El Páter Ramón - Marian Muñoz


                                          


Acabo de regresar del funeral de D. Ramón, el que fue cura del pueblo en los tiempos más duros, cuando la escasez de comida y falta de trabajo asolaba la comarca. Fue un hombre recto y de gran corazón, nunca se amilanó ante los desaires de sus semejantes, antes bien, se encomendaba a Dios para encontrar el camino que ablandara a quien le tenía inquina.

En mi niñez iba feliz al pueblo, en aquella época el autobús no llegaba hasta él, así que nos iban a buscar en carro, ya que las carreteras ni se habían diseñado.
Me pasaba todo el día en la calle pues tenía muchos amigos y nuestras familias pensaban que los niños estarían en buenas manos, ya que corríamos y saltábamos a la vista de todos los vecinos.

Mis abuelos llevaban la panadería del pueblo y a mi me encantaban aquellas visitas al molino de mi abuela, a recoger la harina recién molida, como niño de ciudad, era toda una novedad no exenta de intriga por el resultado del procedimiento.

Cuando llegó el momento de mi Primera Comunión y después la Confirmación, Don Ramón me cogió por banda, y durante largos paseos por el campo o la ribera del río, charlamos de lo humano y lo divino, por supuesto a nivel de mi edad.

Con el transcurrir de los años hicimos buena amistad, y cada vez que volvía a visitar a mis abuelos, solíamos pasear y ponernos al día de nuestras andanzas.

En una ocasión, me contó que recién llegado al pueblo le encomendaron la escuela, quien mejor que él, hombre instruido, para enseñar a los pequeños antes de acudir al Centro Escolar de la Mancomunidad, donde alojaban a los niños más mayores de la región, y allí seguían estudios hasta el bachillerato, aunque bien pocos lo hacían, debido a que sus familias les exigían trabajar la tierra en cuanto podían soportar el esfuerzo físico que aquello requería.

La primera tanda que salió de sus manos eran auténticos diablillos pero excelentes cantores, por lo que él recordaba, tenían un oído fantástico para la música, y como les vio dispuestos, a ellos y a sus padres, a perfeccionar ese don, se acercó un día de verano a visitar al Obispo, para interceder por sus alumnos y ver si podían enviar a alguien que lo comprobara y refinase sus gargantas, y quien sabe, alguno podía ir al seminario y captar una nueva vocación al servicio del Señor.
No sabe bien si por los nervios o porque era pleno mes de agosto, hacía un calor sofocante en el Palacio Arzobispal, intentaba concentrarse en las palabras que debía pronunciar para captar la atención del Señor Obispo y lograr así su propósito. Le molestaba, sobremanera, el siseo que producía el ventilador, pues a pesar de su movimiento, no cesaban de caer gotas de sudor de su frente, que continuamente secaba con el pañuelo.
En la reunión se encontraban presentes, además de ellos dos, otros tres prelados invitados a la reunión. No creía que el tema fuera para tanta enjundia, más no se amilanó. Con los nervios a flor de piel y tras exponerles su idea y alabar las voces angelicales de los niños, no atisbaba reacción alguna favorable a su propuesta. Ya veía caras de aburrimiento en los oyentes y temía parar de hablar para serle negada su petición, pero cuando las ideas se agotaron en su cabeza y calló, acto seguido, alguien miró el reloj y le despidieron para irse a merendar, sin darle respuesta alguna a su inquietud.

Tenía noticias que las cosas de palacio van despacio, y el Sr. Obispo era algo lento para resolver cuestiones, pero ante la idea de conseguir sabia nueva para el seminario, no se demoraron en enviar al Dean de la Catedral que llevaba el coro de la misma.
Las pruebas fueron satisfactorias y algunos niños ante la perspectiva de alejarse de las rudas tareas del campo y vivir como curas en el seminario, aceptaron la disyuntiva y se fueron, con el beneplácito de sus padres que se sentían honrados por la elección y por tener una boca menos que alimentar.

No todos los seminaristas profesaron los votos, algunos salieron con tan buena formación que al magisterio se dedicaron, labrándose un futuro lejos de su lugar de nacimiento, pero todos los que se ordenaron, a pesar de transcurrir unos cuantos años, presidieron el funeral por D. Ramón, ensalzando el comportamiento bondadoso y cristiano que practicó durante toda su vida, contando anécdotas y situaciones comprometidas, de las que salió victorioso por su gran corazón.







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