El único disgusto que le habían dado
fue su decisión, recién cumplidos diecisiete años, de empezar a
trabajar en la mina. Pero también era realista, y reconocía que las
circunstancias no les ofrecían otras alternativas. Así que juntos
se iban cada mañana antes del amanecer, y juntos volvían a la
tarde. Como lo habían hecho todo siempre. Se podían contar con los
dedos de una mano las veces que se había visto a Tinín sin Colás,
o a Colás sin Tinín.
Yo tenía una vaga imagen de ellos, por
haber asistido a mi boda, como únicos familiares de mi madre. Pero
mi madre, a quien el alzheimer no dejaba que me reconociera la mayoría
de los días, tenía a sus primos perfectamente nítidos en su
memoria, así como todos los recuerdos de su niñez y de su juventud.
Cuando le dije “mamá, ¿te acuerdas de
Tinín y Colás?”, se puso a contarme anécdotas, como si hubiesen
ocurrido el año anterior; y cuando le dije que habían muerto,
maldijo la mina, a pesar de que ellos llevaban años jubilados.
No le expliqué que ella, y por extensión
yo, su única hija, éramos las herederas legales de los gemelos. Una
herencia, por lo que yo estaba empezando a averiguar, bastante
importante.
Tinín y Colás habían vuelto hacía
sólo cuatro años, supongo que dispuestos a disfrutar una tranquila
vejez en su tierrina. Desde luego, apuros económicos no iban a
tener, porque habían ahorrado como ardillas para el invierno. Ese
montón de dinero que a mí me iba a solucionar la vida, y hacer que
mi madre tuviera los mejores cuidadores para su enfermedad. Y que me
hacía sentir en la obligación de saber un poco de los hombres que
lo habían ganado.
La subida a la casa de los gemelos fue
una verdadera excursión, que me dejó sudorosa, soñando con un
ventilador y con haberme puesto ropa más apropiada. El autobús no
llegaba hasta allí, y no se me ocurrió ir en taxi, aunque ahora
podía permitírmelo, las viejas costumbres son difíciles de evitar.
Lo mismo les debía haber pasado a ellos, porque lo primero que me
llamó la atención, más que el tamaño del casoplón, fue el
jardín, o lo que debería haber sido el precioso jardín de un
chalet y, sin embargo, era un huerto de verduras, primorosamente
organizado por cuadrantes, y rodeado de limoneros. Como si
necesitasen hacer algo provechoso con la tierra.
Yo ya sabía que era una casa con cinco
dormitorios, y los cuatro del piso de arriba estaban perfectamente
amueblados, impolutos, los colchones aún en su plástico y todas las
camas con edredones nórdicos. Me sorprendió el salón, no por ser
enorme, sino por el estilo de los muebles, moderno y elegante, casi
de exposición, hasta que me fijé en la pared de la izquierda.
Estaba adornada con tres fotos enmarcadas, tres parejas distintas
todas en el día de su boda, ellos con esos bigotes importantes de la
época y ellas con seriedad de señora mayor, aunque debían ser muy
jóvenes. Luego, cuando se las llevé a mi madre, me dijo que unos
eran sus abuelos. Bajo las fotos, en el sitio donde cualquier nuevo
rico hubiera colocado un piano de cola, había un telar en perfecto
estado, con todas sus piezas, pedales, lanzadera, incluso un pequeño
taburete. Como si alguien fuese a sentarse esa mañana a utilizarlo.
Había oído contar alguna vez a mi madre que su abuela tejía, así
que aquello era una verdadera antigüedad, un recuerdo que Tinín y
Colás habían recuperado y restaurado con cariño, y decidí que lo
conservaría. Probablemente me darían por él tanto dinero como por
la casa, pero no iba a venderlo, lo mantendría en la familia.
La habitación que encontré al lado de
la cocina hizo que se me escapasen algunas lágrimas. Era su
habitación, la que ellos usaban. Tenía dos camas gemelas, con unas
preciosas colchas blancas de ganchillo, un enorme ropero antiguo y un
pequeño televisor sobre la cómoda. Fue una ola de emociones
respirar el aire tranquilo de aquel dormitorio, imaginarles felices
juntos, sin necesitar nada más que su sencilla rutina, y charlar
viendo las noticias antes de dormirse.
Eso hizo más creíble lo que después me
contó un vecino. Que pasaban la mañana trabajando en la casa y en
el huerto, y que luego iban todos los días a comer el menú del día
a una sidrería cercana. Caminando, siempre caminando, ya hiciese un
sol de justicia o lloviesen chuzos. Y después de comer, en el bar,
echaban la tarde con su único vicio, el dominó, antes de volver a
casa caminando de nuevo.
Tenían coche. Un buen coche, por el que
ya me habían hecho una oferta de quince mil euros, pero, si no les
ocurría ningún imprevisto, sólo lo sacaban del garaje el primer
domingo de cada mes, cuando, sin excepción, iban al cementerio donde
estaban enterrados sus padres. Como si sólo tuvieran familiares
muertos. Ojalá mi madre y yo nos hubiéramos preocupado por ellos.
Tinín murió un lunes por la mañana,
mientras cortaba leña (nadie sabe para qué) con una motosierra. Se
desangró antes de que llegara la ambulancia. El miércoles Colás no
acudió a recoger las cenizas de su hermano, y no contestaba al
teléfono. Le encontraron en su cama, sin vida. La autopsia reveló
una parada cardíaca, muerte natural. Tan natural, pensaba yo viendo
su casa, y aquella habitación que compartían. Natural que se le
parase el corazón al acostarse solo, con la cama de Tinín vacía
para siempre. Hasta irse debían hacerlo juntos.
Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional.
No hay comentarios:
Publicar un comentario