Odio
los concursos de la tele. Estoy harto de ellos. Y mira que de pequeño
mi sueño era participar en uno, estar rodeado de azafatas jamonas,
ganar mucho dinero y vivir como un Pachá.
Luego
mis sueños cambiaron y me dio por el cine. Quise hacer películas,
para ganar dinero, rodearme de actrices jamonas y vivir como un
Pachá; así que estudié Imagen y Sonido. Y varios cursos de
redacción y estructura de guiones.
Pero
no pisé ni un rodaje. Ni siquiera para darme el gusto de dar un
claquetazo
en alguna escena de un corto. Y, obviamente, mis sueños de vivir
como un Pachá rodeado de jamonas se esfumaron.
Enseguida
me contrataron como operador de cámara. De concursos de televisión.
Y he ido encadenando contratos de plató en plató, de concurso en
concurso, escuchando miles y miles de preguntas.
Qué
cruz.
He
conocido presentadores de todos los estilos. Desde el más
histriónico que luego era un déspota con el resto del equipo; al
más serio e insignificante, que después se crecía ante una cámara;
hasta la diva más diva delante y detrás de las cámaras, seguida
por un séquito de fotógrafos, sufridos asistentes y fans que ni
Anne Wintour en sus mejores tiempos del Vogue.
Alguna
azafata jamona me he encontrado. Pero ¿Quién va a hacer caso a un
pobre cámara medio calvo teniendo de partenaire
a un presentador buenorro con todo su pelo bien colocadito?
Por
delante de mi cámara he visto desfilar tropecientos mil
concursantes, cargados de ilusión por llevarse un pellizquito
económico por mínimo que fuera. ¡Ah, los concursantes televisivos!
Esa peculiar especie que jamás se extinguirá.
Si
escribiera un libro sobre lo que he visto a lo largo de mi carrera...
Pero no me quiero arriesgar, que ya me queda poco para jubilarme.
Quizás algún día salga a la luz, novelado con nombres falsos, para
no despertar sospechas. Ni en el Sálvame
encontrarían tantas exclusivas ni tantos escándalos, oiga.
Si
yo les contara que cuando se apagan las luces del plató desaparecen
también las sonrisas que salen en pantalla, que todos se miran como
si enfrente tuvieran al enemigo más grande. Que a veces durante los
descansos montan estrategias que ni una jugada del Risk para
conquistar Kamchatka
y así librarse de enemigos potencialmente más fuertes que ellos...
Es terrible. Algunos dan miedo.
Que
sí, que todos los que llegan por primera vez a un plató vienen con
los nervios a flor de piel, como preadolescentes yogurines que pasan
del colegio al instituto, muy verdes, atacados tras el aviso de
“¡Silencio! ¡Estamos grabando!”
Algunos
se bloquean ante la visión del piloto rojo encendido de mi cámara,
no dan pie con bola y se van a su casa sin un euro. ‘La experiencia
ha sido fabulosa, nos han tratado estupendamente.’, dicen.
Pobrecitos míos ¿Qué van a decir?
Los
menos salen airosos el primer día y repiten, y los nervios acaban
desapareciendo. Aunque a veces se confían y algún lapsus se les
escapa. Y de vuelta a casita. Con los bolsillos un poco más llenos y
el ego por las nubes.
Lo
peor, o lo mejor, según se mire, llega cuando terminan las
grabaciones del día y se van al hotel a descansar. Yo no les
acompaño, claro está, pero tengo mis fuentes. Que me cuentan que en
la cafetería se hacen verdaderas alianzas; ni en los Pactos de la
Moncloa hubo tanto toma y daca.
Si
los concursantes son varones y jóvenes enseguida se les abren las
puertas del clan. Y cuando finalizan su paso por el concurso algunos
hasta se hacen amigos. Más que amigos, a veces.
A
los que son más mayores ya se les mira con cierto cuidado. Esos
suelen ir más a su aire, no reciben tanta puñalada trapera y se les
consultan algunas dudas. Será cosa del respeto por las canas.
Pero
si la concursante es una mujer apaga y vámonos. Ellas mismas se
cavan su propia fosa. Están más pendientes de lo que dejan en casa
que de concentrarse y contestar correctamente. No se despegan del
móvil y se pasan los descansos dando instrucciones sobre comidas,
horarios, lavadoras, compras... A más de una habría que contratarla
como jefa de logística de alguna multinacional. Las admiro. Y las
compadezco. Para ellas, me lo han confesado, concursar era como pasar
unas vacaciones en un spa, pero sin agua. Cuando llegó el invento
del teléfono móvil, adiós spa y adiós relax.
Esa
es la razón por la que apenas hay concursantas
madres de familia. Por mucha cabeza que se tenga, y ellas la tienen
de sobra, no siempre se puede estar en misa y repicando.
El
morbo está servido cuando concursan varios jóvenes varones y una
concursanta
joven y jamona aparece en el plató. Ahí son ellos los que no dan
pie con bola, más atentos a los encantos de la moza que de superar
las pruebas correspondientes. Y en el hotel se deshacen en piropos,
indirectas bastante directas y ofrecimientos varios. Y eso que más
de uno y más de dos tienen pareja que les espera en casa. Pero el
modo concursante
les nubla el entendimiento y parecen jóvenes leones en celo trotando
por la sabana africana.
En
ocasiones suena la flauta y, según me cuentan mis fuentes, algún
encuentro furtivo nocturno se produce. Las de maquillaje han de
trabajar el doble a la mañana siguiente para que los efectos de la
falta de sueño no se noten tanto. A veces no sé si soy cámara de
concursos de cultura general o de un reality...
La
convivencia de los humanos es algo interesante. Y en circunstancias
extremas o ajenas a nuestro ‘hábitat’, las cosas se exageran.
Lo
cierto es que eso de salir en la tele para que te vean la familia y
los amigos, contar la batallita a los nietos, saber mucho, conseguir
un montón de segundos, acertar a la primera, no quedarse sin
comodines y ganar cuatro euros, -tres de los cuales se los lleva
Hacienda-, es toda una experiencia que a casi todos llama la
atención. Pero que pocos se atreven a experimentar in
situ. Eso del pánico escénico
existe. Si no, yo no llevaría agazapado media vida detrás de mi
cámara.
Les
dejo, que empieza la siguiente grabación. A ese que entra nuevo no
le auguro mucho recorrido concursando. Si es que se les ve en la
cara.
En
fin, no somos nadie.
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