Segundo domingo de julio. Hacía tres
días que había cumplido diecisiete años y mi madre me había
enviado una corbata preciosa, a rayas grises y granates, y no iba a
esperar más para estrenarla.
El día anterior, sábado, había ayudado
a la abuela a llevar el maíz, que luego nos devolverían en forma de
harina. A mí me encantaban aquellas visitas al molino con mi abuela,
pero se nos había hecho tarde y me quedé sin mi baño de los
sábados. Así que ese domingo me había aseado un poco antes de
vestirme, con la camisa buena primorosamente planchada y mi nueva
corbata, que era realmente bonita. Sólo necesitaba un poco de
fijador para dominar el remolino y hacer que mi cabello se estuviera
quieto hacia atrás.
Estaba contento y feliz, disfrutando ya
de la mañana de domingo. Me encontraría con Tomás que, aunque
vivía en otro pueblo y el autobús no llegaba hasta allí, todos los
domingos caminaba algo más de una hora para encontrarse conmigo en
misa de doce y, sobre todo, para pasear luego.
Porque después de misa venía lo bueno,
cuando los jóvenes llenábamos la plaza, sentados en los bancos o
simplemente dando vueltas para ver y dejarnos ver. Nos encantaba el
verano con las chicas luciendo sus mejores vestidos, como en un
festival de colores y estampados florales, enseñando incluso los
hombros, libres ya de las chaquetitas que sus madres les habían
obligado a ponerse para acudir a la iglesia.
Y los niños estarían en buenas manos,
porque la abuela siempre se llevaba a mis hermanos de vuelta a casa,
dándome un permiso tácito para vagabundear por el pueblo hasta la
hora de comer.
El pasado domingo había sido apoteósico.
Rosina, para mí la más guapa, agarrada del brazo con su amiga, nos
habían dejado caminar a su lado y habíamos compartida una charla
tonta y muchas miradas; incluso la hice reír varias veces. Me había
sentido muy importante siendo el centro de su interés, hasta que
alguien miró el reloj y, al ver lo tarde que era, las chicas dieron
un grito y se marcharon corriendo. Y yo llevaba siete días
esperando, loco por volver a verla y comprobar si seguía
ofreciéndome aquellas miradas, y quizás incluso yo me atrevería a
decirle algo comprometido.
Ya tenía el pelo bastante dominado
cuando se asomó la abuela a mi habitación, ya preparada para salir,
con su mejor vestido negro y la chaqueta gris de punto.
- Te llama tu güelo –me dijo.
Cogí la americana y bajé a la planta
baja, que hacía las veces de cocina, comedor y salón. Hacía mucho
calor, con la cocina de leña encendida manteniendo caliente la
comida que la abuela ya había dejado preparada. Al abuelo le
molestaba sobremanera el siseo que producía el ventilador, así que
mientras él estaba en casa lo teníamos siempre apagado. Y por las
ventanas no entraba aire fresco.
El abuelo estaba sentado sin hacer nada,
al parecer sólo esperándome. Me quedé de pie, pensando en que me
dijera de una vez lo que fuera a decirme, porque estaba empezando a
sudar mi inmaculada camisa y porque no quería llegar tarde.
- ¿Dónde vas? –dijo al fin.
- A misa. Es domingo.
Y sin más, sin ningún preaviso, entré
en la etapa adulta.
Segundo domingo de julio. Diecisiete años
y tres días.
Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional.
No hay comentarios:
Publicar un comentario