¡Peluquería, cuándo serás mía! - Marian Muñoz


                                        


Estuve muchos años observando aquel salón de belleza, tras la ventana de mi habitación, debido a que mis padres no me dejaban andar por la calle, sólo lo imprescindible para ir o volver de clase. No tenía amigos ni parientes con quienes pudiera hablar o compartir mi vida, tan sólo mis progenitores y si acaso, la portera del edificio.

Liliana Peluqueras, así se llamaba, justo enfrente de mi habitación, un letrero luminoso que por el día estaba apagado y de noche iluminaba profusamente el interior de mi cobijo.

No era mal estudiante y en cuanto terminaba los deberes de casa, no tenía otra tarea mejor que observar las idas y venidas de las clientas de aquel salón. Contemplaba como acudían tapadas con pañuelos, velos o sombreros para que no se les viera su pelo sucio o despeinado, y luego salir, tras un par de horas, sonrientes y luciendo peinado reciente. Porque aquella peluquería estaba muy concurrida, el fin de semana era mayor la afluencia de mujeres, y por lo que adivinaba a través de las cortinas del local, el trato hacia ellas era no sólo profesional, sino con mimo y delicadeza.

De la que regresaba del colegio y mientras esperaba la llegada del ascensor, la portera me contaba cotilleos del salón, no sé porqué pensaba que tendría interés para mi, pero se deshacía en explicaciones de los tipos de cortes, tintes o recogidos que en cada momento se llevaban. Nunca supe si es que me veía con falta de alguno de ellos, pero más bien me lo tomé como una rareza de la buena mujer.

Durante mi infancia solitaria dediqué mi tiempo libre fijándome en los movimientos de las peluqueras con las tijeras, los cepillos, los rulos o mezclando tintes. Bien es cierto que en más de una ocasión me estorbaban los coches que pasaban por la carretera, sobre todo las camionetas, o los transeúntes que se paraban a charlar delante de sus cristaleras, pero el aburrimiento hizo obsesionarme con el tema. En cuanto se marchaban mis padres iba directo al televisor, buscando algún programa donde observar las cabezas de quienes salían, buscando nuevas modas o colores y sopesando si Liliana estaba al tanto de las últimas novedades.

Así transcurrió mi infancia y pubertad, de encierro y soledad, porque, a fin de cuentas, en casa se avergonzaban de mí, ni en los días de fiesta podía salir de mi cubil. Nunca llegué a comprender los motivos de mis padres aunque con el tiempo pude intuir cual era la razón.

Aquella fijación por la peluquería me sirvió para que al llegar a la mayoría de edad hiciera un curso para poder trabajar en ella, mis padres se opusieron pero si me querían en casa, tendrían que aguantarse, y vaya si lo hicieron, cada día del cursillo me instaban a dejarlo, pero cuanto más insistían, más ganas tenía yo, hasta que con el título en la mano comencé a buscar trabajo, me marché de casa, y hasta hoy.

El ser de piel oscura y un poco amanerado avergonzaba a mis padres, pero ese padecimiento me ha ayudado a ser famoso. Comencé lavando cabezas y barriendo pelos, preparando tintes y recogiendo abrigos, para poco a poco labrarme mi futuro, un nombre con el que he llegado a donde estoy ahora.
Black & Styles, es el nombre de mi salón de belleza, concurrido a todas horas y con la agenda llena, formamos un gran equipo que ha conseguida gustar y convencer a todas las clientas que pasan por aquí
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Pero claro, siempre tiene que haber una piedra en el camino, y la nuestra fue Justina, la de la propina. Una señora anciana y aparentemente acaudalada, venía todos los jueves a ponerse guapa para el fin de semana, le cobrábamos el servicio prestado y ella daba propina a las chicas que la atendían, un céntimo, dos o cinco, porque decía que las rubias valían más que las de plata. Nos reíamos de ello pensando que estaba un poco trasnochada, que las rubias eran las pesetas, pero ahora con el euro, las rubias son las de menor valor.

Cuando llevábamos al banco la recaudación de la semana, siempre encontraban un billete de veinte euros falso. Nos habían timado, era un fastidio, pero menos mal que el negocio iba boyante y no se notaba mucho.
Al cabo de unos meses comenzamos a ingresar día a día los ingresos de caja, para intentar pillar a la timadora. Logramos acotar el día, al jueves. Comenzó a mosquearnos que clienta podría ser y a pesar de adquirir una maquinita para comprobar la autenticidad de los billetes, no la pillábamos.
Hasta que un día faltó Justina, con gran sorpresa comprobamos que no hubo ningún billete falso ese día. Con su labia y sus “propinas” nos hacía reír y en absoluto sospechar de una viejecita tan simpática y locuaz.
La siguiente vez que apareció verificamos si el billete de veinte euros que nos daba era falso, y lo era. Le preguntamos quien le facilitaba el dinero con el que pagaba y al satisfacer nuestra curiosidad, delató a toda una banda organizada de falsificadores de billetes, a los que ella, sin su conocimiento, les sisaba dinero cada vez que podía, ya que eran sus nietos.

La inocente anciana se libró por los pelos de la cárcel, pero gracias a la denuncia que hicimos a la policía, le dieron una recompensa, por lo que durante mucho tiempo pudo seguir utilizando los servicios de nuestro salón de belleza, dando propinas a quienes la atendían, de un céntimo, dos o cinco, porque las rubias valen más que las de plata.


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