“Ganar
o Morir” era, con diferencia, el concurso más popular de
televisión. Se emitía los sábados por la noche y el país se
paralizaba. Como en los grandes eventos deportivos, se instalaban
pantallas gigantes en las plazas de las ciudades que se llenaban de
gente para emborracharse y ver el concurso. El formato era sencillo.
Dos concursantes, metidos en sendas cabinas transparentes, uno frente
al otro, sujetaban en alto una barra de halterofilia de 25 kilos. Un
presentador leía las preguntas. El que creyera saber la respuesta,
tenía que pisar sobre un pulsador que había en el suelo de la
cabina. Cada acierto, eran dos kilos en la barra del contrario, cada
fallo, dos kilos en la propia. Si ninguno respondía, dos kilos para
cada uno. Unos brazos robotizados se encargaban de colocar los pesos
en los extremos de la barra.
Los
familiares mas directos o en su defecto los mejores amigos, se
sentaban en “Los Bancos del Sufrimiento” que estaban situados
justo a los pies de la cabina, frente al concursante. El juego
terminaba cuando uno de ellos era vencido por el peso que sujetaba.
En cuanto la barra caía al suelo, una potente luz iluminaba la
cabina y unos rayos láser, en forma de rejilla, troceaban al
perdedor en pequeños dados. No había sangre, el láser era tan
potente, que cortaba y cauterizaba a la vez. La imagen del derrotado,
hecho una pirámide de cubos en el suelo, provocaba el pánico y
terror de los familiares, que se abalanzaban y abrazaban la cabina,
llorando y gritando, con los rostros desencajados. Era el momento de
máxima audiencia. El ganador se embolsaba dos millones de euros.
Alejandro
odiaba el concurso, “pan y circo”, solía decir, pero cinco hijos
que pasaban hambre, una mujer enferma y más de dos años sin
trabajar, eran unas poderosas razones para presentarse al casting. Si
ganaba, se solucionaban todos los problemas de un plumazo. Si perdía,
el seguro de vida de doscientos mil euros que les hacía el programa,
permitiría a su mujer curarse y sacar a la familia adelante. No era
muy fuerte, pero siempre que veía el concurso, se sabía casi todas
las respuestas y eso, pensaba él, iba a darle una gran ventaja.
Cuando fue aceptado como concursante, su mujer intentó por todos los
medios quitárselo de la cabeza. Ni sus desgarradas súplicas, ni el
imparable llanto de sus hijos, imaginándose a su padre en pedazitos,
le hicieron desistir. Ya había tomado la decisión.
Rodrigo
no se perdía un programa. Tenía claro, que si conseguía pasar el
casting, él iba a ser el ganador. Era carne de gimnasio, se
machacaba todos los días seis horas en los aparatos, pero sobre
todo, en el de levantamiento de pesas. Era muy consciente de lo
limitados que eran sus conocimientos, pero también de que era capaz
de soportar mucho más peso que nadie, durante mucho más tiempo.
Vivía solo, no tenía pareja y casi ni amigos. Cuando recibió la
notificación de haber sido aceptado, fue a celebrarlo con algunos
colegas del gimnasio, de esos que jamás decían que no a unos tragos
gratis. Pidió a tres de ellos que fueran al programa y se sentaran
en los “Bancos del Sufrimiento”. Aceptaron encantados. Querían
ver funcionar el haz láser de cerca.
Por
fin llegó el sábado, Alejandro estaba de pie en su cabina, sudoroso
y mirando fijamente a su mujer y a sus hijos sentados delante.
Intentó transmitirles confianza con una sonrisa, pero no había nada
que pudiera hacer para calmarlos, temblaban como hojas. Todavía no
habían subido el panel central y no sabía a quién se enfrentaba,
pero los gritos del público, le estaban poniendo muy nervioso.
Rodrigo sonreía a sus colegas sentados delante y hacía el gesto de
la victoria al público del estudio, que respondía con ovaciones.
Estaba claro que él era el favorito. Tras una interminable batería
de anuncios, se levantó el panel que los separaba. El terror
reflejado en el rostro de Alejandro al ver aquella mole humana, hizo
que su mujer y sus hijos se giraran al instante que al ver a Rodrigo
empezaron a llorar, llanto que fue ahogado por los aplausos y
griterío del público.
Dio
comienzo el programa, cada uno sujetó su barra y empezaron las
preguntas. Al cabo de una hora de concurso y después de 50
preguntas, Alejandro había acertado 35 y sujetaba 55 kilos. Rodrigo
solo había acertado 15 y ya soportaba 105 kilos. Media hora más
tarde, Alejandro, con 71 kilos, sudaba copiosamente y un marcado
temblor, era perceptible en sus brazos. Rodrigo, con 139 Kilos,
empezaba a perder la calma y su cuerpo estaba perlado de gotas de
sudor. La visión de la cara de sufrimiento de su oponente y la de
aquellos niños abrazados a su madre, le estaba desconcentrando.
Sabía que el final estaba cerca y tenía que aguantar como fuera.
“¿Cuál
es la raíz de 144?”, le oyó decir al presentador. Era la típica
pregunta que su rival hubiera contestado al instante, pero no lo
hizo. Le miró y vio su cara de pánico intentado mover un pie que ya
no le respondía, hacia el pulsador. Estaba claro que se había
acalambrado. Bien, ahora solo era cuestión de esperar, 2 kilos más
para cada uno en cada pregunta, salvo las que él supiera. Su único
objetivo era aguantar, para eso se había entrenado tan duro estos
años. Los kilos iban sumándose a ambas barras. Incluso Rodrigo
había sobrepasado su propio límite. Intentaba evadirse evocando
imágenes de su infancia, la única época de su vida en que
recordaba haber sido feliz. Se preguntó de dónde sacaba las
fuerzas aquel hombre para seguir aguantando de esa manera. El mismo
se respondió. Esa capacidad casi sobrehumana, solo podía ser por
sus hijos, de los que no despegaba la vista. ¿Por quién estaba
luchando él? Su vida, en el fondo, era una mierda.
Le
vio perder la mirada y poner los ojos en blanco y supo que el otro se
estaba desmayando. Menos de un minuto y se habría acabado todo. Los
niños se llevaron las manos a la cara para no verlo y su mujer se
giró hacia Rodrigo con una mirada que le atravesó el alma. Sin
saber muy bien por qué, tiró las pesas al suelo un segundo antes de
que cayeran las de aquel pobre hombre. La expresión de gratitud de
aquella mujer fue lo más hermoso que había visto nunca. Una potente
luz iluminó su cabina. Fue el primer concursante, de toda la
historia del programa, que sonreía mientras se le acercaba el haz de
rayos láser.
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