Cesáreo,
hombre de edad madura, bizco y con gafas de culo de botella, casi
calvo y corto de expresión, tenía sin embargo un encanto especial.
Dorotea,
su madre, abandonada por su primer novio una semana antes de la boda,
rota de dolor, desesperada y humillada, salió sola en la que debería
haber sido una de las noches más dichosas de su vida, se emborrachó
como nunca lo había hecho y se entregó a tres hombres en el espacio
de dos horas. No sintió nada. Ni placer, ni asco, ni dolor. Nada.
Dos
meses más tarde, al tener certeza de su embarazao, Dorotea se sintió
la más feliz de las mujeres, pese a no saber quién era el padre de
su hijo, pues de ninguno de los tres hombres guardaba recuerdo
alguno. Decidida a volcar su vida en aquel pequeño ser que ya vivía
en sus entrañas, determinó que solo él ocuparía un lugar en su
corazón.
Nació
el bebé y Dorotea se alarmó al ver las miradas cruzadas del
personal del paritorio. Con miedo en la voz, preguntó qué pasaba.
Una enfermera la tranquilizó diciéndole que el niño estaba bien,
que no se preocupara. Cuando ya limpio y arreglado lo acomodaron en
sus brazos, Dorotea entendió. Era el niño más feo que había visto
nunca, como si las semillas de sus tres supuestos padres se hubieran
peleado entre ellas sin ponerse de acuerdo, quedando entremezcladas,
configurando
un rostro como los de los cuadros de Picasso. Era feo, sí, lo
reconocía, pero era su hijo. Y ella haría de él una buena persona.
Cesáreo
fue creciendo al amparo de su madre, sin echar en falta la presencia
del padre que no conocería nunca. Dorotea lo enseñó a ser
respetuoso y amable y, sobretodo, a no sufrir por las burlas a las
que era sometido en el colegio. La indiferencia es tu arma, le decía.
Si ven que a ti no te duelen sus chanzas, dejarán de hacerlo. Le
enseñó que la belleza física no lo era todo en la vida y lo ayudó
a ser fuerte y a tener autoestima. Desde luego, guapo no era, pero
poseía un cuerpo atlético, bien formado, una voz agradable y una
gran inteligencia, como lo desmostraban sus buenas notas, las mejores
de toda la clase.
Cesáreo,
siguiendo los consejos de su madre, fue creciendo sin dejarse
amilanar por su aspecto, gozando de una infancia feliz. Tras un
ligero decaimiento en la adolescencia, al verse rechazado por las
chicas, se centró en los estudios y acabó asimilando que quizás
nunca ninguna mujer se enamoraría de él. Llegó a la edad madura
sin conocer a más mujeres que aquellas a las que pagaba para
satisfacer sus necesidades sexuales y que, casi siempre, le pedían
hacerlo con la luz apagada. No le importaba. Ya no sufría por ello.
Solo de vez en cuando, al ver disfrutar a sus amigos de su vida en
pareja, sentía como si un duende le pellizcara el corazón.
Una
tarde primaveral apareció Teresa, recién llegada a la ciudad.
Cesáreo estaba, con su pandilla de amigos separados, en la terraza
de un bar tomando una copa de vino bajo un sol tibio y agradable.
Alicia, una chica de la pandilla, la llevaba con ella. Teresa tuvo
que disimular su asombro cuando le presentaron a Cesáreo, pues no
recordaba haber visto un hombre tan feo en toda su vida. Al
despedirse, cuando Alicia le preguntó que le había parecido su
amigo, Teresa contestó: si lo veo de noche, corro.
Los
encuentros se sucedieron a lo largo de la primavera y el verano,
mientras Teresa iba descubriendo a un hombre prudente, de buen
carácter, inteligente, amigo de sus amigos, educado, humilde pese a
ser un investigador de prestigio, optimista, culto y extremadamente
tímido. Y muy a pesar suyo se enamoró de él.
Cesáreo
también se había enamorado de Teresa, de su risa franca y su larga
morena ondulada y cobriza, aunque nunca, ni por lo más remoto, se le
pasaba por la cabeza conseguir de ella más que una buena amistad.
Fue
Teresa la que dio el primer paso. Acababa de cumplir cuarenta y dos
años, cargaba sobre sus espaldas una separación dolorosa y no
estaba para perder el tiempo. Aquel hombre, de cuarenta y cinco años
y feo como ninguno, había logrado penetrar en su corazón. Estaba
convencida de haber encontrado al amor su vida, aunque se sentía
abochornada por sus sentimientos encontrados, pues le daba un poco de
vergüenza presentarlo a su familia y amigos.
El
amor logró imponerse a pesar de todo y un día antes de Nochebuena
se casaron en una ceremonia sencilla y discreta. Dorotea, como si
hubiera estado toda su vida esperando que apareciera ese ángel de la
felicidad para su hijo, acogió a Teresa con cariño y después se
fue, como un soplo de aire, victima de una enfermedad terminal que
según los médicos debería haberla llevado a la tumba mucho tiempo
atrás.
Justo
al año de la boda nació Sara. Tenía una cara preciosa, como su
madre. Su orgulloso padre, siguiendo los pasos de la abuela, la
enseñaría a ser también preciosa por dentro.
Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional.
No hay comentarios:
Publicar un comentario