Un fin de semana diferente - Rufino García Álvarez




Aunque a mi mujer no le seducía mucho el plan, decidimos pasar el puente en la casa del pueblo donde me crié, en La Allonquiña, con una pareja de amigos, Bea y Richi, que habíamos conocido recientemente, y con los que hicimos muy buenas migas. Dejamos a nuestros hijos con una canguro a tiempo completo para los tres días. Teníamos muy buenas referencias de ella, así que los niños estarían en buenas manos. Nos pusimos de acuerdo en no llevar el coche por qué el estado de los caminos rurales era lamentable y no queríamos dañarlo. El autobús no llegaba hasta allí, pero era la mejor opción. Nos bajaríamos en Fonsagrada que está a veintidós kilómetros y allí teníamos contratado un Land Rover que nos acercaría a La Allonquiña.
Llegamos, sin contratiempo, a la hora prevista y nos fuimos hasta la pulpería Candal, donde habíamos quedado con el chofer. Aprovechamos para picar un poco de pulpo y lacón con cachelos que nos supo a gloria. Miré el reloj y me di cuenta de que el Land Rover llevaba ya más de cuarenta minutos de retraso. Llamé pero nadie me respondía al móvil. Empezamos a ponernos nerviosos y no sabíamos que hacer. Los parroquianos nos miraban y sonreían. "Tenemos que contratar a otro" gritó mi mujer. Acto seguido, alguien miró el reloj del bar y nos dijo "No os preocupéis, lo que pasa es que Bieito aún no se enteró de que cambió la hora y va por la antigua". Así fue, Bieito llegó, puntualmente, una hora tarde y tuvo que aguantar las burlas de sus amigos del bar. Acomodamos las mochilas en el maletero y me senté en el asiento del copiloto. Le dije, "A la casa de Bastian. ¿Sabe cuál es, no?". "Por supuesto, carrallo", me respondió.
La Allonquiña estaba completamente abandonada, ya nadie vivía allí de forma permanente. Y no era de extrañar, ya que está situada en la ladera de un monte con una pendiente media del treinta por ciento. La vida era extremadamente dura y hostil y en cuanto tuvimos la posibilidad, todos nos marchamos de allí. Quedaban tres casas habitadas pero sólo en vacaciones o en fines de semana. Según nos acercábamos, mi mente retornó a la infancia, recordé los buenos momentos que pase allí, los malos procuro olvidarlos. Al cruzar el puente vi la "turula", donde nos bañábamos desnudos de pequeños, la Casa Grande, donde se decía que en otros tiempos, se mataba una gallina todos los fines de semana, eran los ricos del pueblo. Pasamos a lado de las que habían sido las humildes casas de los criados, que llevaban una vida tan mísera, que sólo engordaban en la época de castañas. Al fondo vi el molino al que iba con mi abuela a llevar el maíz a moler. A mí me encantaban aquellas visitas al molino con mi abuela y siempre que podía, la acompañaba. Estaba fascinado con los mecanismos que hacían girar las piedras. El molinero me explicaba, con todo lujo de detalles, lo importante que era la separación entre ellas, la velocidad de giro... A veces pienso sino fue ese el origen de mi afición por la máquinas y que terminara estudiando ingeniería industrial. Por donde entraba el agua a la parte inferior, había una entrada estrechita por la que a veces bajaba sin que lo supiera ni abuela ni el molinero y me pasaba horas allí dentro hipnotizado viendo el giro. Años más tarde también la usé para entrar, con alguna que otra chica, a dar rienda a nuestras pasiones y desenfrenos juveniles. No en vano, a la parte inferior del molino, se le llamaba infierno.
Por fin llegamos a la casa, le pagué lo convenido al Sr. Bieito y quedamos en que pasara a recogernos el lunes a las once. Entramos en casa y, como siempre, olía a cerrado y a humedad. Abrimos todas las ventanas, quitamos los cubrecamas y pusimos en marcha los ventiladores para que renovaran un poco el aire.
Sacamos cuatro sillas al porche, puse la cafetera y abrí una botella de aguardiente de hierbas casero. Entre chistes, risas y anécdotas infantiles dimos buena cuenta de la botella y de la mitad de otra. Mi mujer sugirió dormir un par de horas de siesta para recuperarnos de la paliza del viaje, idea que fue aceptada de buen grado. Yo preferí quedarme un rato más en el porche. Miré al camino y las casas de alrededor y recordé lo animado y bullicioso que solía ser cuando yo era pequeño.. .¡Tempus fugit! Preferí no echar la siesta y decidí dar un paseo. En ese momento Bea salió al porche y me dijo que no podía dormir, que le molestaba sobremanera el siseo que producía el ventilador. La invité a dar una vuelta conmigo por el pueblo y aceptó encantada. Bea era enfermera, unos años más joven que yo y todo hay que decirlo, estaba como un queso de tetilla. No sé si fue el aguardiente, las meigas o el subconsciente, pero el paseo nos llevó a los pies del molino. "Ven, te voy a enseñar un lugar secreto", le dije y la conduje a la entrada estrecha. Bajé yo primero y le pedí que me siguiera. Al final había un pequeño salto. Puse las manos para ayudarla pero ella tropezó con una piedra y se abalanzó de bruces sobre mí. Yo caí de espaldas y ella me cayó encima. Nuestros labios quedaron a escasos milímetros. Mi mente voló rápidamente a los años mozos, miré fijamente sus ojos, pase, con dulzura, mis manos por su nuca, acerqué su boca y la besé.
El intenso dolor por el rodillazo que me pegó en los huevos y la sonora bofetada, disiparon toda duda y todo efluvio alcohólico y me devolvieron, instantáneamente, a la realidad. "¿Qué cojones haces?" me gritó Bea, y yo no sabía qué hacer, ni cómo salir de aquel infierno.





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