Marujita
Campaniles es una mujer hecha a sí misma. Nacida en una familia de
delincuentes de poca monta, desde que tuvo uso de razón se dijo
que no se iba a dejar tragar por la miseria que amenazaba su vida de
continuo y que en cuanto tuviera la más mínima oportunidad tomaba
las de Villadiego y dejaba la aldea de mierda en que se estaba
criando en busca de nuevos horizontes. Eso fue lo que hizo recién
cumplidos los dieciséis años, marchar en busca de cualquier
oportunidad a la que agarrarse que le hiciera olvidar su existencia
anterior. Como no tenía dinero y de alguna manera había que llenar
el buche, una noche robó uno de los jumentos del señor alcalde, que
tenía dos, uno joven y el otro ya en edad adulta, equivocándose por
mor de la oscuridad y llevándose el viejo, que ya casi ni se podía
poner en pié. Aún así le mangó encima unas alforjas y las llenó
de todos los cachivaches que tenía por casa con intención de que su
venta le permitiera subsistir, dos despertadores estropeados, una
sartén grasienta de no fregarla, dos libros de filosofía que no
sabía ni cómo ni por qué habían llegado a su morada y unos
cuantos objetos más que no valían para nada. De esa guisa salió de
su pueblo con rumbo incierto, con la esperanza de encontrar pronto
algún incauto con dinero al que encandilar con su labia y hacerlo su
marido.
Una semana anduvo
vagando por los caminos, alimentándose de las escasas provisiones
con que se había hecho y bebiendo refrescos de cola y de naranja
cuando los podía comprar, si es que se topaba con algún idiota que
le quisiera comprar su mercancía.
Un buen día
llegó a un pueblo perdido en medio de las montañas, justo el día
en que su burro, harto de tanto viaje sin sentido, pasó a mejor
vida, y allí conoció a Casimiro Antares. Casimiro regentaba el
único bar que había en el pueblo. Era feo como un cuerno, bajito,
panzudo, con cuello de toro y una verruga en la nariz que le daba un
aspecto inquietante, pero Marujita pensó que podía tener dinero y
lo eligió como marido. Se le presentó en el bar embutida en una
vestido de fiesta tres tallas más pequeño del que debería llevar,
escotado hasta el ombligo, dejando al descubierto buena parte de sus
generosos pechos. Pidió un café y al hacerlo se relamió los labios
en provocativo gesto, al que Casimiro no se pudo resistir. La invitó
a pasar detrás de la barra y allí, entre botellas de cerveza y
tazas de café por fregar, la hizo suya con inusitada pasión. La
escena se repetía día tras día, hasta que dos meses después
Marujita le dio noticia de su preñez y le dijo que había que pasar
por el altar a la mayor brevedad posible. Así hicieron con
sospechosa rapidez, casamiento que trajo gran decepción para
Marujita, al comprobar que su flamante marido era un manirroto que se
dedicaba a invitar a sus amigotes en el bar y que apenas tenía unas
miles de pesetas en su cuenta de ahorros.
Llegó pues la
hora de agudizar el ingenio. Si aquel palurdo no sabía ganar dinero,
ella se las arreglaría para hacerlo a espuertas. El único negocio
que no había en el pueblo era una peluquería, y así decidió abrir
ella una, además unisex, que al parecer se llevaba mucho por los
países de Europa y de parte del extranjero. No tenía ni idea de
peluquería, pero daba igual, todo era cuestión de aprender. Decidió
que el mejor lugar para poner su negocio clandestino era la
trastienda. Todo tenía que ser muy discreto para que los inspectores
de hacienda, trabajo y demás, no la descubrieran. Se compró
aparatos de segunda mano que pagó a plazos, un secador de mano, otro
de pié, unas tijeras medio oxidadas y en una tienda de todo a cien
unos rulos de plástico del malo y unas pinzas de la ropa, que las
del pelo en sí eran muy caras. Hizo unos carteles que introdujo
discretamente por debajo de las puertas de las casas y enseguida tuvo
su primera clienta. Doña Dolores Santullano y Diaz de Lena, Marquesa
de las Catedrales, dama de alto copete, dueña de todas las tierras
de los alrededores, que vivía recluida en su mansión a las afueras
del pueblo y que solo salía en contadas ocasiones. Marujita la
recibió haciendo reverencias como una estúpida, orgullosa de que
aquella vieja roñosa y cascarrabias fuera su primera clienta, aunque
en seguida le vio las orejas al lobo cuando la anciana le dijo que lo
que quería era teñirse el pelo, de ese color violeta claro del que
suelen teñírselo las damas distinguidas. No había caído Marujita
en semejante posibilidad, y por ello no se había hecho con tintes,
más como era mujer de rápidos reflejos y ácida inventiva en
seguida encontró solución al problema cuando se acordó del azulete
que usaba para lavar las sábanas. Con un poco de suerte le serviría
para salir del paso. Mezcló el azulete con aceite de ricino para
darle suavidad y con un poco de laca que serviría de fijador y
embadurnó el pelo de la señora marquesa con aquella mezcla. Esperó
dos horas y media y cuando fue a lavarle el cabello, para lo cual,
dicho sea de paso, utilizaba una tinaja de zinc colocada encima de
una mesa de cocina y la manguera que usaba Casimiro para lavar el
coche, descubrió que a la mujer se le había quedado el cabello de
color azul marino, salpicado con algunas vetas blancas que no eran
más que canas correosas que no habían cogido color. A Marujita le
comenzaron a temblar las piernas ante semejante desaguisado, pero
ella tiró para delante. Le puso a la vieja los rulos, sujetados con
las correspondientes pinzas de la ropa y la metió en el secador,
todo ello aderezado con una amena conversación sobre las nuevas
tendencias en tintes y las modernas peluquerías minimalistas, como
la suya. Cuando dos horas después la señora Marquesa se miró al
espejo casi le da un síncope, su cabeza parecía la camiseta de un
gondolero veneciano, pero como era muy discreta no protestó, se
limitó a mirar a Marujita fijamente y a despedirse diciéndole que
pasaría su criada a abonar sus servicios y seguramente a llevarle
una reclamación del juzgado por daños y perjuicios.
