Su
ilusión se cumpliría el mismo día que llegaba a la mayoría de
edad. Como primogénito de una familia acomodada los veinte años
marcaban un antes y un después en las vidas de los hombres
japoneses. La suya tenía una frontera significativamente marcada.
El
viaje a Europa para estudiar Derecho en Oxford, una de las
universidades más prestigiosas de Inglaterra, era un honor que se
concedía en escasas ocasiones.
Sabía
que eso causaría un importante trastorno económico a su familia,
perjudicando a sus tres hermanos menores. Que no podrían cursar
estudios superiores ni abandonar Japón.
Con
esa pesada losa en su mente decidió cambiar el billete de ida en el
lujoso buque que su padre había comprado por un pasaje en un buque
carguero, que le llevaría hasta Egipto. Allí ya averiguaría el
modo de seguir viaje.
Con
el cambio de billete conseguiría lo suficiente como para subsistir
en su Colegio Mayor al menos tres meses. Y podría enviar regalos a
sus hermanos durante su estancia.
Sus
cuentas fueron erróneas. Una vez desembarcado en El Cairo tuvo que
pagar para sacar su equipaje, para orientarse por el inmenso puerto,
para conseguir un camarote y comida decente en el siguiente barco.
Cuando el barco llegó a su destino final su fortuna se había
reducido considerablemente.
Sin
apenas dinero y escuchando hablar una lengua que le sonaba a ladrido
de perro enfadado, se sentía cansado, perdido y confuso.
Consiguió
encontrar una oficina postal y envió un telegrama a su familia
dándoles la buena nueva de su llegada a Europa.
Aún
le quedaba la última parte del viaje. Llegar hasta Oxford.
Pero
el curso empezaba en dos meses. Así que decidió instalarse en
Londres para habituarse al idioma y las costumbres del país y no
sentirse tan extraño.
Lo
primero que había que cambiar era su vestimenta. Su túnica de seda
le hacía más visible y más exótico entre los vastos pantalones de
lana que los ingleses vestían.
Preguntó
en su aún pobre inglés y caminó y caminó para no gastar dinero en
taxis y llegó hasta Savile Row.
Maravillado
por la elegancia de los caballeros que se cruzaba supo exactamente
qué estilo quería adoptar. Un sabiro
le sentaría como un guante. Se haría una foto así vestido y la
enviaría a casa. Todos se sentirían orgullosos de él.
Pero
los sastres no se fiaban de aquel samurái que se paseaba por su
calle con cara de asombro.
Finalmente
dio con uno que le abrió las puertas de su taller. Su entusiasmo por
vestir como un auténtico inglés aumentaba y se dejó medir, probar,
pinchar, enhebrar y volver a medir. Hasta que varias horas después
casi parecía un verdadero lord.
Aunque
no le convencían demasiado esas perneras tan anchas y alargadas.
El
sastre volvió a medirle, metiendo más alfileres. Recortó y volvió
a coser y, enfrascado en su tarea, casi se hizo de noche.
De
pronto miró la hora en el enorme reloj de pared que presidía una de
las paredes de la tienda.
–
My God! My tea time!
Cerramos.
I’m very sorry, sir.
Su
pobre inglés había avanzado, pero los pinchazos de los alfileres y
tantas horas de pie sin apenas cambiar la postura, le habían dejado
un tanto confuso.
Mientras
recogía los pantalones a medio hacer cogidos con cientos de
alfileres, el sastre aclaró:
–Vuelva
el jueves y le corto la otra.
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