Aunque
a mi mujer no le seducía mucho el plan, decidimos pasar el puente en
la casa del pueblo donde me crié, en La Allonquiña, con una pareja
de amigos, Bea y Richi, que habíamos conocido recientemente, y con
los que hicimos muy buenas migas. Dejamos a nuestros hijos con una
canguro a tiempo completo para los tres días. Teníamos muy buenas
referencias de ella, así que los niños estarían en buenas manos.
Nos pusimos de acuerdo en no llevar el coche por qué el estado de
los caminos rurales era lamentable y no queríamos dañarlo. El
autobús no llegaba hasta allí, pero era la mejor opción. Nos
bajaríamos en Fonsagrada que está a veintidós kilómetros y allí
teníamos contratado un Land Rover que nos acercaría a La
Allonquiña.
Llegamos,
sin contratiempo, a la hora prevista y nos fuimos hasta la pulpería
Candal, donde habíamos quedado con el chofer. Aprovechamos para
picar un poco de pulpo y lacón con cachelos que nos supo a gloria.
Miré el reloj y me di cuenta de que el Land Rover llevaba ya más
de cuarenta minutos de retraso. Llamé pero nadie me respondía al
móvil. Empezamos a ponernos nerviosos y no sabíamos que hacer. Los
parroquianos nos miraban y sonreían. "Tenemos que contratar a
otro" gritó mi mujer. Acto seguido, alguien miró el reloj del
bar y nos dijo "No os preocupéis, lo que pasa es que Bieito aún
no se enteró de que cambió la hora y va por la antigua". Así
fue, Bieito llegó, puntualmente, una hora tarde y tuvo que aguantar
las burlas de sus amigos del bar. Acomodamos las mochilas en el
maletero y me senté en el asiento del copiloto. Le dije, "A la
casa de Bastian. ¿Sabe cuál es, no?". "Por supuesto,
carrallo", me respondió.
La
Allonquiña estaba completamente abandonada, ya nadie vivía allí de
forma permanente. Y no era de extrañar, ya que está situada en la
ladera de un monte con una pendiente media del treinta por ciento. La
vida era extremadamente dura y hostil y en cuanto tuvimos la
posibilidad, todos nos marchamos de allí. Quedaban tres casas
habitadas pero sólo en vacaciones o en fines de semana. Según nos
acercábamos, mi mente retornó a la infancia, recordé los buenos
momentos que pase allí, los malos procuro olvidarlos. Al cruzar el
puente vi la "turula", donde nos bañábamos desnudos de
pequeños, la Casa Grande, donde se decía que en otros tiempos, se
mataba una gallina todos los fines de semana, eran los ricos del
pueblo. Pasamos a lado de las que habían sido las humildes casas de
los criados, que llevaban una vida tan mísera, que sólo engordaban
en la época de castañas. Al fondo vi el molino al que iba con mi
abuela a llevar el maíz a moler. A mí me encantaban aquellas
visitas al molino con mi abuela y siempre que podía, la acompañaba.
Estaba fascinado con los mecanismos que hacían girar las piedras. El
molinero me explicaba, con todo lujo de detalles, lo importante que
era la separación entre ellas, la velocidad de giro... A veces
pienso sino fue ese el origen de mi afición por la máquinas y que
terminara estudiando ingeniería industrial. Por donde entraba el
agua a la parte inferior, había una entrada estrechita por la que a
veces bajaba sin que lo supiera ni abuela ni el molinero y me pasaba
horas allí dentro hipnotizado viendo el giro. Años más tarde
también la usé para entrar, con alguna que otra chica, a dar rienda
a nuestras pasiones y desenfrenos juveniles. No en vano, a la parte
inferior del molino, se le llamaba infierno.
Por
fin llegamos a la casa, le pagué lo convenido al Sr. Bieito y
quedamos en que pasara a recogernos el lunes a las once. Entramos en
casa y, como siempre, olía a cerrado y a humedad. Abrimos todas las
ventanas, quitamos los cubrecamas y pusimos en marcha los
ventiladores para que renovaran un poco el aire.
Sacamos
cuatro sillas al porche, puse la cafetera y abrí una botella de
aguardiente de hierbas casero. Entre chistes, risas y anécdotas
infantiles dimos buena cuenta de la botella y de la mitad de otra. Mi
mujer sugirió dormir un par de horas de siesta para recuperarnos de
la paliza del viaje, idea que fue aceptada de buen grado. Yo preferí
quedarme un rato más en el porche. Miré al camino y las casas de
alrededor y recordé lo animado y bullicioso que solía ser cuando yo
era pequeño.. .¡Tempus fugit! Preferí no echar la siesta y decidí
dar un paseo. En ese momento Bea salió al porche y me dijo que no
podía dormir, que le molestaba sobremanera el siseo que producía el
ventilador. La invité a dar una vuelta conmigo por el pueblo y
aceptó encantada. Bea era enfermera, unos años más joven que yo y
todo hay que decirlo, estaba como un queso de tetilla. No sé si fue
el aguardiente, las meigas o el subconsciente, pero el paseo nos
llevó a los pies del molino. "Ven, te voy a enseñar un lugar
secreto", le dije y la conduje a la entrada estrecha. Bajé yo
primero y le pedí que me siguiera. Al final había un pequeño
salto. Puse las manos para ayudarla pero ella tropezó con una piedra
y se abalanzó de bruces sobre mí. Yo caí de espaldas y ella me
cayó encima. Nuestros labios quedaron a escasos milímetros. Mi
mente voló rápidamente a los años mozos, miré fijamente sus ojos,
pase, con dulzura, mis manos por su nuca, acerqué su boca y la besé.
El
intenso dolor por el rodillazo que me pegó en los huevos y la sonora
bofetada, disiparon toda duda y todo efluvio alcohólico y me
devolvieron, instantáneamente, a la realidad. "¿Qué cojones
haces?" me gritó Bea, y yo no sabía qué hacer, ni cómo salir
de aquel infierno.
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