Todos somos esclavos - Isabel Marina


                                     


Relato inspirado en el título

Todos somos esclavos”. Eso decía la frase escrita en la pared del edificio viejo. Fran, un alto ejecutivo, se quedó inmóvil frente a ella. La gente tenía que rodearle para pasar por la estrecha acera, y algunos murmuraban molestos. Se había formado un atasco de coches que empezaban a pitar, pero Fran no escuchaba nada. Sólo podía leer la frase una y otra vez, contemplar su traje y sus zapatos caros, y repetirse a sí mismo: yo también soy un esclavo. Miró el reloj. Había pasado media hora allí plantado. Llegaba tarde a su clase de ahstanga yoga. Le fastidió perdérsela, porque llevaba veinte años practicándolo y le serenaba mucho. A decir verdad, era un experto en esta disciplina y no necesitaba acudir a clases, pero en casa no encontraba nunca tiempo.
Fran decidió entrar en el parking y recoger su BMW para ir a casa con su mujer y su hijo. Durante el trayecto, recapacitó sobre su vida. Al principio, las cosas eran distintas. Fran aportaba ideas en la compañía de telefonía donde trabajaba, resolvía problemas que les ahorraban mucho dinero, ayudaba a sus compañeros, disfrutaba con el trabajo y era muy valorado por todos. Un buen día, su dedicación se vio recompensada con un ascenso fulgurante de simple ingeniero a gerente de ingeniería, el responsable último de la viabilidad de la empresa. Tenía que tomar decisiones que no le gustaban, como despedir a personas que no rendían lo suficiente o presionar a otras para que obtuvieran más resultados. Se lo exigían desde arriba, le presionaban de forma bestial. Sí. El también era un esclavo, solo en su gran despacho. Igual que sus antiguos compañeros, que se callaban ahora cuando pasaba a su lado.
Fran seguía conduciendo por la autopista. Era consciente de que su mujer, Clara, y su hijo, Jaime, le estaban padeciendo. Apenas les dedicaba tiempo y estaba como ausente. Había empezado a visitar a un psicólogo, porque la ansiedad le devoraba, no podía dormir y estaba siempre preocupado. Le habían diagnosticado comienzos de depresión.
Fran consiguió llegar a casa, cenó una tortilla y se echó encima de la cama.
  • Estoy reventado, le dijo a Clara.
  • No puedes seguir así, respondió ella.


No quería hablar con nadie. Esa frase, esa maldita frase, se le repetía una y otra vez. No podía dejar de pensar en ella. Soy un esclavo, se decía, y además un esclavo que esclaviza a otros. Casi no pudo dormir.
A las seis y media se levantó, se duchó con agua fría, tomó un café negro y arrancó el coche para ir a trabajar. El director, Leopoldo, le estaba esperando en su despacho, muy nervioso. Qué raro.
-Buenos días, Fran, tenemos que hablar.
- Tú dirás, Leopoldo.
- Vamos a tener que tomar una decisión drástica. Me han llamado desde la central de Londres. Me exigen más beneficios, dijo Leopoldo.
-¿Más?, respondió Fran. Si este año hemos tenido más que la delegación de Barcelona.
Fran miró fijamente a Leopoldo. Se dio cuenta de que estaba desencajado. Nunca le había visto así.. Los objetivos han cambiado, explicó el director. Precisamente el haber hecho ganar tanto dinero a la central había provocado que se fijaran en ellos. Le habían encargado nuevos proyectos muy ambiciosos que exigían otro tipo de personal de primera línea. Iban a enviar un supervisor desde Londres y varios ingenieros.
Fran le escuchaba aterrado. Debía despedir a diez personas que no tenían capacidad suficiente para los nuevos proyectos. Súbitamente comprendió. Leopoldo también era un esclavo. Se le vino el mundo encima. Empezó a marearse. Era la ansiedad. Cuando terminó la conversación, Fran le dijo a su secretaria que no iba a poder trabajar hoy porque se sentía mal y que le llamase a un taxi. Tenía que volver a casa. Tenía que pensar y hablar con Clara. La llamó al trabajo y le rogó que pusiera alguna excusa para irse esa mañana.
El camino se le hizo eterno. La cabeza le daba mil vueltas. No. No podía hacer lo que Leopoldo le encargaba. No podía despedir a diez personas. Nunca podría perdonárselo.
Cuando llegó a casa, Clara le esperaba sentada en el sofá con cara de preocupación. Se dieron un fuerte abrazo. Poco a poco, Fran le fue contando. Ella le comprendía perfectamente. Ya hacía demasiado tiempo que el trabajo le amargaba. Pero a él le inquietaba la hipoteca del chalet, el carísimo colegio del niño. ¿Cómo iba a encontrar otro trabajo?
Clara le puso un dedo en los labios para que se callara.
-Todo tiene solución. Nosotros nunca fuimos ambiciosos. No necesitamos una casa tan grande ni un colegio tan caro. ¿No te das cuenta de que no podemos ser felices si tú no estás bien? Tienes que dar un giro a tu vida.
Esa tarde, Fran decidió no responder a las llamadas de Leopoldo y apagó su móvil. Tenía que pensar. No quería otro trabajo como ese y por su perfil era lo único que podía encontrar. Pasó la noche pensando a qué podía dedicarse, qué podía ser, además de la ingeniería. Debía ser algo que le permitiese dejar de ser un esclavo. Una luz empezó a abrirse en su mente. Ya lo tenía claro.
Al día siguiente, Fran llamó a Leopoldo y le dijo que seguía malo. Clara habló con su padre, que tenía un local no muy grande en el barrio y no conseguía alquilarlo. Ernesto apreciaba sinceramente a su yerno y comprendió que estaba al límite y debía ayudarle.
-Te dejo el local, tranquilo. No tienes que pagarme nada. No lo necesito. Te deseo toda la suerte del mundo en tu negocio.
Fran se despidió del trabajo, ante la estupefacta mirada de Leopoldo. Llegó un acuerdo con ellos para que le dieran el paro. Fueron los tres a vivir con los padres de ella, mientras ponían el chalet en venta.
Tres meses después, con un gran esfuerzo y tesón, Fran había montado su academia de yoga. Era muy inteligente y decidió cobrar poco a los alumnos que empezaban a acudir a las clases, menos que la competencia. Poco a poco, el negocio fue despegando. Fran miraba a su mujer y sonreía. Había dejado de ser un esclavo.







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