alfiler. Tras las presentaciones, él se acercó lentamente al micrófono, disfrutando del momento y de los aplausos. Comenzó a recitar... rápido, nervioso, engullendo palabras y temblándole la voz. Fue más de lo que puedo soportar y allí mismo se desmayó. Fue la última vez que se le oyó recitar. Ahora, todos los días se le ve por la Plaza de la Catedral, arrastrando los pies, desorientado, buscando, con una mirada de desesperación, a aquella gitana que le había arruinado la vida.
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