Siempre juntos - Clara Conde

                                      



Su madre los adoraba. A pesar de ser gemelos, a pesar de ser dos niños y portarse como tales, jugando y ensuciándose a diario la ropa que ella les compraba con tanto esfuerzo, eran la alegría de la casa y de su vida desde el momento en que habían nacido.
El único disgusto que le habían dado fue su decisión, recién cumplidos diecisiete años, de empezar a trabajar en la mina. Pero también era realista, y reconocía que las circunstancias no les ofrecían otras alternativas. Así que juntos se iban cada mañana antes del amanecer, y juntos volvían a la tarde. Como lo habían hecho todo siempre. Se podían contar con los dedos de una mano las veces que se había visto a Tinín sin Colás, o a Colás sin Tinín.
Yo tenía una vaga imagen de ellos, por haber asistido a mi boda, como únicos familiares de mi madre. Pero mi madre, a quien el alzheimer no dejaba que me reconociera la mayoría de los días, tenía a sus primos perfectamente nítidos en su memoria, así como todos los recuerdos de su niñez y de su juventud.
Cuando le dije “mamá, ¿te acuerdas de Tinín y Colás?”, se puso a contarme anécdotas, como si hubiesen ocurrido el año anterior; y cuando le dije que habían muerto, maldijo la mina, a pesar de que ellos llevaban años jubilados.
No le expliqué que ella, y por extensión yo, su única hija, éramos las herederas legales de los gemelos. Una herencia, por lo que yo estaba empezando a averiguar, bastante importante.
Tinín y Colás habían vuelto hacía sólo cuatro años, supongo que dispuestos a disfrutar una tranquila vejez en su tierrina. Desde luego, apuros económicos no iban a tener, porque habían ahorrado como ardillas para el invierno. Ese montón de dinero que a mí me iba a solucionar la vida, y hacer que mi madre tuviera los mejores cuidadores para su enfermedad. Y que me hacía sentir en la obligación de saber un poco de los hombres que lo habían ganado.
La subida a la casa de los gemelos fue una verdadera excursión, que me dejó sudorosa, soñando con un ventilador y con haberme puesto ropa más apropiada. El autobús no llegaba hasta allí, y no se me ocurrió ir en taxi, aunque ahora podía permitírmelo, las viejas costumbres son difíciles de evitar. Lo mismo les debía haber pasado a ellos, porque lo primero que me llamó la atención, más que el tamaño del casoplón, fue el jardín, o lo que debería haber sido el precioso jardín de un chalet y, sin embargo, era un huerto de verduras, primorosamente organizado por cuadrantes, y rodeado de limoneros. Como si necesitasen hacer algo provechoso con la tierra.
Yo ya sabía que era una casa con cinco dormitorios, y los cuatro del piso de arriba estaban perfectamente amueblados, impolutos, los colchones aún en su plástico y todas las camas con edredones nórdicos. Me sorprendió el salón, no por ser enorme, sino por el estilo de los muebles, moderno y elegante, casi de exposición, hasta que me fijé en la pared de la izquierda. Estaba adornada con tres fotos enmarcadas, tres parejas distintas todas en el día de su boda, ellos con esos bigotes importantes de la época y ellas con seriedad de señora mayor, aunque debían ser muy jóvenes. Luego, cuando se las llevé a mi madre, me dijo que unos eran sus abuelos. Bajo las fotos, en el sitio donde cualquier nuevo rico hubiera colocado un piano de cola, había un telar en perfecto estado, con todas sus piezas, pedales, lanzadera, incluso un pequeño taburete. Como si alguien fuese a sentarse esa mañana a utilizarlo. Había oído contar alguna vez a mi madre que su abuela tejía, así que aquello era una verdadera antigüedad, un recuerdo que Tinín y Colás habían recuperado y restaurado con cariño, y decidí que lo conservaría. Probablemente me darían por él tanto dinero como por la casa, pero no iba a venderlo, lo mantendría en la familia.
La habitación que encontré al lado de la cocina hizo que se me escapasen algunas lágrimas. Era su habitación, la que ellos usaban. Tenía dos camas gemelas, con unas preciosas colchas blancas de ganchillo, un enorme ropero antiguo y un pequeño televisor sobre la cómoda. Fue una ola de emociones respirar el aire tranquilo de aquel dormitorio, imaginarles felices juntos, sin necesitar nada más que su sencilla rutina, y charlar viendo las noticias antes de dormirse.
Eso hizo más creíble lo que después me contó un vecino. Que pasaban la mañana trabajando en la casa y en el huerto, y que luego iban todos los días a comer el menú del día a una sidrería cercana. Caminando, siempre caminando, ya hiciese un sol de justicia o lloviesen chuzos. Y después de comer, en el bar, echaban la tarde con su único vicio, el dominó, antes de volver a casa caminando de nuevo.
Tenían coche. Un buen coche, por el que ya me habían hecho una oferta de quince mil euros, pero, si no les ocurría ningún imprevisto, sólo lo sacaban del garaje el primer domingo de cada mes, cuando, sin excepción, iban al cementerio donde estaban enterrados sus padres. Como si sólo tuvieran familiares muertos. Ojalá mi madre y yo nos hubiéramos preocupado por ellos.
Tinín murió un lunes por la mañana, mientras cortaba leña (nadie sabe para qué) con una motosierra. Se desangró antes de que llegara la ambulancia. El miércoles Colás no acudió a recoger las cenizas de su hermano, y no contestaba al teléfono. Le encontraron en su cama, sin vida. La autopsia reveló una parada cardíaca, muerte natural. Tan natural, pensaba yo viendo su casa, y aquella habitación que compartían. Natural que se le parase el corazón al acostarse solo, con la cama de Tinín vacía para siempre. Hasta irse debían hacerlo juntos.








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