Relato inspirado en el título
“Todos
somos esclavos”. Eso decía la frase escrita en la pared del
edificio viejo. Fran, un alto ejecutivo, se quedó inmóvil frente a
ella. La gente tenía que rodearle para pasar por la estrecha acera,
y algunos murmuraban molestos. Se había formado un atasco de coches
que empezaban a pitar, pero Fran no escuchaba nada. Sólo podía leer
la frase una y otra vez, contemplar su traje y sus zapatos caros, y
repetirse a sí mismo: yo también soy un esclavo. Miró el reloj.
Había pasado media hora allí plantado. Llegaba tarde a su clase de
ahstanga yoga. Le fastidió perdérsela, porque llevaba veinte años
practicándolo y le serenaba mucho. A decir verdad, era un experto en
esta disciplina y no necesitaba acudir a clases, pero en casa no
encontraba nunca tiempo.
Fran
decidió entrar en el parking y recoger su BMW para ir a casa con su
mujer y su hijo. Durante el trayecto, recapacitó sobre su vida. Al
principio, las cosas eran distintas. Fran aportaba ideas en la
compañía de telefonía donde trabajaba, resolvía problemas que les
ahorraban mucho dinero, ayudaba a sus compañeros, disfrutaba con el
trabajo y era muy valorado por todos. Un buen día, su dedicación
se vio recompensada con un ascenso fulgurante de simple ingeniero a
gerente de ingeniería, el responsable último de la viabilidad de la
empresa. Tenía que tomar decisiones que no le gustaban, como
despedir a personas que no rendían lo suficiente o presionar a otras
para que obtuvieran más resultados. Se lo exigían desde arriba, le
presionaban de forma bestial. Sí. El también era un esclavo, solo
en su gran despacho. Igual que sus antiguos compañeros, que se
callaban ahora cuando pasaba a su lado.
Fran
seguía conduciendo por la autopista. Era consciente de que su mujer,
Clara, y su hijo, Jaime, le estaban padeciendo. Apenas les dedicaba
tiempo y estaba como ausente. Había empezado a visitar a un
psicólogo, porque la ansiedad le devoraba, no podía dormir y estaba
siempre preocupado. Le habían diagnosticado comienzos de depresión.
Fran
consiguió llegar a casa, cenó una tortilla y se echó encima de la
cama.
- Estoy reventado, le dijo a Clara.
- No puedes seguir así, respondió ella.
No quería hablar con nadie.
Esa frase, esa maldita frase, se le repetía una y otra vez. No podía
dejar de pensar en ella. Soy un esclavo, se decía, y además un
esclavo que esclaviza a otros. Casi no pudo dormir.
A
las seis y media se levantó, se duchó con agua fría, tomó un café
negro y arrancó el coche para ir a trabajar. El director, Leopoldo,
le estaba esperando en su despacho, muy nervioso. Qué raro.
-Buenos
días, Fran, tenemos que hablar.
-
Tú dirás, Leopoldo.
-
Vamos a tener que tomar una decisión drástica. Me han llamado desde
la central de Londres. Me exigen más beneficios, dijo Leopoldo.
-¿Más?,
respondió Fran. Si este año hemos tenido más que la delegación de
Barcelona.
Fran
miró fijamente a Leopoldo. Se dio cuenta de que estaba desencajado.
Nunca le había visto así.. Los objetivos han cambiado, explicó el
director. Precisamente el haber hecho ganar tanto dinero a la central
había provocado que se fijaran en ellos. Le habían encargado nuevos
proyectos muy ambiciosos que exigían otro tipo de personal de
primera línea. Iban a enviar un supervisor desde Londres y varios
ingenieros.
Fran
le escuchaba aterrado. Debía despedir a diez personas que no tenían
capacidad suficiente para los nuevos proyectos. Súbitamente
comprendió. Leopoldo también era un esclavo. Se le vino el mundo
encima. Empezó a marearse. Era la ansiedad. Cuando terminó la
conversación, Fran le dijo a su secretaria que no iba a poder
trabajar hoy porque se sentía mal y que le llamase a un taxi. Tenía
que volver a casa. Tenía que pensar y hablar con Clara. La llamó al
trabajo y le rogó que pusiera alguna excusa para irse esa mañana.
El
camino se le hizo eterno. La cabeza le daba mil vueltas. No. No podía
hacer lo que Leopoldo le encargaba. No podía despedir a diez
personas. Nunca podría perdonárselo.
Cuando
llegó a casa, Clara le esperaba sentada en el sofá con cara de
preocupación. Se dieron un fuerte abrazo. Poco a poco, Fran le fue
contando. Ella le comprendía perfectamente. Ya hacía demasiado
tiempo que el trabajo le amargaba. Pero a él le inquietaba la
hipoteca del chalet, el carísimo colegio del niño. ¿Cómo iba a
encontrar otro trabajo?
Clara
le puso un dedo en los labios para que se callara.
-Todo
tiene solución. Nosotros nunca fuimos ambiciosos. No necesitamos una
casa tan grande ni un colegio tan caro. ¿No te das cuenta de que no
podemos ser felices si tú no estás bien? Tienes que dar un giro a
tu vida.
Esa
tarde, Fran decidió no responder a las llamadas de Leopoldo y apagó
su móvil. Tenía que pensar. No quería otro trabajo como ese y por
su perfil era lo único que podía encontrar. Pasó la noche
pensando a qué podía dedicarse, qué podía ser, además de la
ingeniería. Debía ser algo que le permitiese dejar de ser un
esclavo. Una luz empezó a abrirse en su mente. Ya lo tenía claro.
Al
día siguiente, Fran llamó a Leopoldo y le dijo que seguía malo.
Clara habló con su padre, que tenía un local no muy grande en el
barrio y no conseguía alquilarlo. Ernesto apreciaba sinceramente a
su yerno y comprendió que estaba al límite y debía ayudarle.
-Te
dejo el local, tranquilo. No tienes que pagarme nada. No lo necesito.
Te deseo toda la suerte del mundo en tu negocio.
Fran
se despidió del trabajo, ante la estupefacta mirada de Leopoldo.
Llegó un acuerdo con ellos para que le dieran el paro. Fueron los
tres a vivir con los padres de ella, mientras ponían el chalet en
venta.
Tres
meses después, con un gran esfuerzo y tesón, Fran había montado su
academia de yoga. Era muy inteligente y decidió cobrar poco a los
alumnos que empezaban a acudir a las clases, menos que la
competencia. Poco a poco, el negocio fue despegando. Fran miraba a su
mujer y sonreía. Había dejado de ser un esclavo.
Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional.
No hay comentarios:
Publicar un comentario