Aquella tarde
me apetecía caminar. Hacía días que el tiempo estaba muy revuelto
y por fin se había decidido a salir el sol, así que aproveché la
coyuntura y salí de casa con ánimo de despejar mi mente aturullada
por el estudio. Anduve un rato sin rumbo fijo hasta que mis pasos me
llevaron al antiguo camino de la playa, que ahora, desde que habían
hecho una carretera más moderna y asfaltada, estaba medio tragado
por la maleza. Al pasar por delante de la casona que albergaba el
viejo molino un ramalazo de nostalgia me envolvió. Recordé a mi
abuela, que cuando iba a moler el maíz siempre me llevaba con ella.
A mí me encantaban aquellas visitas al molino con mi abuela,
más que nada porque salir de casa siempre era una fiesta.
Empujada por los
recuerdos crucé la oxidada verja y me introduje en la finca. Estaba
descuidada y sucia, más la hierba que cubría el pequeño sendero
que conducía a la puerta del derruido caserón, mostraba señales de
pisadas recientes, lo cual indicaba que alguien lo había visitado
recientemente. Me fui acercando con cautela y a medida que lo hacía
llegaban a mis oídos voces procedentes del interior del edificio, lo
cual acrecentó más mi curiosidad. De pronto vi salir a una extraña
mujer. Estaba vestida de manera descuidada e iba descalza. El cabello
recogido en una coleta mal hecha, dejando mechones de pelos sueltos
aquí y allá. Me escondí detrás de un árbol cuyo tronco era lo
suficientemente grueso para ocultarme y observé. La mujer giraba la
cabeza a un lado y otro con gesto desesperado. Parecía estar
aguardando a alguien. Luego gritó dirigiendo su voz hacia el
interior de la casa:
-Me dijiste que
los niños estarían en buenas manos y
resulta que esos amigotes tuyos quedaron de traerlos a las seis y ya
son las nueve de la noche. Como les haya ocurrido algo te juro que te
mato.
Entró
en nuevo en el caserón e instintivamente yo comprobé la hora. Eran
las cinco y media de la tarde y la tipa había dicho que eran las
nueve. Definitivamente debía de estar loca. Pensé en largarme de
allí de inmediato, sin embargo en lugar de eso me acerqué más a la
casa y me puse a espiar su interior a través del hueco de una
ventana. Desde mi posición no se podía ver gran cosa, únicamente a
un tipo panzudo y con pinta de asqueroso recostado en un viejo sofá,
bebiendo intermitentemente de una lata de cerveza que sostenía en su
mano izquierda. A su lado un ventilador oscilaba de un lado a otro y
se escuchaba el parloteo de una televisión encendida. De vez en
cuando el hombre hacía un gesto despectivo al aparato y se acercaba
más hacia delante. Se notaba que le molestaba sobremanera
el siseo que producía el ventilador, seguramente
no le dejaba escuchar bien la tele. Acto seguido alguien
miró el reloj, o al menos eso
me pareció a mí, porque vislumbré una sombra acercándose a un
gran reloj de pared y luego oí decirle al viejo que ya eran las
nueve y media, y que como el autobús no llegaba hasta allí
a lo mejor era conveniente ir a
buscar a los niños de una vez, que al día siguiente era día de
escuela y no podían estar por ahí hasta las tantas. El hombre no
hizo ni puto caso.
A aquellas altura yo ya no me explicaba qué estaba pasando. No
entendía el porqué de aquel ventilador a todo meter un día de
enero que hacía un frío que pelaba, ni tampoco que hablaran de
autobús cuando por el pueblo sólo pasaba el coche de línea hacia
la ciudad, ni que los niños tuvieran que ir al colegio al día
siguiente, que era domingo.
De repente la conversación entre aquellos dos comenzó a subir de
tono. Él hombre acusó a la mujer de histérica, de loca, de
holgazana, le dijo que desde que ella había llegado su vida era una
mierda y que la iba a echar de casa, tanto a ella como a los mocosos
de sus hijos. Ella no se calló, le contestó que la que estaba harta
era ella y que un día lo iba a denunciar a la policía por maltrato
y no sé qué más. Entonces el hombre se volvió loco, se levantó
del sofá, sacó de debajo del cojín un cuchillo de grandes
dimensiones y se abalanzó sobre alguien, supuse que la mujer, pues
desde mi escondite no se veía más allá, pero la escuché gritar y
también vi saltar un chorro de sangre que manchó de rojo intenso
las paredes sucias de humedad.
Fue
entonces cuando salí de allí a todo meter. Tenía que pedir ayuda.
Probablemente no llegara a tiempo para salvar la vida de la pobre
mujer, pues después de haber visto aquel chorro de sangre me supuse
que el malvado del hombre le debía de haber cortado la yugular, pero
lo que tenía que intentar era que el tipo aquel no se fuera de
rositas. Corrí como una gacela, como si me vinieran persiguiendo
detrás, y cuando llegué la pueblo me metí en el bar del señor
Ramiro, el único que había en el lugar, que era también tienda de
comestibles y casa de comidas. Me senté en la primera silla que
encontré absolutamente agotada y mientras recuperaba el aliento para
poder relatar la horrible escena que acababa de presenciar, escuché
hablar a Ramiro con su mujer.
-Date prisa, Lupicinia, que están a punto de llegar y seguro que
vienen muertos de hambre.
Instintivamente pensé en los niños, en esos niños que tenían
que llegar a las seis y todavía no habían regresado y en lo que se
iban a encontrar cuando llegaran al caserón y vieran la escena
dantesca que yo acababa de presenciar. En ese momento el tabernero se
percató de mi presencia.
-Buenas tardes, Sonsoles, ¿tú también vienes a merendar? ¿O a
ver a los actores?
-¿Qué actores?- pregunté mientras una tenue sospecha se iba
formando en mi cabeza.
-Los que están rodando en el caserón del molino. Me han encargado
la merienda y deben de estar a punto de llegar. Al parecer hoy tenían
que rodar una escena de un crimen y eso les agota mucho jejeje ¿No
te habías enterado de que estaban rodando una película en el viejo
molino?
No sé lo qué sentí. Creo que por un lado, alivio, y por el
otro... ridículo total y absoluto. Me quedaba el consuelo de que
nadie sabía de mi aventura ni lo iba a saber. Así que le pedí a
Ramiro un café y después de tomármelo me marché a mi casa dándole
vueltas a mi supina estupidez. Por cierto, por el camino me crucé
con los actores.
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