Ganar o morir - Rufino García Álvarez




Ganar o Morir” era, con diferencia, el concurso más popular de televisión. Se emitía los sábados por la noche y el país se paralizaba. Como en los grandes eventos deportivos, se instalaban pantallas gigantes en las plazas de las ciudades que se llenaban de gente para emborracharse y ver el concurso. El formato era sencillo. Dos concursantes, metidos en sendas cabinas transparentes, uno frente al otro, sujetaban en alto una barra de halterofilia de 25 kilos. Un presentador leía las preguntas. El que creyera saber la respuesta, tenía que pisar sobre un pulsador que había en el suelo de la cabina. Cada acierto, eran dos kilos en la barra del contrario, cada fallo, dos kilos en la propia. Si ninguno respondía, dos kilos para cada uno. Unos brazos robotizados se encargaban de colocar los pesos en los extremos de la barra.
Los familiares mas directos o en su defecto los mejores amigos, se sentaban en “Los Bancos del Sufrimiento” que estaban situados justo a los pies de la cabina, frente al concursante. El juego terminaba cuando uno de ellos era vencido por el peso que sujetaba. En cuanto la barra caía al suelo, una potente luz iluminaba la cabina y unos rayos láser, en forma de rejilla, troceaban al perdedor en pequeños dados. No había sangre, el láser era tan potente, que cortaba y cauterizaba a la vez. La imagen del derrotado, hecho una pirámide de cubos en el suelo, provocaba el pánico y terror de los familiares, que se abalanzaban y abrazaban la cabina, llorando y gritando, con los rostros desencajados. Era el momento de máxima audiencia. El ganador se embolsaba dos millones de euros.
Alejandro odiaba el concurso, “pan y circo”, solía decir, pero cinco hijos que pasaban hambre, una mujer enferma y más de dos años sin trabajar, eran unas poderosas razones para presentarse al casting. Si ganaba, se solucionaban todos los problemas de un plumazo. Si perdía, el seguro de vida de doscientos mil euros que les hacía el programa, permitiría a su mujer curarse y sacar a la familia adelante. No era muy fuerte, pero siempre que veía el concurso, se sabía casi todas las respuestas y eso, pensaba él, iba a darle una gran ventaja. Cuando fue aceptado como concursante, su mujer intentó por todos los medios quitárselo de la cabeza. Ni sus desgarradas súplicas, ni el imparable llanto de sus hijos, imaginándose a su padre en pedazitos, le hicieron desistir. Ya había tomado la decisión.
Rodrigo no se perdía un programa. Tenía claro, que si conseguía pasar el casting, él iba a ser el ganador. Era carne de gimnasio, se machacaba todos los días seis horas en los aparatos, pero sobre todo, en el de levantamiento de pesas. Era muy consciente de lo limitados que eran sus conocimientos, pero también de que era capaz de soportar mucho más peso que nadie, durante mucho más tiempo. Vivía solo, no tenía pareja y casi ni amigos. Cuando recibió la notificación de haber sido aceptado, fue a celebrarlo con algunos colegas del gimnasio, de esos que jamás decían que no a unos tragos gratis. Pidió a tres de ellos que fueran al programa y se sentaran en los “Bancos del Sufrimiento”. Aceptaron encantados. Querían ver funcionar el haz láser de cerca.
Por fin llegó el sábado, Alejandro estaba de pie en su cabina, sudoroso y mirando fijamente a su mujer y a sus hijos sentados delante. Intentó transmitirles confianza con una sonrisa, pero no había nada que pudiera hacer para calmarlos, temblaban como hojas. Todavía no habían subido el panel central y no sabía a quién se enfrentaba, pero los gritos del público, le estaban poniendo muy nervioso. Rodrigo sonreía a sus colegas sentados delante y hacía el gesto de la victoria al público del estudio, que respondía con ovaciones. Estaba claro que él era el favorito. Tras una interminable batería de anuncios, se levantó el panel que los separaba. El terror reflejado en el rostro de Alejandro al ver aquella mole humana, hizo que su mujer y sus hijos se giraran al instante que al ver a Rodrigo empezaron a llorar, llanto que fue ahogado por los aplausos y griterío del público.
Dio comienzo el programa, cada uno sujetó su barra y empezaron las preguntas. Al cabo de una hora de concurso y después de 50 preguntas, Alejandro había acertado 35 y sujetaba 55 kilos. Rodrigo solo había acertado 15 y ya soportaba 105 kilos. Media hora más tarde, Alejandro, con 71 kilos, sudaba copiosamente y un marcado temblor, era perceptible en sus brazos. Rodrigo, con 139 Kilos, empezaba a perder la calma y su cuerpo estaba perlado de gotas de sudor. La visión de la cara de sufrimiento de su oponente y la de aquellos niños abrazados a su madre, le estaba desconcentrando. Sabía que el final estaba cerca y tenía que aguantar como fuera.
¿Cuál es la raíz de 144?”, le oyó decir al presentador. Era la típica pregunta que su rival hubiera contestado al instante, pero no lo hizo. Le miró y vio su cara de pánico intentado mover un pie que ya no le respondía, hacia el pulsador. Estaba claro que se había acalambrado. Bien, ahora solo era cuestión de esperar, 2 kilos más para cada uno en cada pregunta, salvo las que él supiera. Su único objetivo era aguantar, para eso se había entrenado tan duro estos años. Los kilos iban sumándose a ambas barras. Incluso Rodrigo había sobrepasado su propio límite. Intentaba evadirse evocando imágenes de su infancia, la única época de su vida en que recordaba haber sido feliz. Se preguntó de dónde sacaba las fuerzas aquel hombre para seguir aguantando de esa manera. El mismo se respondió. Esa capacidad casi sobrehumana, solo podía ser por sus hijos, de los que no despegaba la vista. ¿Por quién estaba luchando él? Su vida, en el fondo, era una mierda.
Le vio perder la mirada y poner los ojos en blanco y supo que el otro se estaba desmayando. Menos de un minuto y se habría acabado todo. Los niños se llevaron las manos a la cara para no verlo y su mujer se giró hacia Rodrigo con una mirada que le atravesó el alma. Sin saber muy bien por qué, tiró las pesas al suelo un segundo antes de que cayeran las de aquel pobre hombre. La expresión de gratitud de aquella mujer fue lo más hermoso que había visto nunca. Una potente luz iluminó su cabina. Fue el primer concursante, de toda la historia del programa, que sonreía mientras se le acercaba el haz de rayos láser.






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