A pesar de todo - Cristina Muñiz Martín


                                    


Cesáreo, hombre de edad madura, bizco y con gafas de culo de botella, casi calvo y corto de expresión, tenía sin embargo un encanto especial.
Dorotea, su madre, abandonada por su primer novio una semana antes de la boda, rota de dolor, desesperada y humillada, salió sola en la que debería haber sido una de las noches más dichosas de su vida, se emborrachó como nunca lo había hecho y se entregó a tres hombres en el espacio de dos horas. No sintió nada. Ni placer, ni asco, ni dolor. Nada.
Dos meses más tarde, al tener certeza de su embarazao, Dorotea se sintió la más feliz de las mujeres, pese a no saber quién era el padre de su hijo, pues de ninguno de los tres hombres guardaba recuerdo alguno. Decidida a volcar su vida en aquel pequeño ser que ya vivía en sus entrañas, determinó que solo él ocuparía un lugar en su corazón.
Nació el bebé y Dorotea se alarmó al ver las miradas cruzadas del personal del paritorio. Con miedo en la voz, preguntó qué pasaba. Una enfermera la tranquilizó diciéndole que el niño estaba bien, que no se preocupara. Cuando ya limpio y arreglado lo acomodaron en sus brazos, Dorotea entendió. Era el niño más feo que había visto nunca, como si las semillas de sus tres supuestos padres se hubieran peleado entre ellas sin ponerse de acuerdo, quedando entremezcladas,
configurando un rostro como los de los cuadros de Picasso. Era feo, sí, lo reconocía, pero era su hijo. Y ella haría de él una buena persona.
Cesáreo fue creciendo al amparo de su madre, sin echar en falta la presencia del padre que no conocería nunca. Dorotea lo enseñó a ser respetuoso y amable y, sobretodo, a no sufrir por las burlas a las que era sometido en el colegio. La indiferencia es tu arma, le decía. Si ven que a ti no te duelen sus chanzas, dejarán de hacerlo. Le enseñó que la belleza física no lo era todo en la vida y lo ayudó a ser fuerte y a tener autoestima. Desde luego, guapo no era, pero poseía un cuerpo atlético, bien formado, una voz agradable y una gran inteligencia, como lo desmostraban sus buenas notas, las mejores de toda la clase.
Cesáreo, siguiendo los consejos de su madre, fue creciendo sin dejarse amilanar por su aspecto, gozando de una infancia feliz. Tras un ligero decaimiento en la adolescencia, al verse rechazado por las chicas, se centró en los estudios y acabó asimilando que quizás nunca ninguna mujer se enamoraría de él. Llegó a la edad madura sin conocer a más mujeres que aquellas a las que pagaba para satisfacer sus necesidades sexuales y que, casi siempre, le pedían hacerlo con la luz apagada. No le importaba. Ya no sufría por ello. Solo de vez en cuando, al ver disfrutar a sus amigos de su vida en pareja, sentía como si un duende le pellizcara el corazón.
Una tarde primaveral apareció Teresa, recién llegada a la ciudad. Cesáreo estaba, con su pandilla de amigos separados, en la terraza de un bar tomando una copa de vino bajo un sol tibio y agradable. Alicia, una chica de la pandilla, la llevaba con ella. Teresa tuvo que disimular su asombro cuando le presentaron a Cesáreo, pues no recordaba haber visto un hombre tan feo en toda su vida. Al despedirse, cuando Alicia le preguntó que le había parecido su amigo, Teresa contestó: si lo veo de noche, corro.
Los encuentros se sucedieron a lo largo de la primavera y el verano, mientras Teresa iba descubriendo a un hombre prudente, de buen carácter, inteligente, amigo de sus amigos, educado, humilde pese a ser un investigador de prestigio, optimista, culto y extremadamente tímido. Y muy a pesar suyo se enamoró de él.
Cesáreo también se había enamorado de Teresa, de su risa franca y su larga morena ondulada y cobriza, aunque nunca, ni por lo más remoto, se le pasaba por la cabeza conseguir de ella más que una buena amistad.
Fue Teresa la que dio el primer paso. Acababa de cumplir cuarenta y dos años, cargaba sobre sus espaldas una separación dolorosa y no estaba para perder el tiempo. Aquel hombre, de cuarenta y cinco años y feo como ninguno, había logrado penetrar en su corazón. Estaba convencida de haber encontrado al amor su vida, aunque se sentía abochornada por sus sentimientos encontrados, pues le daba un poco de vergüenza presentarlo a su familia y amigos.
El amor logró imponerse a pesar de todo y un día antes de Nochebuena se casaron en una ceremonia sencilla y discreta. Dorotea, como si hubiera estado toda su vida esperando que apareciera ese ángel de la felicidad para su hijo, acogió a Teresa con cariño y después se fue, como un soplo de aire, victima de una enfermedad terminal que según los médicos debería haberla llevado a la tumba mucho tiempo atrás.
Justo al año de la boda nació Sara. Tenía una cara preciosa, como su madre. Su orgulloso padre, siguiendo los pasos de la abuela, la enseñaría a ser también preciosa por dentro.







Licencia de Creative Commons

Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional.

No hay comentarios:

Publicar un comentario