Marujita pensó
que también era mala suerte. A ver como hacía ella para pagarle a
la Marquesa de los cojones la cantidad que seguramente le pediría
como indemnización. Aquella noche no pudo dormir, pero lejos de
amilanarse, a la mañana siguiente volvió a abrir su negocio. Era
la única forma de conseguir dinero.
Su segunda
clienta fue Lorenita del Pilar Mendoza Somorrostro, la cotilla del
pueblo, metomentodo y criticona, odiada por casi todos y adorada por
unas cuantas idiotas que le hacían corrillo. Lorenita acudió a su
peluquería movida por el afán de husmear para luego sacarle la piel
a tiras a la osada Marujita, y como sospechaba que aquella tonta no
tenía ni idea de peluquería, para ponerla en un compromiso le dijo
que quería hacerse la permanente. Otro olvido de nuestra peluquera,
el líquido para la permanente y los bigudís. Y encima la cotilla
aquella tenía una melena que le llegaba a cintura.... De nuevo tuvo
que poner a trabajar su cerebro, que afortunadamente funcionaba con
rapidez, aunque no con demasiada precisión. Se puso a buscar
disimuladamente entre las latas de productos que tenía Casimiro en
el garaje y eligió una que ponía líquido corrosivo. Si era
corrosivo seguro que quemaba y si quemaba probablemente sirviera para
una buena permanente. Como bigudís utilizó de nuevo las pinzas de
la ropa, explicándole a Lorenita que se trataba de una nueva técnica
importada de los países nórdicos y allí le dejó durante tres
horas y cuarto, echándole de vez en cuando una ojeada a los pelos de
aquella idiota a ver si se rizaban o no, sin atreverse a sacarle las
pinzas de una puñetera vez. Finalmente no le quedó más remedio y
mientras lo hacía le iba comentando a su clienta lo moderna perdida
que iba a quedar, que puede que al principio se viera rara, pero al
final acabaría encantándole su nueva cabellera, trozos de la cual,
dicho sea de paso, quedaban entre las manos de Marujita,
desprendiéndose del cuero cabelludo con facilidad pasmosa. Marujita
se estaba viendo en chirona, más esta vez la suerte jugó a su
favor. En medio de la faena apareció la criada de la señora
Marquesa con un sobre, dentro del cual la peluquera pensó que iría
la reclamación judicial con que la había amenzado, pero nada más
lejos. Contenía la friolera de quince mil pesetas y una carta de
agradecimiento en la que la marquesa le decía que gracias a su
moderno peinado había encontrado novio, que en una cena de postín
que había dado en su palacete aquella noche se le habían acercado
unos cuantos caballeros, entre ellos Segismundo Bonaparte, primo
lejano de Napoleón, del que estaba enamorada desde niña y que nunca
le había hecho ni puto caso, y que sin embargo aquella misma noche,
no solo le había robado la virginidad sino que le había propuesto
matrimonio.
Lorenita, al
enterarse del contenido de la carta y dada la admiración ciega que
sentía por la Marquesa, también quedó sumamente satisfecha con el
resultado del desaguisado, a pesar de que el pelo se le quedó
electrizado en extremo, el cuero cabelludo irritado y con ciertas
calvas que Marujita disimuló como pudo.
A partir de
aquel día la peluquería de Marujita se hizo famosa entre la gente
bien del pueblo y de doscientos kilómetros a la redonda. Daba igual
las fechorías que hiciera, todos quedaban contentos. Hizo tanto
dinero que mandó a Casimiro a tomar por saco, se marchó a la
capital y hoy tiene una de las peluquerías más prósperas de todo
Madrid, Marujista´s hair. Eso sí, hizo varios cursillos y ahora
hace muy bien su trabajo. Faltaría más.
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